Reflexión del Evangelio, Domingo 30 de Agosto
Por Rafael Stratta SJ
Al leer el evangelio de este domingo creo que sería bueno hacer dos constataciones. Por un lado Jesús habla al corazón, habla del corazón, y se refiere al corazón de todos. Es verdad que al principio se enfrenta con los fariseos y los acusa de hipócritas, de caretas, que dicen jugar el partido pero no mojan la camiseta. Pero las palabras de Jesús no quedan en un puro reproche a los fariseos sino que el evangelio dice que “llama a la gente”, a todos, para hablarnos de lo que puede pasar con nuestro corazón.
Por otro lado, la segunda constatación es que Jesús reconoce la bondad de todo: lo bueno que es el mundo, lo bueno que son las cosas, lo bueno que somos. Pero en este reconocimiento Jesús no es ingenuo y demuestra conocer lo que es la libertad del hombre y la mujer: reconoce que somos buenos pero también sabe del mal que somos capaces. Y desde acá pronuncia sus palabras que quiere que se “entiendan bien”, como él mismo lo dice.
Con estas dos constataciones podemos decir que el mensaje del Evangelio de este domingo se despega un poco de cómo hay que hacerse las cosas, si lavar así tal copa, si hacer asá tal rito. El evangelio apunta a cómo nuestro corazón, que es bueno porque es de Dios y porque ahí él nos encuentra siempre, tiene el poder para cambiar las cosas: ya sea para hacerlas mejores, ya sea para meter la pata y dejar que se nos vaya muriendo de poco. ¡Ojo! El corazón para un judío de la época de Jesús significaba la vida entera, lo que nos hace vivir, afectos, deseos, amores y odios (esto es mucho más amplio que lo que entendemos hoy). En definitiva, en el relato está presente esa extraña relación entre nosotros y el mundo, las situaciones, las cosas.
San Ignacio de Loyola, entre otros, se preocupa de que estemos bien ubicados frente a los medios cuando de verdad queremos reconocernos frente a Dios, como pecadores perdonados, amados y llamados a conocer y seguir de cerca su Hijo. Y este estar ubicado frente a los medios no es otra cosa que pedirle a Dios que nos haga libres, “indiferentes” como dice él, para poder elegir siempre lo que nos acerque a Dios y acerque a otros.
Pero hay un problema: ¿existe de verdad un corazón bueno, bueno en estado puro? Creo que sólo el de Dios. Nosotros somos creados buenos pero libres, y en nuestras opciones –Jesús lo sabe muy bien- se mezcla la gracia de Dios con el pecado, lo que sabemos hacer bien con el daño que podemos causar a otros. Podríamos decir que somos como el agua que arrastra diferentes cosas consigo: sólo cuando se aquieta y puede decantar, nos enteramos cómo es, que tiene, y de hecho podemos “tratarla” para que sea más potable.
Y acá llegamos a una invitación con la que nos podemos quedar este domingo: para ver cómo estamos frente a los medios que nos rodean, para ver cómo estamos frente a la propuesta de vida y plenitud que se nos propone desde el Evangelio, es muy pero muy importante reconocer lo que nos habita, lo que tenemos en el corazón y que puede salir de nosotros. Tenemos que decantar nuestro día a día, asomarnos a la profundidad. Ya escuchamos miles de veces que los jóvenes de hoy se aturden de música, se llenan de imágenes, etc., etc. Y es verdad. Pero creo que nadie pierde nunca la capacidad de ir más profundo si es que lo desea. Las palabras de Jesús nos quieren poner frente a nuestro corazón para que de verdad lo miremos y nos animemos a reconocer lo que da vida y lo que mata un poco, para poder pedir ayuda y dejar que nos acompañen.