El santafesino Juan Haidar es sacerdote y hace 24 años que reside en Japón. Desde 1983 hasta 1988 estuvo bajo las órdenes y viviendo junto al hoy Papa Francisco. La idiosincrasia y cultura nacional y local, en clave jesuítica. Compartir Compartir La Misa. Todas las mañanas en santafesino la celebra para un numeroso grupo de monjas y fieles, en japonés.
El padre Juan Haidar es santafesino, tiene 50 años y se fue en 1983 al Colegio Máximo de San Miguel, provincia de Buenos Aires. Allí la Compañía de Jesús (la Orden de los Jesuitas) tiene una de sus mayores casas de formación. En ese colegio, el hoy Papa Francisco, Jorge Bergoglio, desde los 36 años, fue rector por mucho tiempo.
Haciendo su noviciado, Haidar estudió filosofía mientras trabajaba en los barrios. Bergoglio fue allí su superior tres años y luego vivió dos más con él, y otros, en la misma casa. “Fueron, con todo, cinco años bajo el mismo techo. Creo conocerlo bastante”, comenzó contando en diálogo con Diario UNO.
Este sacerdote vive desde 1991 en Japón. Es profesor asociado de la Facultad de Teología y director del Centro Católico en la Universidad Sophia, en Tokio. Desde 2011 no volvía a su Santa Fe natal. Aquí –además de sus orígenes– están su madre, hermanos, sobrinos y decenas de amigos.
En la entrevista describió al Papa, dio su mirada sobre la realidad política nacional, sobre la ciudad con la que se encontró luego de cuatros años; definió rasgos de la cultura japonesa (con sus luces y sombras) y ensayó una comparación con la cultura latina.
También, describió lo que sobrevino a los terremotos, tsunamis y a la destrucción de la central nuclear en Fukushima, con sus inesperadas consecuencias sociopolíticas.
Mantiene una comunicación constante con el Papa, aunque aseguró: “Es muy complejo describirlo en pocas palabras: es difícil hablar de la gente buena; sobre la mala es más fácil”, dijo, entre risas. Sin embargo, se explayó un poco: “Él siempre vivió y vive el Evangelio con coherencia absoluta y es siempre fiel a sí mismo. Nada sencillo. Eso es simple unos meses o un año. Toda una vida, es excepcional”.
Haidar es de bajo perfil, algo tímido, y quizás ya esté “acostumbrado” a la rigidez y frialdad niponas.
Otra “foto”
Luego se motiva hablando de “la cambiada Santa Fe”, de “sus avances”, aunque aclara que hay una parte de la ciudad que todavía no conoce o hace años que no ve. “En general, cada vez que vengo no me muevo mucho más allá del barrio de mi madre (Candioti Sur), y entiendo que habrá una parte edilicia y estructuralmente menos bella y postergada, como en toda urbe”, dijo y contrastó: “Recuerdo la abrumadora imagen posinundación 2003; felizmente, hoy la fotografía parece otra”.
Cuéntenos más del Papa
Es un hombre que ha creído que el mundo se cambia con humildad, oración, sinceridad y pobreza. Esos valores le han dado mucha profundidad. En lo personal, es una persona que sigue enviando correos, sosteniendo los vínculos de afecto.
¿Por qué se fue a Japón?
Mientras me formaba como jesuita trabajaba en barrios del Gran Buenos Aires. Era muy lindo, pero sentía que me faltaba algo. Estudié siete años en San Miguel y siete afuera hasta completar mi formación religiosa. En ese momento, 25 años atrás, las cosas en los barrios estaban “demasiado bien”, no sé ahora. Había gente del interior de mucha cultura en el sentido amplio del término, y muy devota. Sentí que quería hacer algo más por Dios. A mí siempre me atrajeron las necesidades en las grandes ciudades, que no son las mismas que en los barrios. O no lo eran: no había necesidades espirituales, sí otras…
¿Materiales?
Sí… En cambio, en las grandes ciudades hay fuertes vacíos espirituales. Tuve además el deseo de trabajar adonde el catolicismo no fuese conocido. Entonces, le dije a Bergoglio que sentía esto en el corazón, que Dios quería esto para mí. Y me mandaron a trabajar a Japón en 1991. Yo fui el último de otros cinco jesuitas que fueron.
Un choque cultural muy fuerte. ¿Qué sintió?
Sí. Japón está muy lejos en todos los sentidos. Todo es distinto, no solo la lengua. Me di cuenta ahí que no sabía absolutamente nada del país: quiénes eran sus héroes, sus artistas. Fue comenzar de cero, aprender de cero.
En Japón no “hacen lío”
¿Cómo definiría a esa cultura?
Podría hablar de rasgos, a grosso modo: una confianza y respeto máximos en las estructuras y en la autoridad, algo que viven como natural. Creo que nosotros somos, realmente, –no sé si es exactamente la palabra–, “desordenados”. Tenemos una natural desconfianza en las autoridades, en las estructuras. Quizás eso se vincule en algún punto con el cristianismo: en él, la persona se relaciona directamente con Dios, mediante su propia conciencia. Yo puedo subvertir la ley, cuestionarla y, sin embargo, estar bien con Dios. Es complejo de explicar. Sea por lo que sea, el japonés jamás va a dudar que el que está arriba, salvo que se pruebe lo contrario, es una persona buena que los va a ayudar. Si están las leyes, se cumplen; y la gente piensa que eso está bien, que es natural. No hay absolutamente nada bueno para ellos en rebelarse contra la autoridad.
¿Hay corrupción? ¿O no se ve?
Sí, hay. El problema es que la inclinación “natural” que tiene el común de la gente no es hacia la corrupción. Eso no quiere decir que la sociedad japonesa funcione correctamente ni que los gobernantes no sean corruptos. Cuando se toma conciencia de esa corrupción puede hacer mucho daño. Podríamos decir que es una sociedad ingenua o demasiado confiada en los poderosos. Cuando los diarios engañan, hacen muchísimo daño, mucho más que acá. Aquí la gente tiene formas desarrolladas de defenderse.
¿Cuál es la religión dominante?
Hay dos mayoritarias: el sintoísmo y el budismo. El sintoísmo es la religión autóctona de Japón, es una especie de panteísmo. No tiene ningún libro fundante. Su relato se compone de historias sobre dioses y demonios. Luego le sigue el budismo, distintas sectas de él. Originariamente el budismo es de la India, pero toma distintas formas en los lugares y depende de los maestros que tienen. Hay un budismo japonés.
¿Y el cristianismo?
Solo el 1 por ciento de la población es cristiana, y de ese porcentaje la mitad es protestante y la otra católica. Lo curioso es que ni el sintoísmo ni el budismo tienen la concepción de bautismo. Entonces pertenecer a una religión es sentirse a gusto con ella. Otra curiosidad: cuando se hacen las encuestas sobre a qué religión pertenecen, casi todos los japoneses dicen que a una religión, pero además de eso dicen que pertenecen a dos o tres religiones. Sintoístas son todos básicamente. Algunos además se identifican como budistas o cristianos porque les gusta la doctrina de Jesús. Bautizado solo está el 1 por ciento de los casi 127 millones de habitantes, pero las encuestas dan casi el 15 por ciento de gente que se dice –también–cristiana.
Sumisión, represión y culpa
¿Qué valores buenos o malos aportan estas religiones?
Justamente esa confianza mayúscula en la autoridad por momentos no es nada buena. Esto tiene mucho que ver con el sintoísmo, incluso con el budismo. El budismo japonés pone mucho énfasis en la “armonía”, y eso es bueno porque se evita la pelea, el conflicto, aunque sospecho que atenta contra la necesidad de manifestarse, en varios sentidos. Sucede que en ocasiones para hacer el bien hay que pelearse. Por ejemplo, el cristianismo desde el vamos tiene como símbolo la Cruz. Si uno quiere ser bueno necesariamente tiene que sufrir en algún sentido. Y ese es casi el límite del budismo: donde comienza la pelea, donde empieza la discusión (lo que conlleva algún nivel de sufrimiento) ahí se clausura el diálogo. Por un lado, la “armonía” da mucha unidad a la sociedad, pero uno se pregunta hasta dónde eso es bueno.
¿Por qué?
Porque hay muchas situaciones en las que eso va en contra del bien, de la verdad. Y en el sintoísmo eso se profundiza mucho más, porque el jefe de la religión es el emperador, y eso mantiene el orden dado. Cuando desde afuera uno ve la sociedad japonesa se impresiona por su “orden”. Pero debajo de eso hay mucho sufrimiento. La cantidad de suicidios quizás sea prueba de ello.
¿Qué análisis merece eso?
En Argentina, la gente dice que hay muchos asesinatos, mucha violencia. Bueno, la cantidad de muertes violentas –si uno incluye al suicidio y al homicidio–, estoy casi seguro que, en proporción, es mayor en Japón que en Argentina. Allí hay casi 32.000 suicidios por año. El año pasado bajó a 30.000 y eso fue noticia. Entonces, hay una violencia encubierta.
Como si preservar la armonía a costa de uno mismo, y el respeto excesivo a las jerarquías, se tramitaran con represión y violencia autoinflingida.
Sí, algo así. Llevaría tiempo explicarlo, es complejo y seguramente multicausal. Es una interpretación. Aunque creo que en la base de todo eso están la filosofía y la religión japonesas. Porque en una cultura en donde no existen el perdón y el autoperdón como valores –lo que es el corazón del cristianismo–, una de las consecuencias es el suicidio. Allí la palabra y el concepto más elevados es “justicia”, pero no el perdón. Y cuando en una sociedad no existe el perdón prima la dureza. Los suicidios se vinculan con eso. Por ejemplo, si una empresa quiebra y deja a 300 personas en la calle, el presidente o gerente se suicida, por más que él no sea objetivamente responsable de esa quiebra. O si una persona atropella accidentalmente a alguien con el coche, puede ocurrir lo mismo. Muchos podrán decir: “Eso es lo que nos falta en Argentina”. No estoy totalmente de acuerdo. Recapitulando, quizás el “desorden” y el cuestionamiento de las estructuras –rasgos propios del argentino y del latino–, se vinculen en un punto con el cristianismo, con la misericordia y el perdón que están en la raíz cristiana. Contrariamente, la falta de perdón y la imposibilidad de librarse de la culpa quizás expliquen esa violencia “escondida” que impera en Japón.
Fukushima, el límite
Lo que sucedió con esa ciudad y su completa devastación puso no solamente en crisis el modelo energético japonés (la energía atómica es su único recurso), sino también –por segunda vez en la historia y de modo drástico, según Hairala–, la sociedad comenzó a manifestarse en contra del gobierno por temor al futuro. “Antes, ocurrió cuando Japón perdió la guerra con EE.UU. y el emperador tuvo que verse obligado a decir que él no era hijo del dios que veneran”, aseguró.
Fuente texto y fotografía: Diario Uno