Este artículo se publicó por primera vez en el Anuario de los Jesuitas de 2021. Puede encontrar el Anuario completo siguiendo este enlace.
Escrito por James Hanvey SJ
Gracia, cambio, libertad, misión. Palabras clave en los diversos caminos de conversión
Tanto si hemos nacido en una familia cristiana como si nos hemos hecho cristianos más tarde, la conversión es una experiencia fundamental para cualquiera que tenga una fe viva. Sin ella no existiría la comunidad cristiana. Ya tenga lugar de forma repentina o de forma suave y gradual a lo largo del tiempo, la conversión cambia una vida. Habrá una orientación, una energía y una finalidad nuevas. Habrá un sentimiento de paz e integridad en la vivencia de la realidad de la fe que no disminuye con el tiempo, incluso bajo la presión de la oposición. Lo «ordinario» puede seguir ahí de muchas maneras, pero en cierto sentido lo habitamos de otra forma. Lo que todas las «conversiones» tienen en común es un encuentro con la realidad viva de Cristo. En este sentido, la conversión siempre es un volverse hacia él.
Dimensiones de la conversión
Aunque pueda adoptar muchas formas diferentes, toda experiencia genuina de conversión refleja algunas dimensiones comunes.
En primer lugar, se experimenta como una gracia, o sea, como algo que es dado y no viene directamente de nosotros mismos y nuestros propios deseos, por muy bien intencionados que sean. Por descontado, todos experimentamos muchos cambios en nuestras vidas, unos queridos e iniciados por nosotros y otros no buscados, pero que las circunstancias nos imponen. Sin embargo, en la conversión reconocemos algo diferente. Incluso cuando está mediada, siempre tiene el carácter de algo que nos llega de otro. Hay un sentimiento de que somos llamados. Al mismo tiempo, aunque puede tener una fuerza y una lógica propias, la conversión genuina no puede ser impuesta, sino que nos invita a decir «fiat», a asentir y consentir.
Esto significa que en la tradición cristiana la conversión siempre tiene una estructura relacional. Debe implicar el afecto y la voluntad, además de la inteligencia. Es algo más que un «eureka», una intuición momentánea, por muy trascendental u original que esta sea. En este sentido, como dice el P. Arrupe, no solo tiene la capacidad de enamorar, sino de hacer que permanezcamos enamorados y que permitamos que ese amor se convierta en la razón de ser de nuestra vida. Lejos de apartarnos del mundo, tales experiencias de conversión nos abren a otras formas de vivir en él con más intensidad y más capacidad de apreciarlo.
Nótese que, con todos aquellos que encontramos en la Escritura o en la posterior historia de la Iglesia, la conversión nunca es una llamada a un viaje en solitario. Es entrar en una comunidad, ella misma fruto de la conversión.
Segundo, la conversión produce un cambio. Así, la realidad de la conversión se encarna en las circunstancias de una vida concreta; se convierte una fuerza capaz de conformarla, de darle un nuevo sentido de finalidad y dirección y, por lo tanto, de llegar a otras vidas y de afectarlas. Con el tiempo se va haciendo más estable, al ir creando nuevos patrones de actuación y de relación. Se convierte en un «hábito» o un «modo de proceder». Con todo, la conversión nunca es solo un cambio de conducta, tiene que ser también transformación interior: un nuevo modo de percibir y de comprender, una mente nueva y un corazón nuevo.
Además de transformar una cultura ya existente, a menudo la conversión es capaz de generar una nueva. Al hacerlo se convierte en una gracia eficaz para otros, al crear las relaciones, las culturas o los entornos a través de los cuales otros pueden llegar a descubrir y abrazar un cambio redentor y generativo en sus propias vidas y en sus comunidades.
La tercera dimensión de la conversión se puede reconocer a partir de las dos que acabamos de identificar. De hecho, puede verse como el primer fruto o el fundamento del mismo cambio: se trata de la libertad.
La conversión está basada en la libertad, que es el presupuesto de todo cambio auténtico. El mismo hecho de que Dios se niegue a coaccionarnos es ya la revelación de nuestra libertad. La libertad solo puede existir y tener sentido en la relación, no en la soledad. La gracia de la libertad es que vive en, de y para los otros. En su nivel más profundo, la conversión a la que Cristo nos llama es una conversión hacia su misma libertad. Se expresa en un ofrecimiento sin reservas de uno mismo como don para el bien del otro: amor. Quizá esta es la conversión más profunda de todas. En ese sentido, es la realidad en la que siempre estamos esforzándonos por entrar, la gracia que siempre estamos buscando, pero que solo podemos encontrar cuando asumimos el riesgo de la autodonación.
La cuarta dimensión de la conversión es la misión. En la Escritura, en todos los momentos de conversión se encomienda una misión. Y en la misión entran en juego todas las dimensiones de la conversión que hemos visto. La misión es algo que nos es conferido; no es algo que nos pertenece, sino que nos es dada por otro que tiene el poder de enviarnos. Toda vida cristiana está configurada por la misión, puesto que participa de la misión de Cristo. En efecto, Cristo mismo recibe su misión del Padre y la vive en y por medio del Espíritu Santo.
De cualquier forma que seamos llamados a realizar nuestra identidad-misión cristiana siempre estaremos en este camino de conversión, descubriendo de nuevo en cada circunstancia de nuestras vidas qué significado tiene para nosotros y cómo somos llamados a ponerla en práctica. También por esto, la conversión como evento y como proceso requiere del discernimiento: esa búsqueda atenta, con la mente y el corazón de la fe, para encontrar en nuestras relaciones y en nuestras circunstancias concretas como servir mejor a Dios, que nos está ofreciendo la vida del Reino, capaz de sanar a toda mujer y todo hombre, a todas las criaturas.
Conversión para el Año Ignaciano
Entonces, ¿por qué nos estamos centrando en el tema de la conversión para el Año Ignaciano? Porque este es una llamada permanente a reconocer su gracia, a estar abiertos a cambiar, a ejercitar nuestra libertad, a hacer que nuestra misión dé más fruto.