Beatificación del P. Rutilio Grande y compañeros mártires

El pasado 22 de enero fueron beatificados en El Salvador, el padre Rutilio Grande S.J. junto con los laicos Manuel Solórzano y Nelson Rutilio Lemus, asesinados el 12 de marzo de 1977 y fray Cosme Spessotto O.F.M. asesinado el 14 de junio de 1980.

La ceremonia de beatificación fue realizada por el cardenal Gregorio Rosa Chávez. El P. Pascual Cebollada sj, Postulador de la Causa, representó al P. Arturo Sosa SJ en la celebración. Este es el testimonio de su experiencia:

“Ha sido un consuelo leer la vida de Rutilio, ver cómo este jesuita estaba tan comprometido con los impotentes y los indefensos. También aprecié su humanidad y pude identificarme con él en muchos aspectos de su vida. Su compromiso con la oración y con la cercanía a Jesús pobre y humilde – algo a lo que todos los jesuitas están llamados – lo ha convertido en un ejemplo del que todos podemos aprender”.

En un mensaje de vídeo, el P. Arturo Sosa, Superior General de los jesuitas, dijo:

“El P. Rutilio Grande fue un jesuita de dimensiones humanas y religiosas insospechadas. (…) Él supo ser consejero, compañero comprensivo y amable, al mismo tiempo firme y serio en lo que se refería a la vida cristiana y al ejercicio responsable del ministerio presbiteral. La población campesina, de la que él mismo era parte y a la que sirvió con dedicación en su servicio pastoral, halló en él un religioso cercano, abnegado y cariñoso, ordenado presbítero para compartir la vida con la comunidad de los seguidores de Jesús que dan testimonio de la Buena Noticia”.

En el siguiente link podrás ver la ceremonia de la beatificación: Transmisión en vivo – Televisión Católica del Salvador

 

La vida consagrada en su encrucijada

El 2 de febrero, día de la Presentación del Señor en el Templo, se celebra en la Iglesia el Día de la Vida Consagrada. Una jornada para orar por todas las familias religiosas, que comparten una misma consagración a través de sus votos de pobreza, castidad y obediencia. Son cientos de miles de mujeres y hombres en todo el mundo. Comunidades que se pueden encontrar en todos los continentes y en todos los contextos. Con una misma misión –colaborar en la construcción del Reino de Dios– y muy diferentes carismas: la educación, la oración, la espiritualidad, el servicio de la palabra, la atención a los presos, el acompañamiento de las prostitutas, la atención a los últimos…

Son tiempos de cambio en general en nuestro mundo y nuestra Iglesia. También en la vida religiosa y consagrada, al menos en Occidente. Lejos quedan las décadas centrales del siglo XX en que miles de jóvenes, cada año, entraban en las congregaciones, en una sociedad más católica y en una época donde las instituciones en las que entraban eran hervideros de actividad. Hay quien quiere explicar la disminución repartiendo culpas (fustigando al Vaticano II y sus cambios mayormente). Pero eso son explicaciones que olvidan el cambio global, en la Iglesia en conjunto. La secularización. El descrédito de las instituciones (no solo religiosas). La fragmentación. La pérdida del largo plazo en los horizontes vitales (¿quién puede decir hoy para siempre?). La falta de valoración de compromisos que implican renuncia, en la era de la búsqueda de la realización personal. El aumento de las familias de hijos únicos. El miedo. El envejecimiento de las congregaciones, que a veces pesa como una losa sobre las generaciones más jóvenes.

Podríamos quedarnos en ese vaso medio vacío. Pero ¿no es este también un tiempo de oportunidad? La vida religiosa que salga del siglo XXI será muy distinta a la que entró en él. Es tiempo de repensar, refundar. Es tiempo de volver a preguntarse por lo esencial –que no es lo que hacemos (que hoy hacemos con otros muchos, gracias a Dios), sino lo que somos–. Es tiempo de afrontar, con honestidad, nuestras propias contradicciones, aunque por el camino tengamos que discutir mucho. Es tiempo de escuchar mucho más a quien mira al futuro (con esperanzas y temores) que a quien está anclado en el pasado (con nostalgia a veces estéril). La vida consagrada es hoy un susurro profético que dice que se puede poner a Dios en el centro de la vida y convertirlo en la referencia fundamental. Que puede ser nuestra riqueza, nuestra pasión y nuestro destino común. Que se puede pertenecer a una comunidad de gente muy diversa, porque lo que nos une no son ideologías, caracteres o formas de pensar, sino la conciencia de querer seguir al mismo Señor. Que la amistad en el Señor es una manera muy profunda de amar en este mundo de soledades e individualismo. Y, si todo eso es verdad, y Dios sigue llamando, el futuro es tiempo de esperanza. A su modo.

José María Rodríguez Olaizola, sj

Fuente: pastoralsj.org