Una reflexión sobre la NO-violencia desde una perspectiva cristiana.
Por Emmanuel Sicre SJ
“Esforzarse por llegar a ser de manera que podamos ser no violentos.”
Simone Weil
No es una novedad que estamos en guerra. Inclusive los que no la sufrimos de cerca y tenemos tiempo para escribir sobre la guerra y la violencia. Mientras sea el hombre contra el hombre, todos estamos en guerra directa o indirectamente. ¿Por qué?
Porque, en principio, no vivir estado de guerra no significa no ser afectado por ella. Los recursos humanos y las fuerzas morales, los recursos económicos y naturales que la guerra devora son hipotecas que pagaremos tarde o temprano.
Porque la lógica mediática a la que asistimos nos hace partícipes y cómplices de las dinámicas de violencia instituidas como una cotidianidad descarada. Cada vez que cedemos al impulso de los medios masivos de comunicación a tocar la muerte injusta con los ojos y los oídos, nuestra sensibilidad, amarrada a lo que pensamos, se va transformando más y más en una piedra que luego lazaremos contra el otro, contra la masa, y, en definitiva, contra nosotros mismos.
Porque mientras la paz no sea posible para todos, no podremos llamarle paz en serio. Pero ¿de cuál paz seremos dignos los seres humanos? ¿Qué paz nos conviene desear?
Debemos apelar a una moralidad que vaya más allá de la legítima defensa. Esto implica un cambio de mentalidad desde la temprana edad donde nadie entienda que otro debe ser violentado en su dignidad por una causa que lo hace, en apariencia, merecerla. Es necesario, como dice Simone Weil: “Esforzarse por sustituir cada vez más en el mundo la violencia por la no violencia eficaz.” Quizá pueda comprenderse esto como un quietismo falso que se conforma con “no hacer el mal”, pero que tampoco hace el bien. En este sentido, podríamos decir que la abstención también resulta una forma de violencia porque disminuye la no-violencia.
Esto conlleva una formación voluntariosa, disciplinada y programática para llegar a ser no-violentos. Pero, ¿cómo romper inercias que violentan al ser humano desde el inicio de su vida con prácticas, incluso inconscientes, como jugar a la guerra, divertirse con la muerte del “malo”, ceder al impulso del bulliyng y callar ante la injusticia? ¿Cómo pensar la vida sin violencia? Preguntas como éstas nos conducen de lleno a reflexionar, entonces: ¿qué es la violencia? Y más ¿es posible la no-violencia? De ser así, ¿qué destino tienen las incontenibles negociaciones interiores con las que lidiamos para no dañar y no hacernos daño? ¿Acaso la fuerza de la ira envuelta en la violencia podrá tener otra dirección que no sea la de volcarla sobre el otro? Creo que sí, hay testimonios de mártires de la no-violencia que supieron usar la fuerza, no para ejercerla en contra de los demás, sino para resistir y transformar la realidad.
- UNA PAZ QUE TENGA EL ROSTRO DEL OTRO
La única forma posible de que la no-violencia sea un estilo de vida personal y social es que el otro no sea una amenaza. Cuestión “imposible” para el ser humano. Y justamente, por ser un imposible, las reacciones ante él pueden entrar en dos planos contrapuestos: el plano de la utopía esperanzadora o el escepticismo burlón. He aquí la elección personal de la conciencia desde la que ejercemos éticamente nuestro lugar en el mundo. Es decir, buscando caminar hacia el horizonte de la utopía en el proceso de nuestra vida, o dejándonos embargar por un escepticismo autocondenatorio que no conoce sino la violencia atmosférica de la que no está dispuesto a salir.
¿Cómo relacionarnos con esfuerzo por ser no-violentos con el otro? Considerándolo como uno mismo o como uno de la familia. El problema yace muchas veces en que no nos es posible amarnos ni a nosotros mismos, y mucho menos evitar la violencia incluso con los que amamos al interior de nuestra familia. Pareciera impregnado en nuestro ADN el hecho de rechazar al otro. Por eso, es necesaria una pedagogía del amor propio que libere al hombre de ser una amenaza para sí mismo, y lo abra a la salvación que le viene desde el rostro del otro.
- UNA PAZ HIJA DE LA JUSTICIA CRISTIANA QUE NO EVITA EL CONFLICTO
Que alguien merezca un castigo por sus acciones no supone que el castigo sea una violencia contra su dignidad de persona humana. Aunque sea lo que le deseamos, e incluso, sea emocionalmente legítimo (sí, solo emocionalmente).
Desde niños sabemos que los procesos de conciencia que cambian las actitudes positivamente en la vida, no son los que revirtieron acciones por el ejercicio de la violencia sistemática proyectada en el castigo, sino la constante paciencia y amor con el que fuimos corregidos por quienes nos aman. Sin embargo, cabe la pregunta ¿necesitamos una dosis de violencia para reaccionar a veces? No, porque la violencia es una construcción social que atenta contra la dignidad. Que nos hagan reaccionar no implica la violencia. Si no esto podría justificar el golpe y la violencia doméstica, nidos para un sentimiento de odio que crecerá con el tiempo y será motivo de una violencia aún mayor.
La guerra no es una necesidad justificable, es una negociación mal llevada por el odio y el fracaso encubierto del propio ego que no asume su fragilidad. Por eso, educar para la paz es formar en la autopercepción de las propias fragilidades, de los conflictos con la historia y la integración del fracaso como verdadera capitalización del error para vivir mejor.
Por otra parte, el mero concepto de justicia retributiva donde a cada uno le corresponde lo que merece, está en la Biblia, pero no es de Cristo. Él invirtió esta concepción de raíz. En efecto, hacer justicia como Cristo es: darle a cada uno la posibilidad de trabajar sobre sus propias heridas para que sanen y vuelva a sentir que está en casa con la ayuda de Dios en sus hermanos. (Cosa que el sistema educativo vigente está muy lejos de plantearse todavía).
Y esto es ser injustos: negarle al otro la oportunidad de aceptar y transformar su dolor y su fracaso, condenándolo a la marginación y la exclusión. Por eso la ley del talión aún sigue enquistada como una aguja en nuestra corteza cerebral, porque queremos que la justicia castigue, haga pagar, rompa en el agresor lo mismo o más de lo que él rompió, queremos que sufra lo que hizo sufrir, que le duela y ahí quizá pueda entender lo que hizo. Si el castigo en verdad provocara nuevas conductas pacificadoras, ¿por qué, dados los índices de violencia cotidiana, hasta ahora no funcionan los sistemas de penalización judicial?
La cuestión es mucho más problemática porque la punición no está enfocada en la reorientación de la vida del otro hacia el valor, sino hacia la autopreservación de los que se creen justos, y que poco les interesa saber si su agresor cuenta con las posibilidades para redescubrir su propia dignidad. ¿Por qué habría de interesarle? Porque es otro como él, y porque debería ser más consciente de las violencias silenciosas (económica, psicológica, estructural, laboral, moral, religiosa, …) que se ejerce a sí mismo y a los demás por el sólo hecho de vivir en la guerra en la que estamos insertos todos sin excepción.
- UNA PAZ QUE SEA LA CONFIRMACIÓN ESPIRITUAL DE UNA ACCIÓN DISCERNIDA
Lo que un cristiano espera en su encuentro con Jesucristo es al menos conocerlo para ser un poco más como él. Pero ¿cómo sabe el cristiano que sus acciones, fruto de su corazón sincero en la búsqueda del bien, pero atento a las tentaciones del mal espíritu, van encaminadas a parecerse a Jesucristo?
Lejos de una imitación ciega de Jesús que lleve a la despersonalización, el cristiano en su proceso de crecimiento necesita ciertas seguridades para avanzar. La espiritualidad ignaciana ha intentado hacer un aporte en este camino a través del discernimiento de espíritus. En el proceso de los Ejercicios Espirituales, donde se pretende “buscar y hallar la voluntad de Dios”, el signo claro de que están en sintonía mi deseo más profundo con el deseo de Dios para mi vida es la paz. Se trata de una paz que confirma ese discernimiento hecho de diálogo, silencio, paciencia, cruz, honestidad y docilidad a la voz de Dios en el propio corazón.
Y esta paz que confirma nuestra misión en el mundo, si viene del Dios de Jesús, es profética, incómoda y reconciliatoria. Por eso, el cristiano no está cómodo en el mundo mientras no se parezca al Reino que le oyó anunciar a Jesús en su Palabra y en su corazón. De ahí la expresión de Jesús sobre las contradicciones que provocaba su mensaje de amor: “No piensen que he venido a traer la paz sobre la tierra. No vine a traer la paz, sino la espada”. (Mt 10,34).
En efecto, si deseamos una “paz estable y duradera” para nuestra “Casa Común” deberá ser fruto de la justicia misericordiosa del Reino, del asumir el conflicto, del no justificar la guerra como necesidad, y deberá tener como norte convivir con el rostro de Cristo en los demás. Entonces, sí habrá una paz digna de cada uno de nosotros.
Fuente: emmanuelsicre.blogspot.com