Reflexión del Evangelio – Domingo de Ramos
Evangelio según San Mateo 26, 14 – 27, 66
Por: P. Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
Contemplar el mundo desde la Pasión del Señor, especialmente cuando estamos todos conmocionados por una enorme crisis planetaria producida por un virus desconocido, nos invita a preguntarnos por el origen de la fuerza salvífica de esa Pasión en nuestra propia historia. Tal vez no haya que dar muchas vueltas y resumir el mensaje que Dios nos regala en la Pasión de Jesús diciendo que no podemos vencer el mal haciendo el mal. Que la violencia no puede ser venciada con más violencia.
Uno de los beneficios de la situación que ha generado esta situación que hoy padecemos parece ser el hecho de que ha bajado la intensidad de muchos conflictos que enfrentan a pueblos y naciones, así como las diferencias y tensiones entre personas particulares. Estamos concentrados en combatir un enemigo nuevo que nos ataca a todos por igual. Nos sentimos, de alguna manera, unidos en una nueva cruzada por una amenza que no tiene distingue credos, grupos sociales, razas ni convicciones políticas. La situación nos ha unido en cierto modo. Por eso, es posible que la humanidad salga fortalecida de este cataclismo y aprenda que lo único que nos puede salvar son las dinámicas de apoyo, de colaboración y los esfuerzos compartidos por hacer que todos tengamos vida y salud.
Sin embargo, y no quiero ser pesimista, es posible que pasados los picos de la pandemia, volvamos a caer en la dinámica de la ley del Talión: Ojo por ojo y diente por diente, olvidando que la violencia no se combate con la violencia y que la derrota del enemigo no puede ser el cimiento de una paz duradera. Y allí es donde viene el mensaje de la Pasión del Señor, que pone en duda lo que normalmente pensamos que es más eficaz para combatir el mal. Jesús nos enseña que la paz no se construye con la guerra: “Todos los que pelean con la espada, también a espada morirán”, decía Jesús en Getsemaní sal ser arrestado. No fue fácil dar este paso ni es fácil hoy levantar esta bandera cuando vivimos casi tiempos de guerra contra un enemigo común. Pero no podemos olvidar a Erasmo de Rotterdam cuando decía que la guerra era dulce sólo para el que no la ha probado.
Leyendo la Pasión del Señor según San Mateo, ha vuelto a rechinar en mi interior una pieza que no acaba nunca de ajustarse en todo el engranaje de la vida de Jesús: ¿Por qué no huyó ante la inminencia de la muerte? “Después del beso de Judas Jesús le contestó: –Amigo, adelante con tus planes”. ¿Por qué no se defendió con la fuerza? Después de que “uno de los que estaban con Jesús sacó su espada y le cortó una oreja al criado del sumo sacerdote, Jesús le dijo: –Guarda tu espada en su lugar” ¿Por qué no se defendió ante Caifás? “Entonces el sumo sacerdote se levantó y preguntó a Jesús: –¿No contestas nada? ¿Qué es esto que están diciendo contra ti? Pero Jesús se quedó callado”. ¿Por qué no se defendió ante Pilato? “Mientras los jefes de los sacerdotes y los ancianos lo escuchaban, Jesús no respondió nada. Por eso Pilato le preguntó: –¿No oyes todo lo que están diciendo contra ti? Pero Jesús no le contestó ni una sola palabra”.
El silencio de Jesús, la actitud paciente frente a la burla, la difamación, el insulto, los golpes, la tortura, la muerte violenta, todavía nos escandalizan. Con razón él decía: “Todos ustedes van a perder su fe en mi esta noche”. ¿Quién no? Lo que hace Jesús sobrepasa nuestras posibilidades. ¿Quién está preparado para seguir esta propuesta hoy? ¿Quién cree que entregar la vida es más eficaz que imponerse y dominar a otros? ¿Quién está dispuesto a defender que la pasión de un justo es una fuente de salvación para toda la humanidad? Cualquiera entiende hoy ese versículo de Mateo al final del arresto de Jesús: “En aquel momento, todos los discípulos dejaron solo a Jesús y huyeron”. Ojalá pudiéramos tener la dicha de no escandalizarnos de la Pasión del Señor y él mismo nos concediera la gracia que le regaló al capitán romano que fue testigo de esta tragedia, para poder decir con él: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios”.
Fuente: jesuitas.lat