Evangelio según San Marcos 7, 31-37
Cuando Jesús volvía de la región de Tiro, pasó por Sidón y fue hacia el mar de Galilea, atravesando el territorio de la Decápolis. Entonces le presentaron a un sordomudo y le pidieron que le impusiera las manos. Jesús lo separó de la multitud y, llevándolo aparte, le puso los dedos en las orejas y con su saliva le tocó la lengua. Después, levantando los ojos al cielo, suspiró y le dijo: “Efatá”, que significa: “Ábrete”. Y en seguida se abrieron sus oídos, se le soltó la lengua y comenzó a hablar normalmente. Jesús les mandó insistentemente que no dijeran nada a nadie, pero cuanto más insistía, ellos más lo proclamaban y, en el colmo de la admiración, decían: “Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos”.
Reflexión del Evangelio – Por Marcos Stach SJ
El Evangelio de la Misa de este domingo contiene en sí una catequesis bautismal que es válida para nosotros. Lo primero que resalta es un dato no menor, que es la ubicación donde sitúa Marcos al Señor Jesús: “volvía de la región de Tiro, pasó por Sidón y fue hacia el mar de Galilea…” (Mc. 7, 31). Jesús se encuentra en tierra no judía, es decir, extranjera; lo cual constituye un dato escandaloso si nos atenemos a la mentalidad de esa época. Es ahí donde el Señor cura al sordomudo, quizá se trate de un pagano como los de la región donde se encuentra. Y es clara la intención del evangelista, que con esa ubicación viene a decirnos que la salvación de Jesús es universal, para todos, judíos y los que no lo son. Nos viene bien a nosotros, que a veces delimitamos nuestro metro cuadrado, incluso en los ámbitos eclesiales y no nos animamos a mirar más allá, aun entre nuestros hermanos; esto hace que la vigencia de Jesús en Tiro y Sidón siga siéndonos patentes.
Sin embargo, existen dos datos en el Evangelio en los que quisiera detenerme, porque creo que allí se contienen algunas claves para nuestra vida cristiana: Uno consiste en la curación y su método de aplicación tan singular, y lo segundo es aquello que se esconde entre ser sordomudo y la consiguiente recuperación de las facultades comunicativas, es decir, oír y hablar.
De la extraña metodología que emplea el Maestro para curar al sordomudo, pareciera que Jesús emplea una liturgia para restituirle el oído y la voz: “Jesús lo separó de la multitud y, llevándolo aparte, le puso los dedos en las orejas y con su saliva le tocó la lengua. Después levantando los ojos al cielo, suspiró y le dijo: “Efatá”, que significa: ‘Ábrete’.” (Mc. 7, 33-34). En el modo de proceder del Señor lo que se esconde es una hermosa catequesis bautismal, que aplica a nosotros: El sordomudo es separado, no pertenece a la confusión del amontonamiento, el Señor viene a devolverle su dignidad de Hijo y eso exige distancia saludable de aquello que resulta nocivo. La apelación de Jesús a los sentidos es ejemplar: toca oídos y lengua, suspira y dice “Efatá, ábrete”. En el ritual del bautismo existe un signo del rito, que suele hacerse al final y que está inspirado en este Evangelio, en el cual el Sacerdote dice, mientras toca oídos y boca del recién bautizado: “El Señor Jesús, que hizo oír a los sordos y hablar a los mudos te permita, muy pronto, escuchar su palabra y profesar la fe para la gloria y alabanza de Dios Padre. Amén.” Y lo tomo porque es para nosotros, que fuimos bautizados, llamados a la plenitud de la vida cristiana. Pocas veces consideramos la grandeza del don que se nos regaló con el bautismo, y puede hacernos bien volver al mismo. El bautismo nos sumergió definitivamente en la Pascua de Jesús, participamos ya de su Pasión y de su Resurrección. Allí hemos recibido nuestra Vocación, con mayúscula; esa que nada la borra, porque el bautismo es la consagración por excelencia del cristiano, ungido, quien se acerca a Dios, cara a cara, con la alegría de saberse amado y viviendo ya ahora una vida nueva, incluso con flojeras y límites.
Por otra parte, llama poderosamente la atención en este Evangelio que la persona sanada es un sordomudo. En este hecho podemos vislumbrar un punto que nos viene muy bien en la vida espiritual: el fenómeno del mutismo interior, con el cual la tentación suele sentirse como en traje cortado a su medida y se mueve a sus anchas. Sobre esto, me permito citar la regla de discernimiento de la primera semana de los Ejercicios Espirituales, la número 13, conocida como Regla del vano enamorado, que la renombro en este contexto, como “regla del chamullero”, entendiendo por “chamullar” ese fenómeno que es cercano a lo que entendemos como “engañar”. Precisamente, la Real Academia Española define como “chamullero” a aquel que “habitualmente utiliza expresiones confusas para desorientar a su interlocutor.” Así es el mal espíritu cuando nos tienta. Pero, en concreto, lo que se expresa en la Regla es un dato clave para derribar la tentación, conteniendo en la mente de San Ignacio una verdadera táctica, un “modo de proceder”. Dice así:
«[El mal espíritu] se hace como vano enamorado en querer ser secreto y no descubierto. Porque, así como el hombre vano que, hablando a mala parte, requiere a una hija de un buen padre o a una mujer de buen marido, quiere que sus palabras y sus acciones sean secretas; y el contrario le displace mucho [disgusta], cuando la hija al padre o la mujer al marido descubre sus vanas palabras e intención depravada, porque fácilmente colige [concluye] que no podrá salir con la empresa comenzada: de la misma manera, cuando el enemigo de natura humana trae sus astucias y suasiones al alma justa, quiere y desea que sean recibidas y tenidas en secreto; más cuando las descubre a su buen confesor, o a otra persona espiritual que conozca sus engaños y malicias, mucho le pesa; porque colige [concluye] que no podrá salir con su malicia comenzada, en ser descubiertos sus engaños manifiestos.» (San Ignacio. Ejercicios Espirituales. n. 326).
El milagro de oír y hablar es clave para vencer la tentación, y es válido para nuestra vida: El enemigo es hábil para chamullarnos y fomentar el mutismo y la sordera interior, que por lo general está mediada por la vergüenza: Si el resto se entera de la tentación que tengo,… ¡qué desastre! Cuando estamos bajo el efecto de la tentación, lo primero que nos pasa es que no solemos querer hablar de aquello que nos tienta. Clave para animarnos a vencer la tentación es hablar y oír, pero en el contexto y con la persona adecuada. La observación de Ignacio es totalmente vigente: El espacio del Sacramento de la Reconciliación y del Acompañamiento espiritual – espacios que por definición pertenecen a Dios, por eso son tan privados- ayudan a que la tentación quede vencida, por la única y sencilla razón de que queda descubierta, desenmascarada y uno mismo se escucha y se libera con la gracia. Quizá podamos preguntarnos: ¿Qué cosas no quiero a hablar y me dejan en el hermetismo, siempre tan tóxico, que no libera? Vivimos aturdidos, en una realidad donde los sordos abundan… y también los mudos para el anuncio del Amor. Podríamos aventurarnos a resumirlo así: ¿Querés vencer a la tentación? Entonces animate a hablar. Dios hará lo suyo.
El sordomudo recupera el habla, vuelve a comunicarse. Y eso provoca en la gente esa exclamación llena de sorpresa y asombro maravilloso, es lo que dicen del Señor: Todo lo ha hecho bien. Y así es Jesús: Todo lo hace bien, en tu vida, en la mía, en la de los que luchamos por abrirnos a seguirlo, a veces con algún raspón del camino. Y lo hace bien a su manera, con sus gestos y su estilo.
Pidamos en este domingo a la Virgen Santísima, que habrá enseñado a Jesús el arte espiritual de ser cercano al dolor y a la vida de los demás, que nos ayude a ser transparentes para hablar y derrocar la tentación del hermetismo… y también para oír a nuestros hermanos.
Fuente: Red Juvenil Ignaciana Santa Fe