¿Cómo es Crecer en la Vida de Fe?

El modo en que vivimos la fe cambia con nosotros y nuestro proceso de crecimiento a lo largo de la vida.

Por Emmanuel Sicre SJ

En nuestra vida, a medida que vamos creciendo, es necesario cotejar que la fe vaya al ritmo de los cambios que experimentamos a todo nivel: corporal, mental, moral, psicológico, social, etc. ¿Qué significa esto? Que no lleguemos a ser adultos con fe infantil, por ejemplo, o que no le pidamos a un niño que viva la fe como una persona experimentada, o que le exijamos a un adolescente que no haga crisis de su imagen de Dios por miedo a que deje de creer.

La fe es una dimensión humana, dinámica y personal, heredada que crece junto a la comunidad/familia que convive con la presencia viva de Dios en medio de ella. Sin comunicación de la fe no hay fe porque la fe es la comunicación que Dios hace de su propia vida al hombre. Es decir, la relación que Dios establece con nosotros haciéndonos experimentar su amor nos abre al misterio de confiar en él.

En efecto, se trata de vivir de manera fecunda los cambios que experimentamos en nuestras etapas de la vida junto con la experiencia religiosa del Dios de Jesús. Y es que ese Dios nos acompaña de manera real en cada momento de nuestro caminar por este mundo y está bogando porque crezcamos sanamente, superando las crisis y dándonos sentido a cada cosa que vivimos. Pero, ¿cómo es una actitud madura de fe?

Una actitud madura de fe encuentra que la realidad está habitada por el Espíritu de Dios y no se escandaliza de la libertad del hombre, sino sólo con aquello que atenta contra la dignidad de cualquier criatura. Quien va madurando en la fe ha logrado descubrir que la ley es una amiga en la que apoyarse en determinados momentos, pero se rige principalmente por la voz del espíritu del amor que susurra en su conciencia y lo invita a discernir siempre de la mano con otros. Por eso, la actitud madura no se casa con ninguna ideología y supera las polaridades meditando en su intimidad qué es lo que está en favor de la vida real habitada por Dios. Es una actitud que discierne, por eso relativiza lo inmediato y toma distancia para saber que todo le es lícito, pero no todo le es conveniente, como enseña san Pablo (1Co 10, 23).

La madurez espiritual se reconoce en una mirada sabia que distingue las dificultades de las posibilidades, que no transa con el error, pero que comprende profundamente a quien se equivoca porque conoce su propia fragilidad, y no podría juzgar mal a nadie dado que se siente incapaz. Es una hermosa actitud de compasión por el otro y por sí mismo que termina por hacer lo que Dios hace.

La actitud madura, pues, está abierta a las diversas personalidades y no ve que ninguna sea superior a otra, las encuentra ubicadas en sus múltiples sitios en favor de la existencia humana, aun cuando esto le demande una paciencia infinita. Por eso, aborrece la división y busca la armonía en el amor más allá de las diferentes opciones que cada uno va tomando en la vida. En esto consiste su humildad. Comprende, también, de modo equilibrado y en libertad, la necesaria institucionalidad de los grupos humanos. Es una actitud que toma conciencia de las deficiencias que tiene toda realidad, pero no se queja como si fuera imposible vivir con la carencia. La acepta y convive sanamente con la duda y la incertidumbre, hasta con humor. Por ello, genera respaldo y apertura en donde se desenvuelve.

Ritualmente logra acoger el misterio de la comunicación espiritual que se da en los múltiples símbolos religiosos, en la liturgia celebrada, en la fiesta y en el sufrimiento compartido con los más débiles. Asume sin problemas la dimensión antropológica del hombre que lo hace un ser ritual. Es capaz de distinguir en una imagen, en una expresión artística o metafórica una referencia a algo que está ahí, pero, al mismo tiempo, va más allá. Es decir, logra trascender lo meramente racional para entregarse afectivamente a una experiencia que no siempre controla, pero lo involucra en una dinámica abrasadora.

Un rasgo profético propio de la actitud madura de un creyente es la confianza. Confía en que es el Dios de la historia el que acompaña al hombre en su camino. Confía en los procesos lentos, amplios, serenos que marcan los hitos en la vida. Confía en el hombre, en su capacidad de pedir perdón, de animarse a ser mejor, en su solidaridad. Confía en que será parte de una historia y no su dueño, de ahí que pueda comprometerse con los demás en el tiempo. Confía en Jesucristo que vino a rescatar a todo hombre existente sobre la Tierra para llenarlo de vida y felicidad, y cuenta con él para llevarlo a cabo.

Por último, existe en la persona que va madurando en la fe un sentido creciente de la gratuidad en el amor. Ama sin poseer al otro, por eso se entrega sin esperar nada a cambio para sí, sino para los demás. La persona con una fe así se convierte en un servidor fiel que no manipula con su servicio, sino que acepta darse sin condiciones hasta perder parte de su ser para encontrarse plenamente vivo en esa donación de sí. ¿Acaso no nos recuerda esto a Cristo? Pues sí, una fe que madura poco a poco ha logrado en la persona que el proceso de cristificación se encarne transformándolo en otro Cristo capaz de hacer presente la fuerza arrolladora del espíritu que hace del mundo un lugar y un tiempo más justo, más pacífico y más humano para cada uno de nosotros.

Fuente: Blog Pequeñeces

‘Sentir y Gustar de las Cosas Internamente’ [EE 2]

Una reflexión sobre este lema ignaciano a la luz de la experiencia de Ignacio.

Por Mari Luz de la Hormaza, ACI

Este aforismo se encuentra al final de la 2ª anotación [EE 2] en la que Ignacio pone de relieve la importancia de la interiorización, y lo hace en los términos siguientes: “No el mucho saber harta y satisface al anima, mas el sentir y gustar de las cosas internamente”. Es una invitación a pararse a gustar y sentir, pues los Ejercicios son tiempo de encuentro, tiempo de “estar”, tiempo de conocer con el corazón. Esto no significa minusvalorar las dimensiones racionales o intelectuales del sujeto, sino que el sujeto las ha de articular con las afectivas… La experiencia le ha enseñado a Ignacio que lo que está atravesado por el mundo de los afectos es más hondo, más profundo y por lo tanto lleva más fácilmente a la persona a un camino de conversión.

El sentir hace referencia a componentes espirituales, pero también a otros más de carácter psíquico, psicológico. Sentir internamente nos remite al mundo de la sensibilidad y por tanto nos habla de una oración, de una experiencia espiritual integrada en la que participa de la dimensión corporal. Gustar hace referencia al mundo de la consolación, el gustar y sentir de las cosas internamente es un camino de percibir y aprender a reconocer la acción del espíritu en uno mismo. Por ello hay que partir de las propias mociones siguiendo las reglas que propone Ignacio. [EE 227]

Sentir, nos proporciona un material rico sobre el que poder discernir, nos proporciona las mociones que nos van mostrando por dónde nos va llevando el Dios de la vida y de la historia, nos ayuda a descubrir el paso de Dios por la vida concreta del ejercitante.

Para que esto sea así se necesita un buen clima de silencio. Sin silencio y sin tiempo tranquilo no hay posibilidad de encuentro hondo. Se trata de apartarse de todo lo que pueda condicionar la libertad y distraer de lo fundamental que es acercarse y llegar a su Criador y Señor, llegándose así al conocimiento interno (personal) y vital del Señor Jesús. El fin del conocimiento interno es crecer en el amor… Solo quien es capaz de gustar y sentir podrá llegar al conocimiento del Señor que por mí se ha hecho hombre para que más le ame y le siga. [EE 104]

Cuando el sentir y gustar nos lleva al conocimiento interno es cuando el creyente se convierte en testigo vivo, en discípulo obediente de la voluntad del Padre, que consiste en que el hombre viva.

El conocimiento que se da en el “corazón” -en el centro íntimo de cada persona- es el que realmente puede satisfacer y dar sentido a una vida.

Fuente: Espiritualidad Ignaciana

Reflexión del Evangelio del Domingo 27 de Agosto

Evangelio según San Mateo 16, 13-20

Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: “¿Qué dice la gente sobre el Hijo del hombre? ¿Quién dicen que es?”. Ellos le respondieron: “Unos dicen que es Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías o alguno de los profetas”. “Y ustedes”, les preguntó, “¿quién dicen que soy?”. Tomando la palabra, Simón Pedro respondió: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Y Jesús le dijo: “Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo. Y yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la muerte no prevalecerá contra ella. Yo te daré las llaves del reino de los cielos. Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo”. Entonces ordenó severamente a sus discípulos que no dijeran a nadie que él era el Mesías.

Reflexión del Evangelio – Por Ignacio Puiggari SJ

En este pasaje del evangelio escuchamos una conversación entre Jesús y sus discípulos. En este peculiar intercambio podemos entrever también los roles de cada uno: Jesús, por una parte, queriendo escuchar y preguntando y, por el otro lado, los discípulos y Pedro respondiendo. Mirando este cuadro y volviéndonos parte de su escena, como quien se entremete en una conversación ajena, podemos preguntarle a Jesús por aquella necesidad que lo mueve a hacer esas preguntas. De seguro que la pregunta no es en él un ejercicio de vana simulación, algo así como que “te pregunto, pero en verdad ya me sé la respuesta y esto no es más que un juego narcisista y solitario”. Tampoco me parece que se trate de una crisis de identidad. Más bien lo que hay en Jesús es una búsqueda sincera por escuchar que alcanza en la respuesta de Pedro un hallazgo de gozo para él. Porque en Pedro y en su palabra inspirada se manifestó la voluntad del Padre. Recibiendo esa palabra, Jesús, el Hijo tocó una vez más lo propio de sí: ser quien acoge cuanto el Padre da de sí. Pedro, inspirado por el Espíritu, metido por el mismo Jesús en una conversación que lo sobrepasaba, tocó con su palabra, su mediación, algo de Dios; con ello, como de rebote, alcanzó lo propio de sí mismo en tanto seguidor del Señor en función de recibir lo que es del Reino y apartarse de lo que no. Y, al parecer, dicho acontecimiento fue fundacional para la Iglesia.

 Esto nos puede dar algunas pistas sobre nuestro modo de buscar. Pues, como Jesús, es posible que encontremos palabras inspiradas en las conversaciones que tengamos con los otros. Para ello, en primer lugar, es bueno procurar instancias de conversación, enriquecerlas con preguntas que nos afecten y estar atentos por si sucede, en algún momento, el goce de un hallazgo inesperado. Sabemos que en la oración, nuestra lectura del evangelio es también un modo de escuchar y conversar con Aquel que no vemos, pero con el que sí podemos intercambiar silencios y palabras. También en el género de nuestras ocupaciones diarias, en nuestras acciones, mandamos muchos mensajes y recibimos otros tantos ¿Por qué no ir hacia los otros con esta intención de hospedar también a Dios? ¿Por qué no atrevernos a descubrir lo esencial de nuestro seguimiento en los caminos que la alegría misma nos abre? En esta escucha de los acontecimientos inspirados, acaso, nos sobrevenga la gracia de una mayor orientación sobre aquello que la vida nos invita a recibir o a rechazar. En cada paso de vida, por singular que sea, algo del destino comunitario y eclesial está en juego: acertar o no con ese movimiento querido del Señor que, de un modo insospechado, comulga con el ser de la Iglesia y el de todos los seres.

 Fuente: Red Juvenil Ignaciana 

 

Magíster y Diplomado en Acompañamiento Psicoespiritual

La Universidad Alberto Hurtado abrió sus procesos de postulación a los programas 2018-2019.

El acompañamiento de personas es y ha sido un ministerio fundamental dentro de la tradición de la Iglesia y de la Compañía en particular. La ayuda personalizada y la escucha activa del otro son aportes esenciales para que las personas conozcan los movimientos interiores que los acercan a descubrir la Voluntad del Señor.

El Magíster y el Diplomado en acompañamiento psicoespiritual están orientados a agentes pastorales como sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos y laicas que estén comprometidos con la experiencia pastoral en el campo del acompañamiento de personas y que deseen tener una formación en el área de la psicología.

Para tener más información visita

Objetivos de los Programas

  • Formar acompañantes de personas con herramientas y habilidades, integrando las dimensiones psicológica y espiritual.
  • Proporcionar herramientas psicológicas para la atención y ayuda inmediata de personas en el área pastoral.
  • Entregar contenidos que ayuden a diferenciar el acompañamiento espiritual de la psicoterapia.
  • Preparar agentes pastorales capaces de poner en diálogo su dimensión de fe con una comprensión holística de la persona, en la que el componente psicológico juega un rol fundamental en el crecimiento del ser humano.
  • Comprender la tarea pastoral dentro de un marco teológico y ético que ponga de relevancia las diversas actitudes que se puede tener en una relación de ayuda.

El plan de estudios del magíster contempla la aprobación de 13 cursos teórico-prácticos, además de la elaboración de una tesis final y dos prácticas supervisadas. Los cursos corresponden a dos áreas del saber (psicología y espiritualidad) y combinan la transmisión de conocimientos básicos con la práctica pastoral de los temas específicos tratados en los cursos.

Fuente: Jesuitas Chile

Dios es Plural

La fe cristiana no es posible desde el aislamiento sino compartiéndola con otros.

¿Quién puede imaginar un club de fans o una asociación deportiva compuesta por el cantante en cuestión, o los jugadores del equipo, y yo? ¿Duraría? ¿Con quién compartir la vibración del momento en que, por privilegio especial nos (me) permiten el acceso a camerinos a por un autógrafo en persona? ¿A quién abrazar en el momento del esperado o sorprendido GOL? ¿A quién mirar transmitiendo el brillo en los ojos que expresa todo lo que bulle sin necesidad de palabras? ¡Qué tontería! No es ni imaginable porque no tiene sentido, es incompatible hablar de club de fan sin ellos, el plural lo dice por sí mismo.

No soy fan de Alejandro Sanz, aunque me gusten algunas de sus canciones, ni socia del Cádiz club de fútbol pero… ¿cuánto tiempo duraría apasionada por el Señor acudiendo sola a estar con Él, celebrando sola una Navidad o Pascua de Resurrección sin nadie que entienda las lágrimas que brotan por la emoción, o los bostezos por el sueño en alguna que otra oración…? ¡Qué tontería! No es imaginable si quiera, porque no tiene sentido, es incompatible hablar de Dios sin hablar de más de uno, de humanidad, de relaciones, de afectividad de… pues ¿qué estamos celebrando sino el regalo y la sorpresa de encontrarle, unidos, en la encarnación? Es incompatible hablar de Dios y no hablar al mismo tiempo de Iglesia.

¿Quién soy? Desde la encarnación “el nosotros de Dios”… y el plural vuelve a hablar por sí mismo. ¿A quién pertenezco, cuáles son mis raíces? No hay que inventarlas, sólo recordar que bajo tierra están, y desde ahí dándonos vida, manteniendo y sosteniendo nuestro ser, nuestra identidad. Ese es su sitio, y como la cabeza la solemos llevar bastante alta, vemos que hay horizonte sí, pero porque hay tierra, hay esperanza sí, pero porque hay raíz, hay sueños sí, pero porque hay savia. Sólo hay que parar, escuchar y reconocerlo: Iglesia. Sé que soy Iglesia, siempre lo he “sabido” ¿experiencias de Iglesia? las que me hacen sentir en casa, las que hacen vibrar, templar y sonreír a mi raíz ¿A quién pertenezco? A la Iglesia. Lo sé.

Y es que tiene su lógica. “Cuando dos o más se reúnen…” (deporte, asociación, peña de carnaval o de caza) da gusto pasar cerca y respirar la vibración que desprenden, el olor, el sabor, el ruido, la música… porque comen y beben juntos, ríen y cantan juntos, celebran y sufren juntos, luchan juntos, buscan y encuentran juntos (la lotería la han jugado juntos, la repartirán juntos si les toca y seguramente la gastarán juntos) Y es que tiene su lógica. Ese juntos es el Señor, el que moviliza y hace VIDA desde la raíz. Siempre nos han exhortado a levantar la cabeza, llevarla alta y no como un avestruz (pobre animal…qué nos ha hecho él) Hoy te invito a imitarle de vez en cuando, agacha la cabeza hasta que se hunda en la tierra y ahí encuéntrate con tu raíz, nuestra raíz ¡es el Señor! Y déjate sorprender porque ahí, abajo, hay un núcleo, un centro, sólo uno, y para todos. Descúbrelo, o haz memoria y RECREALO.

Fuente: Pastoral SJ

S. Alberto Hurtado SJ: Hay que Darse con una Sonrisa

Una Reflexión sobre San Alberto Hurtado y su capacidad de llegar y motivar los corazones de las personas para ponerse al servicio.

¿Cuál fue la magia del Padre Hurtado? ¿Dónde radicaba esa fuerza que movía los corazones? Sin duda, en su relación personal con Jesús. En un amor apasionado por ser otro Cristo.

¿Pero cuál era su arma secreta para entrar en los corazones? Algunos podrán decir que es una ingenuidad o una nimiedad. Creo que mucho de lo que hizo se jugó en su sonrisa. Sí, en esa sonrisa transparente –tal vez, la sonrisa de Dios-, esa sonrisa que abría los corazones, derribaba cualquier obstáculo, espantaba las penas, unía a las personas.

“¡Contento, Señor, contento!” No es la alegría ingenua de quien parece no darse cuenta de las cosas, de los dolores y de las carencias de los demás y pasa por la vida sin afectarse con nada. No, la del Padre Hurtado, es la alegría de quien acepta su vida, reconoce los regalos recibidos, no esconde sus dolores, pero pone toda su confianza en el amor bondadoso y paterno-materno de Dios.

“¡No sólo hay que darse, sino darse con la sonrisa!” Acá hay tanto que aprender. Quien está así de contento, buscará por todos los medios transmitir esa convicción. Eso es lo que hacía el Padre Hurtado. Por eso su energía incansable. Quería contagiar su alegría, la dicha que sentía por dentro. Compartirla, especialmente, con los que más desfavorecidos.

Es la alegría de Cristo resucitado: porque conoce el dolor, porque lo ha vivido y se ha dejado afectar por él, es capaz de consolar.

“¡Contento, Señor, contento!” es la expresión del que está consolado con quien se es, y antes de manifestar una queja, un lamento, encuentra muchas razones para agradecer. Solo quien tiene esta experiencia interna, se volcará a servir enteramente a los demás, no importando lo que haya que hacer. Hasta que no se produce esta experiencia, uno gasta tiempo en sí mismo, porque toda la atención está puesta en la propia búsqueda o necesidad.

Qué gran cosa sería si a todos se nos viera contentos. No con la alegría impuesta, fingida. No con esa máscara que a veces nos ponemos y nos hace aparecer con un rictus que acalambra el rostro, sino la alegría que nace de un corazón que se siente amado aún en medio de las dificultades.

Que San Alberto nos ayude en este camino.

Fuente: Fundación Manos Abiertas

S. Alberto Hurtado SJ: ‘¿Cómo Vivir la Vida?’

En el día de San Alberto Hurtado, compartimos un fragmento de uno de sus escritos más populares.

¿Cómo vivir por tanto, mi Vida?

En espíritu de fe. Lo que supone antes que nada comprensión de que Dios es Dios y yo soy yo. Que él lo es todo, la primera, la grande, la inmensa realidad nunca pasada de moda. El primer sitio es el suyo: a su luz deberá mirar todas las demás cosas. La grandeza inmensa de Dios dominando los mundos todos, los hombres, mi vida y tratando de tener los oídos abiertos para conocer su santísima voluntad, norma de toda mi vida. Para el sacerdote lo mismo que para el seglar esta voluntad divina es la suprema realidad.

1.- La voluntad de Dios es nuestra santificación. Hambre y sed de justicia, de santidad. En la jerarquía de amores o valores, lo primero mi santificación, a velas desplegadas, a pesar de vivir en el siglo XX, o mejor santificándome en el siglo XX y santificando el siglo XX. Y esto no es problema de prácticas, más o menos: es problema de pedir, suplicar, clamar al Señor, el serle fiel en lo grande y en lo chico y la resolución de poner por obra sus inspiraciones y de organizar mi vida en forma que mi santificación sea una gran realidad.

2.- Un gran amor a Cristo, autor y modelo de nuestra santificación. Contemplar con amor su vida para copiar en la mía sus rasgos, para seguir sus consejos, que son dados para el siglo XX, para mí. Y con inmenso valor -eso es tener fe- arrojar la red, lanzarme a realizar el plan de Cristo por más difícil que me parezca…. por más que me asisten temores… con la consulta prudente para determinadas resoluciones. Seguir a Cristo y realizar sus designios sobre mí.

Mi ideal central es ser otro Cristo, obrar como él, dar a cada problema su solución. El cuadro de mi vida será aquél en que la Divina Providencia me ha colocado, con mis deberes de estado, pero todo realizado cayendo en la cuenta de que Cristo y yo somos uno: que trabajamos.

Entre los deseos más queridos de Cristo está el de que amemos a nuestros hermanos con el mismo amor que él demostró por ellos. Por eso mi vida cristiana, ha de estar llena de celo apostólico, del deseo de ayudar a los demás, de dar más alegría, de hacer más feliz este mundo. No sólo “nota” apostólica sino consagración entera en mi espíritu y en las obras. Una vida sin compartimentos, sin jubilación, sin jornada de ocho o doce horas.

Toda la vida entera y siempre para vivir la vida de Cristo. Al avanzar en años disminuye el ritmo vital, el idealismo primero es menos intenso, pero por la fe no disminuirá en nada la consagración de mi vida a Cristo. Y esto en cualquier género de trabajo. Lo normal en la vida cristiana, al contrario del Ejército, es que al avanzar en años se ocupan puestos secundarios… Eso no influye en nada. ¡Para lo que Cristo quiera servirse de mí!

3.- Y esta vida de fe, que es sustancialmente un amor alimentado por una intensa vida interior: vida de oración, vida de meditación, vida de sacramentos, vida de ejercicios, vida de lectura espiritual, de amistades espirituales, de ambiente espiritual para poder, sin salir del mundo, ser sal del mundo y su luz.

4.- Así tendremos el cristiano que el siglo XX necesita, realista y santo. Una legión de éstos salvará la humanidad.

Fuente: CPAL SJ

Las Cartas de San Ignacio

La espiritualidad de Ignacio se refleja en las miles de cartas enviadas a diferentes personas a lo largo de su tiempo en la Compañía.

La comunicación por carta ha sido uno de los medios de comunicación más importantes en muchos períodos de la historia,  hoy superado por otros muchos más rápidos y atractivos. Precisamente Ignacio de Loyola vivió en una época (el siglo XVI) donde dicha comunicación estaba en pleno apogeo. Él fue uno de los grandes escribanos de la época, pues se conservan unas siete mil cartas amén de otras muchas que se perdieron.

En su epistolario llama la atención la variedad de personajes con los que se comunicó por este medio, tanto de los altos estamentos civiles (Carlos V, Felipe II, Juan  III de Portugal…), como religiosos (Papas, obispos, cardenales…), tanto con personajes posteriormente santos (Francisco de Borja, Francisco Javier, Pedro Canisio, Juan de Ávila,…), como con mujeres laicas (Inés Pascual, Isabel Roser…), tanto con religiosas de clausura (Teresa Rejadell,…) como con jesuitas esparcidos ya por medio mundo sin que falten las dirigidas a familiares y amigos.

El estudio a fondo de las cartas ha  puesto de manifiesto la importancia de su espiritualidad formulada especialmente en el libro de los Ejercicios y en las Constituciones y  su capacidad para iluminar desde ella las mil y una situaciones que le iban presentando la gran variedad de destinatarios de las mismas. Sin duda alguna fue uno de los medios más importantes por el que canalizó su preocupación apostólica de “ayudar a las ánimas”.

Hoy diríamos que Ignacio fue un gran comunicador a la vez que un gran acompañante, cualidades que le han convertido en un auténtico “líder espiritual”.  Liderazgo envuelto en una característica esencial de su personalidad –tanto humana como espiritual- que fue la discreción con la que trataba a cada persona, adentrándose con delicadeza en su interior y procurando dejar a la persona con quien trataba pacificada y consolada. Hoy que se valora tanto el acompañamiento espiritual, tenemos en Ignacio un auténtico maestro del mismo. Pues han cambiado los medios de hacerlo pero persisten algunas constantes que Ignacio cultivó de un modo especial.

Fuente: Espiritualidad Ignaciana

Instrumento en sus Manos

Dejarse en manos de Dios para que haga de nosotros una obra de arte

Por Angel Benítez Donoso, SJ

De entre todos los instrumentos musicales no hay ninguno que se pueda comparar al violín: sus curvas elegantes, su fino mástil culminado en la bella voluta y sus cuatro cuerdas de las que brotan inigualables melodías cuando se desliza sobre ellas el arco. Pero por más que lo intente, el violín por sí solo no conseguirá sacar ni una sola nota. Se retorcerá y luchará toda la noche pero de sus cuerdas no saldrá un solo sonido. Y es que el violín parece haber olvidado que es un instrumento, el más bello de todos ellos pero instrumento al fin y al cabo.

Todo violín necesita de las manos del artista, ese músico que lo conoce a la perfección, que lo quiere y lo cuida con esmero. En sus manos el violín es capaz de interpretar las más bellas sinfonías que se han escrito en la historia de la música pero sin él no es más que otro trozo de madera. Si el violín se empeña, y hay violines muy tercos, acabará por desafinarse, o incluso puede que rompa alguna de sus cuerdas, pero jamás conseguirá por sí solo sacar un sonido de entre sus cuerdas.

En algunas ocasiones al violín le toca ser solista y de pronto todos los focos recaen sobre él, otras aparece en cuarteto y entonces debe aprender a acompasarse con el chelo y la viola, pero la mayoría de las veces se encuentra en medio de una orquesta, pasando más desadvertido pero disfrutando también de la variedad de instrumentos que la componen y de la aportación imprescindible de cada uno de ellos. Lo que nunca se ha visto y nunca se verá es a un violín sin su músico.

No luches, no te desafines, deja que sea el artista el que haga vibrar tus cuerdas, conviértete en instrumento en sus manos.

Fuente: Pastoral SJ

 

Reflexión del Evangelio – Domingo 13 de Agosto

Evangelio según San Mateo 14, 22-33

Después de la multiplicación de los panes, Jesús obligó a los discípulos que subieran a la barca y pasaran antes que él a la otra orilla, mientras él despedía a la multitud. Después, subió a la montaña para orar a solas. Y al atardecer, todavía estaba allí, solo. La barca ya estaba muy lejos de la costa, sacudida por las olas, porque tenían viento en contra. A la madrugada, Jesús fue hacia ellos, caminando sobre el mar. Los discípulos, al verlo caminar sobre el mar, se asustaron. “Es un fantasma”, dijeron, y llenos de temor se pusieron a gritar. Pero Jesús les dijo: “Tranquilícense, soy yo; no teman”. Entonces Pedro le respondió: “Señor, si eres tú, mándame ir a tu encuentro sobre el agua”. “Ven”, le dijo Jesús. Y Pedro, bajando de la barca, comenzó a caminar sobre el agua en dirección a él. Pero, al ver la violencia del viento, tuvo miedo, y como empezaba a hundirse, gritó: “Señor, sálvame”. En seguida, Jesús le tendió la mano y lo sostuvo, mientras le decía: “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?”. En cuanto subieron a la barca, el viento se calmó. Los que estaban en ella se postraron ante él, diciendo: “Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios”.

Reflexión del Evangelio – Por Julio Villavicencio SJ

Hay pasajes del Evangelio que son claros, lo dicen todo y más de lo que solo presentan. En esta oportunidad tenemos uno de esos pasajes. Sin embargo, me gustaría enfocar dos aspectos de este riquísimo pasaje en imágenes y acciones del Señor. Los dos enfoques que propongo son, la invitación del Señor y el grito de Pedro en la experiencia de su miedo.

Creo que universalmente estamos invitados al encuentro con el Señor. Este Jesús que aparece en las tinieblas, en medio de un viento en contra e invita a ir hacia a él a Pedro. No sé si alguno de ustedes ha estado alguna vez remando con viento en contra. Es agotador y angustiante. Uno no puede descansar ni un segundo porque retrocede lo poco que ha avanzado. Y lo que uno avanza, transpirando, casi sin aire, con los músculos hinchados de tanta fuerza, es realmente muy poco. Tan poco que uno cree que no avanza nada y que todo lo que está haciendo es en vano ¿Alguna vez sentiste esto en tu vida? ¿Sentiste que tus fuerzas no daban más? ¿Que ese problema que te desgasta, que te deja angustiado parece que te está venciendo? ¿Qué por más que te esfuerces ante esa situación, pareciera que todo es en vano? No saldrás nunca de ese lugar. Pues bien, es muy probable que esa haya sido la sensación de los apóstoles. Están remando contra el viento y sus fuerzas están a prueba. Es en ese preciso momento, en esa angustia que a veces sentimos, que aparece el salvador. Aparece Jesús. Lo curioso es que en un principio, no hace que el viento o la dificultad deje de soplar. El viento sigue ahí, el miedo está ahí. Sin embargo él está y le dice a Pedro “ven”. Ahí las fuerzas de Pedro ya no son puestas a prueba, sino que lo que entra en juego es su fe. Sí el cree, llegará al Señor. Cuando estés ante el miedo de la vida que parece que sopla en contra, cuando tu angustia de sentir que no avanzas y estás en una “tormenta”, recuerda, ahí, en medio de esas olas, y de esas tinieblas, está Jesús y te llama a tener fe. A sostenerte por encima de tu miedo para encontrarte con él.

Sin embargo Pedro comienza su puesta en fe, pero no resiste. Aún no es el Pedro que dará su vida por el Evangelio en medio del Imperio romano. Está en medio de una fe que está madurando. Aún así lo intenta, tal vez con más valor personal que con fe. Pero su valor no alcanzó y su fe pronto se achico ante la tormenta. Pedro siente que se está hundiendo. Entonces pasa algo que a veces no tenemos en cuenta. La fe de Pedro no alcanzó, su valor no alcanzó. Nuestra fe a veces no nos alcanza, nuestro valor se nos escapa como arena por nuestras manos y sucede la misericordia del Señor. Jesús rescata a Pedro. No cree que podrá caminar por sobre las aguas, y sin embargo tiene un último aliento para suplicar al “Señor, sálvame”. Y Jesús que ha estado en medio de la tormenta esperándolo, “extendió la mano, lo agarró”.

Creo que aquí vemos dos movimientos, la fe a la que nos invita Jesús y la misericordia del Señor. Ojalá que cuando nuestras fuerzas no den más, y nuestra fe sea haga pequeñita ante los miedos que soplan fuerte, tengamos esa mezcla de amor y humildad de Pedro y podamos gritar desde lo más profundo de nuestra humanidad, desde el límite, “Señor, sálvame”. Y sentiremos en nuestro corazón, la mano misericordiosa de Aquél que nos ha buscado siempre en medio de nuestras tormentas, rescatándonos de nuestros miedos.

Fuente: Red Juvenil Ignaciana Santa Fe