La Palabra que la Conferencia de Provinciales de América Latina y el Caribe (CPAL) comparte a jesuitas y colaboradores en el mes de marzo.
Por Roberto Jaramillo Bernal, S.J. – Presidente de la CPAL
A través de la reflexión de las últimas congregaciones generales se ha ido enriqueciendo de manera generosa la comprensión de lo que significa para nosotros el “servicio de la fe y la promoción de la justicia”. Notas características de esa misión son:
- el diálogo con las culturas y las religiones diversas,
- la consciencia de participar todos – desde perspectivas y tareas diversas – en una única misión que es la de Cristo (missio Dei),
- formando comunidades de solidaridad,
- que sean manifestación de la reconciliación entre los hombres, con la creación y con Dios.
Pero, tal vez la más importante de las contribuciones de la evolución de esta reflexión sobre la misión “fe y justicia” tiene que ver con una más completa y más profunda comprensión de lo que significa la “promoción de la justicia” en términos de praxis personal e institucional, y no sólo de discurso.
Si bien en un primer momento – post CG 32 – se pensaba y se actuaba respecto de la promoción de la justicia como si la justicia viniese a tomar un lugar donde terminaba la caridad, hoy por hoy (especialmente después de la CG 36) la noción de justicia se ha enriquecido tanto que se puede afirmar que es la caridad verdadera la que comienza donde termina la justicia. Así las cosas, la profunda y verdadera reconciliación en la justicia que nace y se alimenta de la fe va mucho más allá que la justicia que no está informada por el amor cristiano.
El P. Arrupe insistía en que, si bien es posible abusar de la caridad haciendo de ella un subterfugio de la injusticia, «no se puede hacer justicia sin amor. Ni siquiera se puede prescindir del amor cuando se resiste a la injusticia, puesto que la universalidad del amor es por deseo de Cristo un mandato sin excepciones» (Arraigados y cimentados en la caridad, 1981, no. 56). Por eso, “nuestro apostolado social, nuestra lucha por la justicia, es algo muy distinto, muy superior, a cualquier tipo de promoción meramente humana y supera esencialmente cualquier concepción filantrópica, sociológica o política: porque nos mueve a ello el amor de Dios en sí mismo y el amor a Dios en los hombres, y en ese sentido, es obra eminentemente apostólica y, como tal, plena y absolutamente jesuítica en el más riguroso sentido de nuestro carisma”.
El papa Francisco ha colocado esta realidad en el centro de su proclamación de la Buena Nueva: el principio de la misericordia no es otra cosa que la justicia del evangelio llevada a sus extremos, máxima manifestación de la caridad: amar como Dios nos ama, entregando todo por aquel y aquello que, antes de ese rescate, estaba perdido. La justicia que nace de la fe se identifica con la acción misericordiosa de Dios que redime a todos.
Uno de los pasajes evangélicos paradigmáticos de esta dinámica del amor que se hace justicia y de la tensión que conlleva en términos de generosidad y de eficacia, de compromiso y de gratuidad, es la parábola del herido en el camino y del hombre que se compadece de él (Lc 10, 27-37). El extranjero vio el malherido al borde del camino, se detuvo, se apeó de su cabalgadura, se acercó, lo tocó, le curó con su aceite, le dio a beber de su vino, vendó sus heridas, lo cargó en su caballo y lo condujo al albergue, cuidó de él toda la noche, pagó sus gastos y proveyó por su futuro; y no es gratuito que Jesús en su parábola indique que quien hizo esto fue un Samaritano mientras que otros, un sacerdote que bajaba del templo y un levita (experto en la ley), no hicieron nada por él.
Porque el ejercicio de la misericordia (que es la manifestación máxima de la justicia) es una decisión positiva que construye algo nuevo desde donde la justicia no existe, donde el respeto no se manifiesta, donde la reconciliación es impensable. Allí donde el injustamente tratado no es injusto, el violentado en su dignidad no es violento, el despreciado no desprecia, el excluido no excluye, el perseguido no persigue, el calumniado no difama, el engañado no miente, el ofendido no ofende, el condenado no condena, allí se manifiesta perfectamente (divinamente) la tensión entre generosidad y eficacia, entre compromiso y gratuidad.
En el ejemplo (obras) y enseñanza (palabras) de San Ignacio de Loyola podemos encontrar con claridad esta tensión dinámica entre la generosidad (gratuidad) y la eficacia. San Ignacio sabe que “el amor hay que ponerlo más en las obras que en las palabras” e insiste en ello en uno de los pasajes más típicos de los ejercicios espirituales (Ad amorem), cuando el ejercitante ya ha pasado por un proceso cuidadoso de depuración y purificación de su respuesta a El Amor. Entretanto, en los escritos en que da orientaciones para el día a día de la Compañía de Jesús insiste repetidamente en la necesidad de vivir en la “caridad discreta”, en la caridad “discernida”, en la caridad “ordenada”, en la caridad “particular”, en la caridad “verdadera” dando muestras con estos y otros adjetivos de que no todo ejercicio de la caridad es aquel que conduce a tomar las mejores decisiones y a hacer real (realizar) el amor de Dios y el amor a Dios.
Esa tensión creativa que supone amar eficazmente, con todas las consecuencias que ambas dimensiones exigen queda plasmada en la célebre frase “hacerlo todo como si sólo dependiera de nosotros y esperarlo todo como si sólo dependiera de Dios”.