Contemplaciones SJ – A una nueva pesca

Contemplación del encuentro de Pedro, Santiago y Juan con Jesús – Lc 5, 1 – 11.

Por Joaquín Cayetano Taberas SJ

El sol de la mañana ya empieza a calentar. El viento parece despertar. El olor a agua se mezcla con los vapores de la tierra. Es una mañana como cualquier otra en el pequeño mar de galilea.

Algunas barcas comienzan a llegar a la orilla: son pescadores. Pescadores que vuelven con las redes vacías. El desaliento se trasparenta en sus caras cansadas de haber estado trabajando toda la noche. A uno de ellos, que llaman Simón, se lo ve aún más desalentado que a los demás. Por su aspecto, se nota que es el mayor de todos. Su modo de conducirse y el modo en que los demás lo tratan, deja entrever que es una especie de líder dentro de su grupo.

De repente, comienza a acercarse una tumultuosa muchedumbre que irrumpe la paz de esa mañana. La gente que llega se agolpa alrededor de un hombre que hasta no hace mucho caminaba tranquilo por las orillas. Ese hombre trasmite algo especial. Sus ojos… sus ojos te hacen sentir mirado. Tiene una de esas caras que parece conocida. Al verlo, uno siente que lo conoce desde siempre.

Tiene una sonrisa que abraza. Y palabras fuertes y sinceras que llegan al corazón. La gente lo llama maestro, y algunos lo llaman Jesús. Al verse rodeado de tantas personas, el que llaman Jesús pide prestada la barca los pescadores. Alejándose un poco de la orilla, comienza a enseñar.

Una vez que terminada su plática Jesús mira a Simón que sigue masticando el fracaso en la pesca de la noche. Le dice que reme un poco más adentro y eche las redes. “Maestro, estamos cansados, toda la noche estuvimos trabajando y no sacamos nada, no tiene sentido ir a echar las redes a esta hora de la mañana” Simón está cansado y convencido de lo que dice. Sin embargo, al levantar la mirada se encuentra con la de Jesús. Esa mirada lo interpela. Se siente comprendido. Alentado. “Pero si tú lo dices, maestro, echaremos las redes” le dice entonces.

Y así se alejan de la orilla remando despacito

A unos doscientos metros de la orilla, Jesús les dice que echen las redes. Se cruzan miradas de desconcierto, de burla, de enojo. ¡Allí nunca se pesca nada! Es necesario ir más adentro para poder pescar. Cualquier pescador lo sabe. Pese a la mala predisposición, echan allí las redes. En el momento en que éstas terminan de descender, comienza a sentirse como la barca se inclina.

¡No lo pueden creer! ¡la red rebalsa de peces! Gritan a sus compañeros de la orilla para que vengan a ayudar. Ríen, aúllan, a alguno se le escapa una lágrima. Sacan las redes y las barcas se llenan tanto que apenas pueden mantenerse a flote. Ninguno recuerda haber tenido una pesca tan buena. Jesús trabaja como un pescador más y disfruta con ellos.

Entre que terminan de sacar las redes y empiezan a remar hacia la costa, comienzan a caer en la cuenta de lo que les acaba de pasar. Esta pesca no era obra de sus habilidades como pescadores; ni era gracias a la bonanza del mar.

Además, se sienten distintos. Extrañamente radiantes. Extrañamente contentos. Llenos de plenitud, como nunca antes lo habían sentido. Simón es quien primero cae en la cuenta. Sin dudarlo, se tira a los pies de Jesús y los abraza. Con los ojos llenos de lágrimas le dice: “Señor, aléjate de mí, que soy un pecador”.

Jesús toma de las manos a Pedro, lo levanta y abrazándolo le dice: “No tengas miedo amigo, de ahora en adelante vas a ser pescador de hombres”.

La barca llega a duras penas a la orilla Al llegar, los pescadores dejan lo poco que tienen. Con el corazón radiante de alegría y lleno de dudas, deciden ir con Jesús.

 

 

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