E. Sicre SJ: La Familia que Dios Quiere

En este texto, el jesuita Emmanuel Sicre, reflexiona sobre la institución del matrimonio y la familia a la luz de los Evangelios y la exhortación apostólica ‘Amoris Laetitia’.

Por Emmanuel Sicre, SJ

“Yo Seré Tu Dios, Tú serás mi pueblo” Ex 20,2

La actualidad del tema de la familia no radica en la crisis en la que se encuentra. De esto hay un muy buen análisis en la reciente Exhortación Apostólica Postsinodal Amoris Laetitia (AL), del papa Francisco, en el capítulo II: “Realidad y desafíos de las familias” [31-60]. La cuestión de la familia es un hecho social institucionalizado siempre en movimiento desde sus orígenes históricos (y mitológicos), hasta las nuevas configuraciones que hoy se ven en nuestro contexto contemporáneo. Por esta realidad perenne de la familia nos invita a la reflexión una y otra vez.

Desde el ámbito cristiano dicha reflexión toma características distintivas que la convierten en un valioso aporte a la realidad social. ¿Es acaso la familia, desde su inicio en el compromiso de los esposos, hasta la gran familia humana en la que todos estamos insertos, un lugar donde Dios se manifiesta? Por supuesto que sí. Ante esta evidencia, ¿qué tiene que decir la propuesta de Jesucristo, como cima de esa manifestación, al matrimonio, a la familia como núcleo de la sociedad, y a la gran familia que somos los seres humanos?

Desde la tradición del Antiguo Testamento (por ejemplo, Os 2,19) el tema de la esponsalidad, constitutivo de la familia, se viene elaborando en relación al Pueblo de Dios. Los escritos de los profetas, entre otros, manifiestan la experiencia del amor conyugal que es imagen del amor salvador de Dios, constituyendo un sacramento de alianza entre Dios y su Pueblo. Así es como se va perfilando la identidad del amor en la familia desde la esponsalidad en la tradición judeocristiana, donde la relación Iglesia-Cristo es fuente desde la que el matrimonio funda la familia.

Sin embargo, como afirma el jesuita psicólogo y teólogo Carlos Domínguez Morano, “la posición de Jesús frente a la familia resulta sorprendente e incluso desconcertante. Acostumbrados como estamos a considerar la familia como una institución intocable, muchos textos de los Evangelios suponen unos choques estridentes para nuestra sensibilidad. Perdemos de vista que, para Jesús, la familia no es (como muchas veces para nosotros) lo más sacrosanto, ni un espacio que hay que defender a toda costa como una obligación absoluta y sagrada”.

Ante un cuestionamiento como este surge entonces la pregunta: ¿cuál es la familia que Dios quiere?

La respuesta pareciera clara cuando pensamos tanto en la familia núcleo de la sociedad como en la familia humana. En efecto, Amoris Laetitia señala que “en la familia humana, reunida en Cristo, está restaurada la “imagen y semejanza” de la Santísima Trinidad (cf. Gn 1, 26), misterio del que brota todo amor verdadero (AL, 71). Por eso el amor matrimonial encuentra su fundamento en el Dios-Familia.”

Pero, ¿qué sucede cuando la familia como núcleo de la sociedad entorpece, nubla la familia humana negando su propio cimiento? Si la familia que los esposos fundan sintiera hondamente el llamado a ser parte de la gran familia humana y a la cuidara como propia, es posible que nuestra sociedad pudiera gozar de un bienestar más universal y menos excluyente. Por esto, quizá, la pastoral matrimonial tendría que orientarse desde su principio y fundamento, que es el amor de Dios por el hombre, por la humanidad entera que constituimos todos los seres de la tierra sin distinción. Y no tanto sobre el amor de los esposos que probará su fecundidad en la invitación que Dios le hace a vivir el Reino, ad intra y ad extra, podríamos agregar. Porque “la familia es el modo en que cada sociedad y civilización se perpetúa, un punto esencial para la continuidad de la historia”, y si la historia no siente el consuelo de Dios que le viene del amor aprendido en la familia, es posible que perpetúe una civilización de muerte más que una de vida. Una sociedad donde los que llegan al mundo querrán irse pronto.

Es necesario, entonces, asumir de a poco que “Jesús vino a traer un nuevo orden de relación humana al que los “lazos de carne” quedan supeditados. Queda inaugurado un nuevo modo de filiación que desplaza el orden biológico. Una nueva comunidad, la del Reino, se sitúa en el centro y son los lazos del espíritu los que se imponen sobre los “lazos de la carne”. En este sentido, el Evangelio es claro y muestra que la familia es el punto de partida para asumir las responsabilidades para con el mundo, trabajando por la justicia, la paz y el bien común.

Si la familia cristiana no es fuente de ciudadanía, por ejemplo, no hay posibilidades de que existan sociedades más fraternas, porque falta el elemento aglutinador. Si la familia cristiana forma guetos sociales, exclusivismos de clase, o marginaciones culturales, no podemos esperar que el individualismo arrasador actual disminuya, ni mucho menos que sea cuestionado por un testimonio de fraternidad universal.

Por eso, Carlos Domínguez Morano señala lúcidamente que “los lazos familiares […] van a ser utilizados por Jesús como modelo y referencia reveladora de lo que debe ser la nueva familia comunitaria. Casi todas las relaciones familiares y las relaciones humanas que tales situaciones implican, son asumidas por Jesús como situaciones ejemplares que le sirven para iluminar el significado del mensaje” del Reino.

Con esto, la relacionalidad del hombre, en tanto dimensión antropológica constitutiva, queda afectada por una apertura de sus vínculos de padre, madre, hijo y hermano. Al exigirle un tipo de relación familiar con todos los hombres, aparece una perspectiva desde la que se puede hablar entonces de una ética de la familia que quiere ser cristiana. Es decir, la ampliación de las relaciones humanas del núcleo familiar debiera dar la constitución de una gran familia humana. En la medida en que se camine hacia esta familia escatológica planteada por el mensaje de Jesucristo es que se podrá compartir un horizonte esperanzador y utópico de fraternidad.

La familia que Dios quiere es la que lo tiene a él como Padre misericordioso. Y que en el símbolo de la fiesta convoca a todos sus hijos para que se sienten a la mesa del banquete. Donde ya no haya más dolor ni sufrimiento, porque estos han sido vencidos por su nuestro Hermano mayor, Aquel que nos regaló la gracia de la filiación con su muerte y su resurrección.

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