Ejercicios Espirituales Ignacianos

Para el que quiere tocar bien un instrumento, mejorar su rendimiento físico o dominar un idioma, hacer los ejercicios es la manera adecuada de conseguir lo que se pretende. Solo la repetición, paciente y creativa, hará que el discípulo incorpore, de forma personal, el horizonte de aprendizaje que quiere conseguir; contando, claro está, con la ayuda del maestro, el entrenador, el tutor… Asimismo, el que quiere aprender a tratar a Dios «como un amigo habla a otro» [EE 54], hasta el punto de descubrir el vínculo esencial que lo
vivifica, también deberá ejercitarse.

En san Ignacio, el adjetivo «espiritual» describe lo que unifica todas las dimensiones de la persona —corporal, afectiva, racional…— y le posibilita una respuesta cada vez más plena dirigida a aquel de quien lo ha recibido todo. El ejercicio espiritual dispone mejor a que el Espíritu Santo transforme la sensibilidad, personal y colectiva, hasta generar nuevos hábitos, que acabarán configurando la vida en un diálogo de amor en Dios.

El ejercitante necesitará averiguar qué resonancias son armónicas y cuáles disonantes; unas dan gloria a Dios, las otras glorifican el ego. Con la atención bien despierta, el ejercitante se percata del pecado que lo separa de Dios. Avergonzado por haber participado pero esperanzado por volver al Padre, se prepara a recibir la dignidad de hijo, de la cual Jesucristo le hace partícipe. Porque a lo que disponen los Ejercicios Espirituales es a la admiración por la vida histórica de Jesús.

Ignacio de Loyola nos lleva imaginativamente a los escenarios y los tiempos del Jesús de Nazaret, para descubrir que mi hoy puede ser también el tiempo de Jesús, y que el sitio donde planto mis pies también puede convertirse en Tierra Santa. Habrá que contemplar imaginativamente, por ejemplo, al Jesús adolescente sentado en el templo dialogando con los sacerdotes, imaginándose qué escucharía, qué preguntaría, cómo respondería. Incluso, se podría formar parte de la escena, imaginando miradas, palabras y gestos del propio ejercitante como si estuviera presente. ¿Es esto soñar despierto o un frívolo juego de avatares? La eficacia del ejercicio se demuestra en el amor que el Espíritu Santo desvela en el ejercitante que, fruto de su oración, desea amar y servir a Dios en todo.

Sin embargo, el lugar donde los Ejercicios Espirituales invitan a regresar a menudo es al pie de la cruz de Cristo. Lugar difícil pero necesario para entenderse uno mismo y comprender lo que nos va llegando. Ante el amor ofrecido de Dios, resuenan tres preguntas, que mezclan la interpelación con la admiración: «¿Qué he hecho por el Cristo? ¿Qué hago por el Cristo? ¿Qué debo hacer por el Cristo?»

Es así como se cumple lo que pretenden los Ejercicios Espirituales que, en palabras del propio san Ignacio, son «toda manera de preparar y disponer el alma para quitar de uno todos los afectos desordenados y, habiéndolos quitado, para buscar y encontrar la voluntad divina en la disposición de su vida para la salud del alma» [EE 1].

Fuente: blog.cristianismeijusticia.net

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