El político

Una pregunta cuya respuesta intrigará a muchos: ¿En qué consiste ser un buen político?

Por Raúl González Fabre

El buen político nunca parece suficientemente radical a los radicales, ni suficientemente pragmático a los pragmáticos.

Su habilidad consiste en navegar entre dos aguas: por una parte, la visión de un futuro colectivo deseable; por otra, un presente de limitaciones pero también de posibilidades. La estructura de fondo de su tarea ya fue trazada por Platón: la política es el arte de hacer camino juntos en la dirección de una justicia que somos capaces de comprender incluso si no la encontramos en nuestra sociedad, o solo la encontramos muy parcialmente.

Cuando el ideal de justicia ha sido bien pensado, incluso si uno es individualista y por tanto poco dado a ideales colectivos, resulta algo muy ambicioso que ninguna sociedad humana alcanza. Pero él nos proporciona señales de orientación para la acción colectiva, como las estrellas orientan al navegante. El político es el líder en el camino colectivo de descubrir esas señales de cada tiempo, las direcciones y las posibilidades de la justicia en él. El político es así un líder en la acción colectiva por la que vamos definiendo y realizando la justicia que queremos para nuestra sociedad.

Por supuesto, cada grupo social, cada persona, incluido el político y su partido, tienen sus propios intereses, frecuentemente a plazos muy cortos. Así debe ser: nadie querría para esposo a un inapetente sexual, ni para empresario a una persona a la que el dinero le fuera indiferente. Como todo lo genuinamente humano, los intereses motivan a la acción de los distintos sujetos sociales; la ética de la justicia estriba en realizar esos intereses legítimos colaborando con los demás, no explotándolos.

La relación entre la justicia y los intereses de cada cual es compleja en la política genuina. Ciertamente no consiste en que el político realiza los intereses de los grupos más poderosos a costa de los demás (la “dictadura de la burguesía” o la “dictadura del proletariado”, de que hablaban los marxistas). Tampoco consiste en que el político se concentra en sus propios intereses o los de su partido, obteniendo ganancia privada del cargo público (la corrupción, de la que hablaremos en otro post). Más bien debe pensarse en dos puntos:

a. Para el político genuino, los intereses de los diferentes grupos son la arcilla; la justicia es la vasija que quiere hacer con esa arcilla. La política es así el “arte de lo posible”, que intenta componer unos con otros los intereses y las convicciones presentes en la sociedad, para generar finalmente relaciones más justas.

b. Para el político genuino, los intereses de los diferentes grupos, incluidos los suyos y los de su partido, no son inmodificables. El político no es solo líder de una acción por la justicia sino, incluso cuando no tiene el poder, es líder en un diálogo social sobre lo justo posible en cada momento. Si ese diálogo es verdadero, es decir, no propaganda, las posiciones de los diversos participantes pueden converger. Lo que parecían contradicciones de intereses (a corto plazo) se demuestran coincidencias en los intereses (a plazo más largo). Lo que era egoísmo puro puede ilustrarse con la comprensión de que finalmente me irá mejor a mí si le va mejor a todos. Los bienes comunes existen, y la justicia es uno de ellos.

Así pues, el político se halla en el terreno movedizo de acercar la realidad colectiva a un ideal de justicia, usando para ello los intereses legítimos de los diversos grupos sociales, pero sin dar esos intereses como inamovibles. Su herramienta es más la palabra que el poder, entre otras cosas porque su poder depende de que suficientes personas crean genuino el diálogo que abre con su palabra. Por eso no gusta al radical que querría llegar al poder para arreglar las cosas a mandobles. Ni gusta al pragmático que ve la discusión sobre la justicia en la sociedad como una pérdida de tiempo, y piensa que los objetivos están de suyo claros y solo hace falta un buen gestor.

Fuente: Entre Paréntesis

 

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