Pobreza Espiritual y Adoración al Padre

La primera bienaventuranza dice así: Felices los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos (Mt 5, 1-3). Como Mateo habla de los pobres “de espíritu” o de “alma” y Lucas habla de pobres simplemente, a veces surgen distinciones entre diversos tipos posibles de pobreza, si se puede ser muy pobre y tener un corazón de rico o ser muy rico y tener un corazón de pobre. Pero nuestra contemplación no debe ir por este lado. De entrada nomás es bueno darnos cuenta de que el concepto de pobreza, como el de riqueza, es esencialmente relativo. No existe una pobreza tan absoluta que uno no pueda despojarse de algo más, así como no existe una riqueza tan inmensa que uno no pueda incrementarla. Además, hay que afirmar también que el carácter comparativo de la pobreza es más complejo que el de otras bienaventuranzas: para discernirla hay que relacionar la actitud interior y los bienes externos que posee, considerar la sociedad y la cultura en la que se vive, relacionar lo que uno posee y lo que da, pero también ha que tener en cuenta lo que uno ha recibido, lo que tiene que usar para trabajar y lo que sería solo lujo…Y así. No es fácil saber quién es digno de esta bienaventuranza. Lo mejor es considerar que nos falta ser más pobres y volver a pedir la gracia cada día. Pero hay un camino fácil para volverse más pobre de alma y va más por el lado de las preferencias que de los despojos. Va por el lado del que vende todo para comprar el campo del tesoro y la perla. Vamos a centrar nuestra mirada en el deseo de adorar al Padre (primer mandamiento) y en los despojos que supone y da como fruto sin casi sentir el esfuerzo o la pérdida. Existe una relación hermosa y fecunda entre pobreza de alma y adoración al Padre. Es que con respecto a nuestro Padre creador, el que nos dio la vida y nos sostiene en ella, siempre somos pobres “materialmente” diríamos. Pero espiritualmente reconocernos creaturas y adorarlo con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con todas nuestras fuerzas, es una opción libre. En este sentido, pobre de alma es el publicano y no el fariseo. Es el que religiosamente se siente como el publicano, pecador, necesitado de que Dios lo perdone y tenga piedad de él. Pobre de alma es nuestra Señora quien, al no haber en ella pecado, el sentimiento de su pequeñez y de deberle todo a Dios se convierte en pura alabanza, en adoración llena de alegría y deseo de glorificar a Dios. Al contemplar la bienaventuranza de la pobreza es bueno centrar nuestra mirada en los frutos, por decirlo así, que brotan de esta actitud espiritual bendecida por Jesús. Y el primer fruto de la pobreza de espíritu es la Adoración al Padre. En la adoración al Padre adviene el reino. Al santificar su nombre, se abre el reino de los cielos y viene a nosotros, estableciéndose como voluntad que dirige y ordena las acciones de los que la acatamos líbremente. Y por añadidura nos da el pan, nos perdona, nos libra de las tentaciones y de todo mal. Ese reino que está como oculto, como corriendo por lo bajo, velado, escondido, se abre y adquiere vigencia, cobra valor, realidad, allí donde alguien opta por la pobreza espiritual, allí donde alguien, por amor a Jesús pobre, opta por no agarrar sino por dar, por no auto-adorarse sino por adorar al Padre, allí donde alguien opta por no querer poseer ni dominar ni ejercer derecho sino que comparte, se despoja, sirve, cede.

Pobreza de cosas, preferencia de Dios

En el principio y fundamento Ignacio nos dice que el hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir al Señor. En el acto de adoración uno se despoja de todo, más allá de las cosas, se despoja de sentir el ser como propio y lo refiere al Padre creador. Pero ¿qué significa ‘despojarse’ del propio espíritu? ¿En qué consiste este despojarse? Ignacio habla de “pobreza espiritual” y de “pobreza actual”. La primera es una actitud de despojo y de humildad que hacemos líbremente en nuestro interior, la segunda alude a los despojos reales de pobreza que sobrevienen más allá de nuestra disposición interior. La pobreza de espíritu es despojarse del estar pendiente de sí mismo, satisfecho de sí mismo o preocupado por sí mismo, es despojarse del sentirse rico de sí mismo, que lleva a la auto- adoración. Ahora bien, ¿cómo hace uno para no comenzar por estar pendiente de sí mismo y no terminar adorándose a sí mismo? Esta pobreza de espíritu de no poseerse a sí mismo se ejercita en la adoración. Uno no puede “soltarse” a sí mismo sin agarrarse a Dios. Y viceversa, uno no puede adorar a Dios, estar atento a lo que le agrada, confiar enteramente en él, esperarlo todo de su bondad, sin estar despojado de sí mismo. En el Principio y fundamento, la actitud de indiferencia hacia las cosas, incluso hacia la misma pobreza material –no querer más riqueza que pobreza, salud que enfermedad, honor que deshonor…, es preferencia por la Gloria de Dios Creador.

Pobreza de sí mismo, posesión del Reino

Eso es lo que se expresa cuando el Señor dice que el reino de los cielos “es de” los pobres de espíritu, les pertenece. Las otras bienaventuranzas no hablan de posesión presente sino de recompensa futura, excepto la de la persecución por causa de la justicia, que también obra el efecto simultánea-mente: el reino es del que es perseguido, el reino es del que es pobre de espíritu y del que se hace como un niño. La posesión del reino de los cielos se da en el despojo del deseo de posesión autónoma del propio espíritu. El Reino de los cielos es reinado práctico y efectivo del Padre. Reinado sobre nuestra voluntad atrayéndola en la adoración, reinado sobre nuestra mente, concentrándola en la escucha de fe a Jesús, reinado sobre nuestra vida práctica concentrándonos en el servicio del prójimo y en las relaciones fraternales entre nosotros. La pobreza, como la riqueza, es relativa. Uno siempre puede ser un poco más pobre o más rico. Cuando uno habla de pobreza inmediatamente surge la pregunta pobreza de qué, riqueza de qué. Pobreza del propio espíritu, riqueza de Dios.

Los gestos pobres de la adoración

La adoración tiene dos gestos: la postración, que es reverencia y el beso – ponerse la mano en la boca mandando un beso (ad os) – que es alabanza, envío de cariño al que está lejos. Son dos gestos de pobreza espiritual: postrarse es reconocer que uno le debe todo a otro. Mandar un beso, es reconocer que uno quiere darle todo al otro, entregarle todo. Así como para amar al prójimo hay que despojarse de los bienes propios y dárselos al otro, para amar a Dios debemos despojarnos de la auto- adoración y dársela a Dios: glorificarlo, santificar su nombre. En la pobreza material no se trata de un despojo absoluto sino de un despojarse para compartir, así también la adoración es un despojarse de estar pendiente de sí en la medida en que me permite compartir con el Señor. No es un vaciamiento absoluto sino la conciencia de estar sintiendo nuestra vida y remitiéndola a Dios, sintiendo el bien y glorificando a Dios, teniendo conciencia de lo propio apropiárnoslo y soltarlo para ponerlo en manos de él. La pobreza, en este sentido, es dinámica. Quizás debamos reflexionar en eso de que el reino “es” de los pobres de espíritu. En la medida en que uno se despoja de una cosa, goza del ser del reino, de que el reino exista, sea. Y el reino adviene a la existencia, se vuelve real allí donde alguien ejercita esa relación de filiación con el Padre y le expresa su adoración, allí donde alguien ejercita su fraternidad con los hombres y la expresa en el servicio. En esta doble cara de la pobreza de espíritu el Reino de los cielos “se hace presente”, visible, se puede sentir en sus santos efectos: la paz, la cordialidad, la alegría… Por fin, un fruto más de la pobreza espiritual. Un fruto no muy destacado, quizás, pero bien propio de los pobres: el de saber reirse de sí mismos. Martín Descalzo tiene un artículo que es una joyita y puede ayudarnos a discernir la pobreza de espíritu por este fruto “indirecto” si se quiere, pero bien real.

El arte de reírse de sí mismo…

Arte difícil, que no te enseñan en ninguna universidad. Arte imprescindible si uno quiere escapar de esos dos grandes demonios de la vida humana: el que nos incita a adoramos a nosotros mismos y el que nos empuja a odiarnos desde nuestro propio corazón. El noventa y cinco por ciento de la Humanidad cae en uno de estos dos pecados. Tal vez en los dos, simultánea o sucesivamente. Adorarse a sí mismo es tarea placentera. Y, aunque se ven más tentados en esto los llamados hombres públicos (que, como se pasan media vida subidos en púlpitos, tarimas, plataformas o pedestales, tienen la fácil tendencia a olvidar su propia estatura), afecta incluso a quienes objetivamente tienen bien pocos motivos para esa auto- adoración. Peor son los que se odian a sí mismos. Son millones. Gentes que no se perdonan por no haber realizado todos sus sueños, gentes que están decepcionadas de sí mismas y convierten su decepción en amargura y mal café. Aunque se piense lo contrario, no es nada fácil amarse humildemente a sí mismo, aceptarse como se es, luchar por ser lo mejor que se pueda, pero sabiendo siempre que esa mejoría se conseguirá siendo feos como somos, gordos como somos y medio-listos como somos. Dios, al mandar que amásemos al prójimo como a nosotros mismos, nos estaba mandando también que nos amásemos a nosotros mismos como al prójimo. Cosa no menos difícil. Yo creo que el noventa por ciento de los violentos son gente que está furiosa consigo misma. Y casi todos los que odian a alguien han empezado por detestarse a sí mismos. Por eso pregono hoy el arte de reírse de sí mismo, siempre que esa sonrisa surja de la piedad, de una suave ironía; siempre que esa mirada compasiva sobre nosotros mismos se parezca a la que los padres dirigen a sus chiquitines y a ésa con la que Dios contempla a la humanidad. Es éste un arte muy difícil, que sólo le llega al hombre con la madurez, cuando se ha conseguido una actitud pacífica consigo mismo. Los adolescentes difícilmente pueden contemplarse a través de ese espejo del humor, ya que éste «sólo existe en los pueblos con solera» (escribió Martín Alonso) y, añadiría yo, «en los hombres con solera». Los hombres deberíamos vivir con el alma siempre en borrador: sabiendo siempre que todo está en camino, que nada es definitivo ni irrepetible, que, en todo caso, todo puede ser mejorado y multiplicado. Cuando se nos endurece el alma y las ideas, envejecemos y empezamos a ser juguetes de la amargura. Por eso yo pido a Dios todos los días que me dé el corazón de un idealista (para que siempre arda en mí el deseo de ser más alto, más hondo, más ancho de lo que soy) y la cabeza de un humorista semiescéptico (para no enfurecerme ni avinagrarme cuando cada noche descubro lo poco que en ese crecimiento he conseguido). Y me parece que Dios me ayudó dándome una barba muy cerrada que me obliga a enfrentarme cada mañana (y algunas tardes) con mi espejo, que es el momento mágico para sonreír ante el medio- tonto , medio-listo que soy. «Todos -dice Machado en su Juan de Mairena- deberíamos poder darnos de vez en cuando un puntapié en el trasero.» Y tiene razón, aunque yo he comprobado que es dificilísimo hacerlo contando sólo con dos pies” (Razones para la Esperanza).

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La caracterización que hace Martín Descalzo del que cultiva el arte de reírse de sí mismo describen muy bien los rasgos de alguien que es pobre de espíritu. En primer lugar, el sentimiento hondo, de fondo, el más constante: el pobre de alma siente que ni se adora ni se odia sino que se ama humildemente a sí mismo, se acepta como es y lucha por mejorar (corazón idealista) sin dejar de ser como es y de aceptarse con humor, sin enfurecerse ni avinagrarse (cabeza de humorista semiescéptico). Como decía el Cura Rural de Bernanós, al fin de su vida: Me he reconciliado conmigo mismo, con este despojo que soy. Odiarse es más fácil de lo que se cree. La gracia es olvidarse. Pero si todo orgullo muriera en nosotros, la gracia de las gracias sería apenas amarse humildemente a sí mismo, como a cualquiera de los miembros dolientes de Jesucristo. Esta madurez Descalzo la llama “tener solera”, como un buen vino. Segundo, describe la mirada: el pobre de espíritu tiene una mirada compasiva para con las personas, como la de los papás para con sus chiquitines, y despojada ante las cosas: sabe vivir con el alma siempre en borrador.

 

Diego Fares SJ

 

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