Reflexión del Evangelio, 28 de Junio

Por Marcos Muiño Sj

Cuando Jesús regresó en la barca a la otra orilla, una gran multitud se reunió a su alrededor, y él se quedó junto al mar. Entonces llegó uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y al verlo, se arrojó a sus pies, rogándole con insistencia: «Mi hijita se está muriendo; ven a imponerle las manos, para que se cure y viva». Jesús fue con él y lo seguía una gran multitud que lo apretaba por todos lados.

Se encontraba allí una mujer que desde hacía doce años padecía de hemorragias.

Había sufrido mucho en manos de numerosos médicos y gastado todos sus bienes sin resultado; al contrario, cada vez estaba peor. Como había oído hablar de Jesús, se le acercó por detrás, entre la multitud, y tocó su manto, porque pensaba: «Con sólo tocar su manto quedaré curada».

Inmediatamente cesó la hemorragia, y ella sintió en su cuerpo que estaba curada de su mal.

Jesús se dio cuenta en seguida de la fuerza que había salido de él, se dio vuelta y, dirigiéndose a la multitud, preguntó: «¿Quién tocó mi manto?». Sus discípulos le dijeron: «¿Ves que la gente te aprieta por todas partes y preguntas quién te ha tocado?». Pero él seguía mirando a su alrededor, para ver quién había sido. Entonces la mujer, muy asustada y temblando, porque sabía bien lo que le había ocurrido, fue a arrojarse a sus pies y le confesó toda la verdad. Jesús le dijo: «Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz, y queda curada de tu enfermedad».

Todavía estaba hablando, cuando llegaron unas personas de la casa del jefe de la sinagoga y le dijeron: «Tu hija ya murió; ¿para qué vas a seguir molestando al Maestro?». Pero Jesús, sin tener en cuenta esas palabras, dijo al jefe de la sinagoga: «No temas, basta que creas». Y sin permitir que nadie lo acompañara, excepto Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago, fue a casa del jefe de la sinagoga. Allí vio un gran alboroto, y gente que lloraba y gritaba. Al entrar, les dijo: «¿Por qué se alborotan y lloran? La niña no está muerta, sino que duerme». Y se burlaban de él. Pero Jesús hizo salir a todos, y tomando consigo al padre y a la madre de la niña, y a los que venían con él, entró donde ella estaba. La tomó de la mano y le dijo: «Talitá kum», que significa: «¡Niña, yo te lo ordeno, levántate». En seguida la niña, que ya tenía doce años, se levantó y comenzó a caminar. Ellos, entonces, se llenaron de asombro, y él les mandó insistentemente que nadie se enterara de lo sucedido. Después dijo que le dieran de comer.

San Marcos 5,21-43.

Cuando rezaba con este Evangelio se me vino a la memoria una conversación que tuve hace algunos años. Se trataba de una señora que vivía en un barrio que siempre se inundaba por las crecidas de los ríos. Un día, tomando mate le pregunté: “cómo podía ser que, sabiendo que bastante seguido se inundaba, no se fuera a vivir a otro lado”. Y ella me dijo: “padre, usted no entiende. Prefiero volver a empezar una y otra vez antes que irme de la tierra que me vio nacer y en la que crié mi familia…Tengo la fe de que podremos mejorar nuestra situación aquí y siempre habrá nuevas oportunidades… La esperanza es lo último que se pierde…La fe en Dios y la familia no la dejaremos”.

Algo de esta fe, de esta fuerza y confianza que va más allá de los límites y de nuestros esquemas creo se nos presenta en el texto del Evangelio que la Iglesia nos propone para este domingo. Es un relato lleno de movimiento en el que se nos narra la historia de una mujer con una enfermedad de años y un padre con su una hija moribunda, y ambos corren desesperados a Jesús para que haga algo,para que los sane, los cure o evite la muerte.

Yo los invito a que hoy acerquemos el zoom de la cámara al personaje de la mujer. Ella, por su enfermedad, era muy mal vista, considerada impura y excluida de los lugares comunes. Mientras más fuera y lejos de la cuidad, mejor. Por eso, su sanación implicaría volver a la vida, volver a su familia, vivir en un hogar como todos.

Después de haber intentado sanar sus heridas de muchas otras formas, finalmente busca a Jesús. Había oído hablar de él. En medio de la multitud ella va por detrás y le toca su manto. No se anima a mirarlo a los ojos porque su enfermedad era motivo de discriminación y vergüenza. Temía ser rechazada. Sin embargo, pensaba en sus adentros, “con sólo tocar su manto quedaré curada”. ¡Tremenda fe la de esta mujer!

Ahora yo me pregunto: ¿Qué vio en Jesús? ¿Qué tenía Jesús para que la mujer se acercara en esas condiciones? ¿Dónde estaba la fuerza de Jesús que movió a la mujer a traspasar con miedo y vergüenza los límites del prejuicio, la condena social y la condena religiosa?

Jesús frena, se detiene. Su corazón no se queda tranquilo hasta saber quién tocó su manto. Sigue mirando hasta encontrarse con la mujer. Jesús no la condena, Jesús la espera. Deja que ella se acerque sin miedo y comparta su verdad.

Este encuentro es el que sana, da paz y libera. Este encuentro hace que Jesús llegue a la vida de aquellos a los que nadie quería llegar. Él insiste en ver a los que nadie quería ver. Jesús ama inquietamente a los que nadie quería amar. La tremenda fe de la mujer y la mirada tierna de Jesús borra los límites, elimina fronteras, incluye.

Tu vida tiene que ser reflejo de ese corazón de Jesús. Hay muchos que esperan que nosotros nos detengamos y miremos. Hay muchos que están tocando nuestros mantos pidiendo ser sanados. Tal vez vamos demasiando distraídos entre la multitud. Salgamos un poco de nosotros mismos, caminemos hacia la calle, crucemos a la otra orilla y nos daremos cuenta de que un niño, un anciano solo, un enfermo, una mujer golpeada, nos necesitan y confían en nuestra fuerza. Nos están tocando el manto de nuestras capacidades, tiempos, entrega, cariño y confianza. Date la vuelta y verás a muchos (¡Y no muy lejanos!) esperando tu mirada que los ayude a salir adelante, a perdonarse, a volver a confiar, a sanar sus heridas, a sentirse queridos y no excluidos. Hagamos como Jesús, ¡no demos la espalda!

Que el buen Dios nos de la gracia para dejarnos tocar por el corazón del otro, y la confianza para animarnos sin miedo a ser dadores de vida, de paz y alegría.

 

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