Por Francisco Cáceres Sj
Zunilda es paraguaya. Vive en El Polo, y trabaja vendiendo comida afuera de la municipalidad. Beatriz, una de sus hijas, nació prematura. Los médicos le dijeron que no iba a sobrevivir, sin embargo, vivió. A los meses descubrieron que había nacido ciega. Ambas vinieron a Argentina buscando mejores oportunidades. No ha sido fácil. Han tenido que luchar juntas para salir adelante. Al pasar por su casa, encuentro a Zunilda partiendo el pan.
La historia de esta mujer es la que viven muchos migrantes que dejan su país para encontrar una tierra que los acoja, que los mire a los ojos, que no los discrimine y que los llame por sus nombres. Se van con lo puesto y asumen el riesgo de ir más allá. Para muchos, es un viaje sin retorno. Unos, tratando de cruzar el Mediterráneo hacia Europa. Otros, escapando de la guerra en el Líbano y Siria. Muchos intentando entrar a Estados Unidos. Otros, en Colombia, escapando de la guerrilla hacia los países del sur. Vidas, historias, sueños y luchas. Y es que el deseo de una vida nueva los impulsa a salir y dejarlo todo.
El Polo es un asentamiento como muchos en Latinoamérica. Está en la periferia de la ciudad de San Miguel, al noroeste de Buenos Aires. Lo que fue una cancha de polo se ha convertido en un lugar lleno de chabolas y casas a medio construir. No hay alcantarillado, las calles son de tierra, los niños andan descalzos, y el tráfico de droga sobrevive solapado entre las pandillas. Un lugar lleno de contrastes. Allí la pobreza cobra rostro y significado. La vida y la muerte luchan por imponerse.
Los migrantes requieren más justicia en el trato y en el acceso a nuevas oportunidades. Los factores restrictivos tienen que desaparecer. Debemos ser adultos en la mirada y darnos cuenta de que el intercambio con personas de otros países, sea del lugar que vengan y sea la historia que traigan, es una oportunidad para el encuentro y el diálogo.
Junto al Servicio Jesuita a Migrantes, me toca acompañar, servir y defender a los migrantes que llegan de otros países. Trabajamos para que ellos se sientan acogidos y un poco más en casa. La mayoría viene de Paraguay, Perú y Uruguay. Es gente sencilla que viene del campo. Saludar en guaraní, conocer las comidas peruanas o compartir un mate me ha ido acercando un poco más a sus realidades. Estar entre ellos es un regalo. Representa una gran oportunidad para alegrarse con sus logros, llorar a sus muertos, participar de sus rezos, celebrar sus cumpleaños, denunciar sus injusticias, escuchar sus relatos y compartir un plato de comida.
Es paradójico que un país con leyes tan amigables con los migrantes, éstos tengan que sobrevivir arrinconados en la periferia. Padeciendo el dolor y exigidos por la lucha. Apuntados con el dedo y oprimidos por la indiferencia. Es fácil entrar, pero difícil permanecer.
Los márgenes nos desafían y asustan. Nos vuelven más vulnerables. El encuentro con lo desconocido nos paraliza. Quienes viven en ellos nos llevan la delantera. Hombres y mujeres como nosotros, hermanos que buscan una vida mejor. Hambrientos, perseguidos, explotados. Sus historias nos interpelan. Nos hacen más humanos
Vivimos en un continente repleto de expresiones culturales diferentes que nos ensanchan la mirada de la realidad. La forma en que nos pensemos como sociedad tiene que partir desde la acogida de quienes son diferentes a nosotros. No puede ser que constantemente estemos defendiendo lo ganado, lo consabido. Estamos desafiados a descubrir que los extraños no son tan extraños. Ellos tienen algo de nosotros y nosotros algo de ellos. Y es que el contacto con ellos, una y otra vez, nos enriquece y revienta las fronteras del yo y su estrechez de miras.
Las migraciones tienen que convertirse en un elemento aglutinador de la cultura y de la diversidad social. Los migrantes requieren más justicia en el trato y en el acceso a nuevas oportunidades. Los factores restrictivos tienen que desaparecer. Debemos ser adultos en la mirada y darnos cuenta de que el intercambio con personas de otros países, sea del lugar que vengan y sea la historia que traigan, es una oportunidad para el encuentro y el diálogo.
Mientras tanto, Zunilda sigue partiendo el pan. Como todos los sábados está preparando la merienda para los niños del asentamiento. Me pide que le ayude a preparar la leche. En eso, aparece Beatriz para saludarme. Hoy tiene 20 años y está terminando el colegio.
Los migrantes que luchan cada día nos enseñan que no hay fronteras, que no hay confines, y que sólo Dios es nuestra esperanza.