Por Darío Mollá sj
El 5 de febrero de 1991 fallecía en Roma el P. Pedro Arrupe, 28º Prepósito General de la Compañía de Jesús, después de una larga enfermedad causada por una trombosis que sufrió el 7 de Agosto de 1981 a la vuelta de un viaje a Filipinas y Tailandia. El 14 de noviembre de 1997 sus restos mortales fueron trasladados a la Iglesia romana del Gesú, donde reposan actualmente.
El significado y trascendencia de su persona y de su obra siguen plenamente vigentes. Desbordan las servidumbres del tiempo y desbordan también los límites de la Compañía de Jesús. Para todos los cristianos de hoy el P. Arrupe sigue teniendo palabras vivas que nos interpelan y nos ayudan a vivir con más radicalidad y profunidad nuestro seguimiento de Jesús. Recojo brevemente algunas de ellas.
Arrupe, el hombre de Dios
Sin duda, el P. Arrupe fue un hombre de Dios. Ahí radica el más hondo secreto, la explicación más certera, de su entrega, de su impulso misionero, de su creatividad, de su compromiso con los pobres de esta tierra. Un hombre de Dios al estilo de San Ignacio, con una experiencia personal de encuentro con la Trinidad y de identificación con Cristo, enviado a “hacer redención del género humano”. Un Cristo que para Pedro Arrupe fue siempre el Cristo pobre, humilde y crucificado de los Ejercicios ignacianos. Un hombre de Dios que, precisamente por ello, está profundamente comprometido con el hombre, con todo el hombre y con todos los hombres.
Su persona y sus escritos son una permanente llamada a profundizar y personalizar en nuestra experiencia de Dios, porque de ella depende todo lo demás. Resulta esclarecedor el siguiente párrafo, lleno de sinceridad y vigor, de su conferencia Inspiración Trinitaria del Carisma Ignaciano: “Me pregunto si la falta de proporción entre los generosos esfuerzos realizados en la Compañía en los últimos años y la lentitud con la que procede la esperada renovación interior y adaptación apostólica a las necesidad de nuestro tiempo en algunas partes… no se deberá en buena parte a que el empeño en nuevas y ardorosas experiencias ha predominado sobre el esfuerzo teológico espiritual por descubrir y reproducir en nosotros la dinámica y contenido del itinerario interior de nuestro fundador, que conduce directamente a la Santísima Trinidad y desciende de ella al servicio concreto de la Iglesia y “ayuda de las almas” (D. Mollá –ed-, Pedro Arrupe, Carisma Ignaciano, col MANRESA n 55, ed. Mensajero-Sal Terrae-Universidad Pontificia de Comillas, 2005, p. 105).
Arrupe, el Misionero
El P. Pedro Arrupe fue, por vocación interior, por talante, por biografía, un misionero. Llegó a Japón, tras haberlo solicitado insistentemente, en el año 1938, recién acabada su formación de jesuita, y permaneció allí hasta 1965 en que fue elegido General de la Compañía de Jesús. En esa elección fue especialmente tenido en cuenta su talante misionero. Y como General siguió siendo un misionero de principio a fin: ya antes de acabar el año 1965 viajó al Próximo Oriente y a África y, como hemos dicho anteriormente, acabó su recorrido vital como General en un viaje al Extremo Oriente.
Para él la palabra “misión” es la palabra clave del carisma ignaciano, la llave maestra “para entender y profundizar en el conocimiento del carisma fundacional de san Ignacio” (Pedro Arrupe, carisma de Ignacio p. 137. Conferencia ‘La misión apostólica, clave del carisma ignaciano’ n99)
Misión no es simplemente, como a veces entendemos, un lugar o una tarea, sino una dimensión básica del seguidor de Jesús, que comparte con Él el envío del Padre; una dimensión que condiciona toda la vida y que nos proyecta más allá de cualquier frontera (geográfica, ideológica, religiosa o vital) en una actitud de servicio que Arrupe define, de modo preciso y precioso, como “incondicional e ilimitado, magnánimo y humilde” (Pedro Arrupe, carisma de Ignacio, p. 151. Conferencia “Servir sólo al Señor y a la Iglesia, su esposa’…n4).
El sentido de la misión nos da un enfoque preciso para acercarnos al evangelio y nos ayuda a mirar el mundo con la mirada de Dios, con la anchura, con la hondura y con la cercanía con la que Dios mira el mundo: con la universalidad y mirada amplia de Dios, con la profundidad de Dios, con el cariño de Dios.
Arrupe, el hombre de Iglesia
Entre las numerosísimas fotos que tenemos de la vida del P. Arrupe, impresionan de un modo especial sus fotos con los dos Papas con los que tuvo relación: arrodillado recibiendo la bendición de Pablo VI o de Juan Pablo II, o la foto de la visita de Juan Pablo II a un Arrupe ya muy enfermo en la enfermería de la Curia romana de la Compañía de Jesús. Todas ellas presentan a un Pedro Arrupe que, con fidelidad plena al carisma y ejemplo de San Ignacio, tuvo una devoción muy personal y muy honda a la Iglesia y a los Papas. Arrupe coincidió también con Juan Pablo I, pero dada la corta duración de este Pontificado, no hubo tiempo para una relación personal.
Pese a todas las dificultades… que fueron muchas. Sus tiempos fueron los “tiempos revueltos” de la Iglesia y de la Compañía postconciliar, su responsabilidad eclesial fue mucha al ser prácticamente durante todos los años de su mandato el presidente de los Superiores Generales de institutos religiosos, y sus tomas de postura apostólicas no fueron siempre bien entendidas en la Santa Sede.
Pero en Arrupe había de fondo, y esa es la interpelación que nos hace, un gran “afecto” a la Iglesia. Para él la Iglesia no era simplemente una institución, sino una madre y la esposa de Cristo. Y, por tanto, como tal hay que tratarla y amarla, más allá de límites y dificultades. Hay que “sentir” afecto por la Iglesia, con todo lo que supone el “sentir” ignaciano: “un conocimiento impregnado de afecto, fruto de experiencia espiritual, que compromete a todo el hombre” (Pedro Arrupe, carisma de Ignacio, p. 167). Todo un desafío y una llamada para los cristianos de hoy.
Arrupe, el hombre de discernimiento
Servir en misión pide discernir. Si pretendemos dar una respuesta de hoy a los problemas y necesidades del mundo de hoy, es necesario preguntarnos qué debemos hacer y qué podemos hacer. Y preguntarnos y respondernos desde el “más” ignaciano: el mayor servicio, la mayor necesidad, la mayor urgencia, el bien más universal… (D. Mollá sj, Cuadernos EIDES n78, p.24). Por eso, Arrupe, hombre de misión y hombre del “más” es también hombre de discernimiento.
Un discernimiento que no le fue fácil ni cómodo sobre qué es lo que la Compañía tenía que ser, vivir y hacer para responder, en fidelidad al carisma ignaciano, a las necesidades del mundo de hoy. Un discernimiento y un cambio que tuvo que afrontar entre las presiones de los que no saben distinguir lo esencial de lo secundario y consideran que todo es esencial y que, por tanto, todo es intocable y no se puede cambiar nada y los que pretenden cambiarlo todo, sin atender a elementos que son esencial que deben pervivir a pesar de los cambios.
Somos invitados por Pedro Arrupe a discernir y preguntarnos qué es lo que nos pide la fidelidad al Señor y a la misión en cada momento de nuestra historia y de nuestra vida. Y eso no es un tema secundario, para determinadas ocasiones o momentos excepcionales, sino una exigencia ineludible de nuestro ser misioneros como cristianos. Una pregunta para todos los días y para cada día. En palabras vigorosas de Pedro Arrupe: “Es mucha verdad que los problemas nos desbordan y que no lo podemos todo. Pero lo poco que podemos, ¿lo hacemos todo?” (Pedro Arrupe, carisma de Ignacio, p.99)
Pedro Arrupe, el hombre de la fe-justicia
El 14 de noviembre de 1980, unos pocos meses antes de su trombosis, el P. Arrupe creó oficialmente el Servicio Jesuita a Refugiados (JRS), una de sus últimas grandes decisiones como General. Decisión que, a la luz de lo que estamos viviendo en Europa y en todo el mundo en los últimos meses, nos resulta enormemente profética, porque Pedro Arrupe fue también un profeta de la promoción de la justicia que exige el servicio de la fe.
“Servicio de la fe y promoción de la justicia”. Así lo había formulado unos años antes, en 1975, la Congregación General 32 de la Compañía de Jesús que él convocó, presidió y animó. La última de sus conferencias, pronunciada en febrero de 1981, ‘Arraigados y cimentados en la caridad’, estudia a partir de los escritos ignacianos, de la vida de los primeros compañero y de los escritos neotestamentarios de San Juan y San Pablo, ese vínculo indisoluble entre el amor a Dios y el amor a los hermanos, entre la fe, la caridad y la justicia.
Por desgracia, la situación de injusticia estructural que causa tantas víctimas y tanto sufrimiento, no ha ido a menos desde la muerte del P. Arrupe hasta hoy. Por tanto, su llamada y su interpelación a nuestro compromiso por la justicia como creyentes sigue plenamente viva. No hay vivencia auténtica de la fe sin compromiso por la justicia. Y ese compromiso por la justicia adquiere su mayor radicalidad y plenitud cuando es vivido desde la fe.
Experiencia de Dios, misión, Iglesia, discernimiento, justicia… son las palabras vivas que nos deja la persona y la obra del Padre Arrupe. Palabras válidas para todos los cristianos. Son su legado que es, para todos nosotros, una gracia de Dios como él mismo fue, y es, una gracia de Dios para la Iglesia y para el mundo.
Fuente Revista Mensajero