La gran ciudad como oportunidad de encuentro y solidaridad

La vida en las grandes ciudades suele estar signada por el individualismo, la inercia, el constante trajinar, ruido incansable y la despersonalización. Un lugar donde la invitación a ‘encontrar a Dios en todas las cosas’ se vuelve un desafío que parece imposible. Sin embargo, vale la pena intentarlo. Por eso, te invitamos a leer este artículo.

Por Marisol Frías.

Sucede en nuestros días que no es extraño escuchar opiniones como las que alertan sobre la soledad que amenaza en nuestras ciudades a tantos hombres y mujeres de distinta raza, edad y condición, aun cuando vivimos en la llamada era de las comunicaciones, en la que las Nuevas Tecnologías se erigen en auténticos dioses de la vida pública y privada, íntima incluso me atrevería a decir.

Algo tan cotidiano como un mero wsp puede conseguir antes acercar a quienes se encuentran físicamente lejos, que favorecer la cercanía entre quienes compartimos un mismo techo, un espacio para el trabajo o un proyecto en común

¿Qué le sucede al hombre del siglo XXI, a esta generación de la que nos enorgullece presumir como la mejor formada de la Historia, por qué esa dificultad por hacerse prójimo del que sufre, de quien se siente sólo, frágil, vulnerable? ¿Dónde está tu hermano?

No puedo evitar pensar que muchas de las soledades con las que convivimos a diario, siquiera a veces sin darnos cuenta, surgen del olvido de saber que la persona ha de ser siempre lo primero, que no podemos permitirnos el lujo de no situar a la persona en el centro de cuanto emprendemos, que ninguna atención y cuidado lo será del todo si olvidamos ponernos en los zapatos de ese otro que pasa a nuestro lado; que en tiempos duros y difíciles como los que vivimos la sociedad no debe permitirse perder esa capacidad que da el poder llamar a cada uno por su nombre, ese motor que consigue que cada individuo pueda sentirse especial, único y singular ante los ojos de quien le contempla… como si la mirada del mismo Padre Bueno fuese la que posase sus ojos a cada instante en nuestro día a día.

Nos encanta hablar de derechos, en el ámbito público es frecuente esta terminología, “la ética de los derechos”: el derecho a una vivienda digna, el derecho a un empleo estable, el derecho a la educación o a la atención sanitaria. Algo más difícil de encontrar, tanto en la esfera pública como en la esfera privada es la referencia a una ética del cuidado del otro como leit motiv, un compromiso con aquellos que se encuentran en situaciones más precarias, que presentan situaciones de fragilidad o vulnerabilidad, y de cuya atención y cuidado no deberíamos zafarnos, cualquiera que sea la posición que ocupemos, la relación más o menos estrecha que nos ligue a ellos.

Habrá quien pueda y deba prestar atención y cuidado desde una estricta esfera personal e íntima, en el entorno de la propia familia, nuclear o más extensa. Existirán situaciones que demandarán de nosotros un paso más allá, que nos saque de nuestra primera zona de confort y nos impulsen al vecindario, la asociación del barrio, una parroquia, una cooperativa de consumo sostenible y solidario, el grupo de amigos y conocidos….en todas ellas siempre hay oportunidades para el encuentro y la solidaridad.

No faltarán aquellos que desde un compromiso cívico, político y social más significado, encontrarán en esa lucha por la justicia su manera de estar en la vida, haciendo de este mundo un hogar de todos y para todos. Buen ejemplo de lo que comento son esos cientos de hombres y mujeres que voluntariamente acompañan itinerarios diversos de quienes se descolgaron de la ruta, o que sin pedir nada más a cambio ponen su tiempo y su mismo ser al servicio y la compañía de quienes se viven y sienten solos.

Y no quiero dejar de referirme a quienes, desde concretas responsabilidades públicas, de una u otra índole, se levantan cada mañana con el deseo y el compromiso por trabajar en la mejora de las condiciones de vida de quienes peor lo pasan, de quienes atraviesan situaciones difíciles o viven en circunstancias precarias. Más o menos conscientes de su enorme responsabilidad, lo cierto y verdad es que los más vulnerables tienen depositadas en ellos grandes esperanzas en un futuro mejor. Como agentes de cambio, transformadores de la sociedad que les ha tocado vivir, los responsables públicos gozan de la confianza de quienes esperan en ellos la puesta en marcha de estrategias y alternativas que faciliten oportunidades de encuentro y solidaridad en nuestras grandes ciudades. Ellos, los más débiles de nuestras sociedades son los especialmente merecedores de sus esfuerzos y desvelos, de su compromiso diariamente renovado por la construcción de un mundo más justo y fraterno.

Para todos y cada uno de ellos me gustaría pedir especialmente desde esta breve reseña el soplo del Espíritu, ese aliento del Cielo que hace posible un poco de compañía, alegría y consuelo en el camino de tantos ancianos, marginados y personas solas que, gracias a ellos, pueden encontrar, aún en nuestras anónimas y frías ciudades, oportunidades para el encuentro, el cuidado amoroso y la esperanza.

Fuente: Entre Paréntesis

 

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