IV Domingo de Cuaresma «CUANDO AÚN ESTABA LEJOS, SU PADRE LO VIO…» (Lc. 15)
Este domingo somos invitados, una vez más, a meditar, y agradecer, una de las parábolas más conocidas y consoladoras de todo el evangelio: la parábola del Padre con los dos hijos, que nos presenta el evangelista Lucas en el capítulo 15 de su evangelio, capítulo sobre la misericordia. Un capítulo que es la respuesta de Jesús a las críticas que recibía por su actitud y su práctica del perdón: «Los fariseos y los maestros de la Ley murmuraban y decían: Este hombre acoge a los pecadores y come con ellos». La respuesta de Jesús a esas críticas va siempre en la misma línea: el Hijo hace lo que ve hacer al Padre. Ese es el contexto de la parábola.
La parábola es de una gran riqueza y contiene muchos detalles que se prestan a un comentario. Yo me quiero centrar sólo en el versículo 20: «Cuando aún estaba lejos su padre lo vio y se conmovió, fue corriendo, se le echó al cuello y lo cubrió de besos». Y he escogido este versículo porque me parece que es especialmente significativo en este año de la esperanza.
¿Cómo fue posible que el padre viera al hijo que volvía «cuando aún estaba lejos»? Pienso que hay un motivo de fondo y una circunstancia derivada. El motivo de fondo, que es lo fundamental: el padre nunca perdió la esperanza en que su hijo volviera. A pesar de todo, a pesar de la actitud del hijo y de la decepción que le supuso su marcha. Nunca perdió la esperanza, una esperanza sostenida por el amor de su corazón de padre. La auténtica esperanza cristiana nunca desespera de nadie, nunca da nadie por definitivamente perdido. No como nosotros que, muchas veces, con una actitud muy poco evangélica, no dudamos en dar por perdidos a nuestros hermanos con frases tan crueles como esas de «con este no hay nada que hacer», «no pierdas el tiempo con él», «es imposible que cambie»…
Ese no perder la esperanza en la vuelta del hijo hacía posible que el padre saliera todos los días de la casa para asomarse al camino por si veía al hijo volver. La esperanza le ponía en salida, en movimiento para ver regresar al hijo. Si se hubiera quedado en el interior de la casa, encerrado en su decepción, no lo hubiera visto llegar «cuando aún estaba lejos». La esperanza es la que nos pone en movimiento para ver, acoger y abrazar a los que vuelven a casa, o incluso se acercan por primera vez.
Todo el amor del padre por el hijo da rienda suelta a sus sentimientos cuando ya lo tiene cerca: «se conmovió, corrió, se le echó al cuello, le comió a besos». Todo excesivo, si queréis. Así se lo pareció al hermano mayor. El exceso del amor y el exceso de la alegría. El exceso de una esperanza que se ve cumplida.
DARÍO MOLLÁ, SJ
(Lucas 15, 1-3, 11-32) Domingo IV de Cuaresma – Ciclo C
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