El Momento de la Gracia
/en Espiritualidad, Laicos y Jesuitas /por adminEl momento de la gracia es el de “caer en cuenta de”. Es un instante de fronteras movedizas que uno no puede atrapar, sino que siente “es atrapado en la propia interioridad”. Es tomado desde lo profundo.
Cuando caemos en la cuenta de la gracia que nos habita percibimos un plus de nosotros mismos, algo no inventado por nuestra mente, no generado por lo que pudimos hacer ni ser, sino donado, dado desde adentro como un borbotón de agua fresca que nos nace.
El momento de la gracia es el asalto de la conciencia que nos avisa de la bendición de Dios que con su Espíritu está obrando incesante en nuestra vida.
¿Y qué hace el Espíritu en nuestro interior más íntimo?
Nos regenera, nos repara, nos justifica, nos salva, nos vivifica y desata, nos dota, nos consuela, nos eleva, nos ahonda, nos abre a más…
Por eso quien se abre al Espíritu que lo habita, comienza a mirar con amor al otro e intenta repararle sus grietas.
Pretende justificarlo desde su dignidad de hijo porque vio su dignidad.
Busca salvarlo a pesar de sus errores, como hace el Padre con él.
Quiere que sea vivificado e insuflado en la plenitud de la vida que siente surgir en sí mismo con libertad.
Lo ayuda a que descubra su inagotable ser lleno de posibilidades.
Intenta por varios medios consolarlo de sus sufrimientos.
Desde donde ha sido puesto por la acción de Dios, busca atraerlo hacia la cima del amor.
Quien se abre al Espíritu mira con “ojos de Reino” las honduras de la realidad y lo desea para el otro, por eso comunica.
Quien se abre al Espíritu indaga con cariño y firmeza por esa fisura interior que todos tenemos, en busca del manantial donde brota el agua y la sangre de la vida albergada en cada corazón…
Emmanuel Sicre SJ
Sabiduría del Pobre
/en Espiritualidad, Red Juvenil /por adminCuando hablamos del pobre nos incluimos. No es el que está debajo, ni fuera, sino que es “el que en la dificultad sigue creyendo, sigue apostando, sigue confiando”. Es el sufre alguna dificultad: económica, de salud, de necesidad afectiva. Es el que sabe lo que significa haber perdido, no haber podido hacer nada. Es el que otros dejan como sobrante. El que sabe que su dignidad no la pierde jamás. Se pierden algunos de no reconocerla.
Sólo pesca, atisba, la sabiduría del pobre aquel que se acerca y se queda a compartir parte del camino con él. No pasa de largo, sino que permanece en el tiempo con él. Con la disposición de aprehender. Hacer propio aquellas riquezas que el pobre tiene para darme. De esas riquezas, de esa sabiduría es de la que hablamos:
– Solo tengo el hoy. El pobre sabe que sólo tiene el hoy para entregarse totalmente a él. No tiene con qué acumular seguridades para mañana.
– Solidaridad es su modo de relacionarse. Se ayudan incomodándose unos con otros. Cada uno aportando desde lo que puede. Cada uno acogiendo al otro como visita esperada. No hay excusas de cosas por hacer, de lugares por evitar o cosas por esconder.
– Aceptación de lo que no está en sus manos. No es conformismo, sino que es realismo de lo que sí se puede y de lo que no. Aceptación de lo que Dios permite, o la naturaleza marca.
– Transparencia para mostrarse tal cual es, sin tener que disimular nada. Ni lo bueno ni, ni lo no tanto. No tiene con qué aparentar. Ni necesita hacerlo, ya que está acostumbrado a ser tenido en cuenta, a ser querido por él mismo y no por lo que posee o por lo que tiene que lograr.
– Fortaleza, manos encallecidas y corazón tierno que se deja afectar por lo que sucede, pero que no se derrumba frente a las dificultades, ni los dolores, ni los problemas.
– Encomendarse es piedad de los sencillos. Es gestos reales de pedir a Dios ayuda, a los santos. Es de callar mucho, y decirle a Dios lo importante.
– Respeto por el que ha transitado más. Quizá justamente por la situación de indigencia sabe que aprende del que ha estado más en su situación. En las enfermedades, en las edades, en la carencias económicas, en las pobrezas personales, etc. Y por ello es que se dispone a aprender de que ha recorrido más camino en su situación.
Todo esto lo encarna Cristo que fue y habló desde lo que su pueblo había vivido. Y al haberse puesto a aprender con su pueblo, es que cuando se manifestó fue comprendido especialmente por los más pobres, por los más sencillos.
Desde Él nos dejamos incomodar por los que sufren algún tipo de pobreza real y concreta.
Cristo pobre y humilde, nos llama a amar y servir
La difícil conversión a la alegría
/en Espiritualidad, Laicos y Jesuitas /por admin“Era tal la alegría y la admiración de los discípulos, que se resistían a creer” Lc 24,41
Cuando uno ha pasado mucho tiempo tocándose la herida; cuando no ha dejado que siga su natural proceso de curación: DUELE, y lo peor de todo no deja de doler, con el agravante que ese dolor nos remite siempre al hecho traumático que lo ha generado; encerrándonos en un imperceptible círculo vicioso: el dolor genera reproche, el reproche genera recuerdo del hecho traumático y el hecho traumático nos actualiza el dolor.
Los discípulos todavía seguían con el dolor de la muerte de Jesús; seguían atormentándose con distintos reproches.
Cuando Jesús aparece trayéndoles la paz no le creen, piensan que es un fantasma.
Es sorprendente como los discípulos, de su miedo, de su incredulidad se convierten en creyentes de la resurrección.
Jesús no les hace ningún discurso, ni tampoco les cita las escrituras, sino que les hace mirar aquello que les esta produciendo dolor para que desde allí se dejen resucitar.
La conversión de los discípulos es de la tristeza a la alegría.
Esa alegría que trae Jesús, que se hace comida y organiza la fiesta de la vida.
Cuando pasamos mucho tiempo quejándonos de nuestras desgracias, cuando no paramos de auto-compadecernos, cuando somos las victimas y los incomprendidos de la historia, se nos hace difícil reconocer la alegría y la paz que irrumpe en medio de nuestras vidas.
Y cuando la alegría del resucitado entra en la vida, ella se hace misión.
Tu corazón sabe que no es lo mismo la vida sin Él; entonces eso que has descubierto, eso que te ayuda a vivir y que te da una esperanza, eso es lo que necesitas comunicar a los otros. Evangelii Gaudium 121
Raúl González
¿Cómo Perder la Fe sin darse Cuenta?
/en Espiritualidad /por adminPuntos para crecer. Preguntas para ahondar.
Es muy común escuchar a gente que ya no tiene fe, que la perdió en el camino, que se enfrió en su relación con Dios. O que ya ni sabe bien qué le pasa con la dimensión espiritual de su vida y siente como poco «vuelo» al percibir la realidad que vive o vive sin alegría. Si bien es cierto que la fe es una experiencia muy personal de cada ser humano donada por Dios, también es cierto que puede escurrirse de entre los dedos de nuestra historia hasta desaparecer.
¿Cuáles podrían ser algunos de los elementos que pueden llevarnos a comprender el proceso de unas posibles pérdida y recuperación de la fe en el Dios de Jesús (no otro)?
PERDER LA FE…
1. POR SATURACIÓN RELIGIOSA. Algunas personas recibieron en su infancia y juventud una catequesis demasiado pesada, llena de conceptos, de reglas y de prácticas obligatorias que por exceso terminaron hastiando. Muchas veces los padres, catequistas o maestros piensan que transmitir la fe es que conozcan solo las cosas del Catecismo y vayan a misa. Con lo cual se produce una saturación religiosa donde la persona ya no quiere oír hablar de todo este tema. De hecho, con más frecuencia de la que uno espera, se olvida que la fe de una persona crece junto con su proceso de desarrollo espiritual, corporal y psicoafectivo. Entonces encontramos el fenómeno de gente adulta con una fe infantil, o mayores con fe adolescente donde quedó trabado el crecimiento y se desfasó.
2. POR FALTA DE PREGUNTAS FUNDAMENTALES. Sucede que por diversas causas como la superficialidad y la evasión consumista, que almidonamos nuestras preocupaciones de tal manera que no nos afecten. Tanto padres «sobreprotectores» como «por de más flexibles», provocan confusión en los hijos porque no los dejan entrar en contacto con la realidad, que es la que trae las preguntas que ayudan a caminar. Les pasa mucho a las personas que viven en ambientes satisfechos. Sin preguntas existenciales por la vida, el amor, la muerte, los otros, no hay posibilidad de entrar en contacto con la dimensión espiritual donde se da la fe. Lo cierto es que cuando llegan los sufrimientos de la vida no se sabe a dónde recurrir.
3. POR MIEDO A LA DUDA. En temas de fe tenemos el mito de que no se puede dudar. Entonces se ha creado una especie de «condena» a quien duda o cuestiona los fundamentos de la fe que le han transmitido. ¿Es de sentido común no experimentar dudas de fe? ¿Acaso no es procesual la incorporación de las cosas importantes de la vida? ¿De dónde hemos sacado que la fe es un bloque entero que se traga asintiendo doctrinas de un catecismo? La fe es un misterio y convivir con el misterio a nivel existencial es convivir con la duda. No podremos saberlo todo.
4. POR MORALISMOS RELIGIOSOS. La mayoría de las personas en muchos momentos de su vida, percibe la religión como un conjunto de reglas en el fondo de su experiencia religiosa. Es el reflejo que hacen aquellos que no quieren pertenecer a ninguna confesión religiosa cuando critican a la Iglesia, por ejemplo. ¿Qué hicimos los que ayudamos en el camino de la fe para que la gente crea que una experiencia y pertenencia de fe es cumplir con reglas? En algunos, para sostener la pertenencia a la religión, se produce una «esquizofrenia» donde por un lado vivo mi vida moral y por otro mi vida religiosa. Se divorcia la fe con la vida y entonces se pierde el sentido. (Ni hablar del tema de moral sexual que daría para otro texto). Quienes no están dispuestos a esta dualidad finalmente dejan la religión de las reglas para ser honestos con su experiencia de fe individual.
5. POR FALTA DE SOLIDARIDAD CON EL OTRO. Cuando nos quedamos encerrados en nosotros mismos el egoísmo nos consume la dimensión espiritual, la trascendencia de las cosas, y termina secando todo. El egoísmo es un fumigador de cualquier brote de vida real. Cuando somos insolidarios perdemos el contacto con lo esencial a toda persona que es su vincularidad a los otros. La solidaridad con los demás es el camino más claro por el cual podemos comprender si se tiene fe en el Dios de Jesús o no. Muéstrame tu fe sin obras y yo te mostraré por las obras mi fe, decía el apóstol Santiago (Cf. Sant 2, 14-26).
6. POR FALTA DE VIDA EN COMÚN CON OTROS CREYENTES. La fe cristiana nació comunitariamente y así se ha sostenido por más de dos milenios. Quien no comparte su fe la pierde, porque se le convierte en un adefesio individualista donde yo «creo a mi manera». Todos creemos a nuestro modo ¿quién puede negarlo? pero todos compartimos el hecho de ser engañados por el Mal Espíritu. Entonces, cuando no hay una comunicación de la experiencia de fe o se queda sólo aferrada a un par de normas para autojustificarse, o me invento un dios solo para mí, apartado del modo en que el Dios verdadero quiere comunicar el Espíritu del Reino entre nosotros.
DARLE ESPACIO AL DON DE LA FE
1. AMIGARSE CON EL SILENCIO Y DEJAR BROTAR. Quien no puede darse unos minutos en el día para estar en silencio no podrá nunca albergar aquello que viene de su interior. La tradición nos dice que la fe entra por el oído. En la medida en que aquietamos el cuerpo y la mente aunque sea con dificultad, podremos dejar brotar las múltiples manifestaciones de la vida y de la fe. Dios habla en lo más intimo de nuestro corazón, ¿cómo podremos acoger su voz si no callamos los ruidos internos?
2. CONVIVIR CON EL MISTERIO. La vida de fe es la vida de quien se anima a dejar de controlar todo con su mente y se abre a vivir en conexión con aquello que le da sentido a su ser pero sin saber mucho cómo se llama. Abrirse al misterio de la vida es aventurarse a descubrir los insondables dones que nos habitan, y que están esperando ser fecundos en un mundo que los necesita. Convivir con el misterio de un Dios que se hizo hombre para solidarizarse con nuestros sufrimientos y llevarnos a la vida plena de la Resurrección.
3. DEJARSE ROMPER LOS ESQUEMAS PRECONCEBIDOS Y SUPERAR LA PRUEBA. Para poder crecer en la vida de fe tenemos que aprender que la fe evoluciona junto con las crisis propias de nuestro desarrollo. No podemos seguir creyendo en los reyes magos a los 30 años. Dios no cabe en nuestra mente por lo que es siempre nuevo. Si nos quedamos con aquello que aprendimos en la catequesis cuando éramos niños, o si nos estancamos en la rebeldía contra Dios de nuestra adolescencia, no podremos recibir la fe de un adulto, y más todavía, la preciosa experiencia de una fe madura. El crecimiento en la fe se da con el acompañamiento de otros que caminan en esta búsqueda y que nos ayudan a aprender y desaprender toda la vida.
4. COMPADECERSE DEL OTRO. Las primeras comunidades cristianas comprendieron que la gran novedad de Jesucristo había sido la compasión. A ningún judío de su época se le hubiese ocurrido ser solidario con un no judío, y menos aún compartirle su Dios. Por eso el escándalo de Jesús. Si hay una experiencia que logra consumar toda la experiencia cristiana para dejarnos vibrantes del Espíritu es la compasión. Con los demás y con nosotros mismos. Cuando somos capaces de hacerle lugar en el propio corazón y bolsillo a los «samaritanos» con los que nos encontramos a diario estamos comenzando a entrar en el misterio de Jesús.
5. DIALOGAR CON EL DIOS DE JESÚS (no otro). Es posible que muchos crean que rezar es recitar de memoria oraciones solamente. Pero no, quien quiera tener una experiencia religiosa del Dios de Jesús tendrá que dirigirse a él con sus propias palabras. Con aquellas que brotan de su vida cotidiana, de sus preguntas más inquietantes, de sus miedos, de sus sentimientos y emociones, de sus relaciones más profundas con los demás. Y hablar con el Padre de Jesús, o con Jesús mismo, o con el Espíritu que ora en nosotros.
6. FORMAR PARTE DE UNA COMUNIDAD. Tal como decíamos la forma de sostener una fe verdadera es siendo parte del Pueblo de Dios en alguna comunidad concreta donde pueda vivir, compartir y celebrar la fe. Es importante porque ayuda a sostenernos en los momentos de crisis espiritual. El Espíritu no tiene otro modo de comunicar su energía si no es en el vínculo que se establece entre las personas de la comunidad. No resulta común una especie de «ciencia infusa» dada a unos pocos místicos que ilustran al resto. Y si esto se da, la comunidad es la que en definitiva constata su veracidad.
Si bien podríamos ampliar toda esta realidad, creo que con estos puntos es posible entrar en diálogo en nuestro monasterio interior para que, al conversarlo con quien pueda ayudarnos, crezcamos en la experiencia de fe y no dejemos que se nos escurra de entre los dedos un don tan lindo como este. ¿Qué podremos perder?
Emmanuel Sicre Sj
La Responsabilidad
/en Espiritualidad, Laicos y Jesuitas /por adminLeyendo lo que escribió el italiano Alejandro Pronsato sobre la responsabilidad, advierto que juega con esa palabra y dice que sufre terriblemente de soledad.
“He salido a buscar la palabra responsabilidad –escribe-. Por un lado, he oído a un criminal protestar: ‘No me siento culpable de nada, los otros eran los que decidían’.
También he tenido ocasión de oír a un político que no contestaba las gravísimas acusaciones contra él, justificarse descaradamente diciendo: ‘No entiendo de ninguna manera por qué tienen que extrañarse de estas cosas, todos hacían lo mismo’. Y hace tiempo también escuché declarar solemnemente a un hombre de Iglesia: ‘No tenemos que pedir perdón por nada’. O sea, me he dicho entonces, la situación es dramática. Y me he precipitado con evidente inquietud a buscar en una docena de diccionarios la palabra ‘responsabilidad’. Tenía miedo de que la palabra hubiera desaparecido, estuviera fuera de circulación, estuviera excomulgada.
Sin embargo, dando un suspiro de alivio, he podido comprobar que todavía existe, pero que está en un estado lastimoso. Está vieja, decrépita, con el rostro devastado por las arrugas; la piel marchita, signos evidentes de desnutrición y hasta de malos tratos en todo el cuerpo. Con un cierto olor a moho y vestida totalmente fuera de moda, de una manera casi ridícula”.
Con este modo irónico de expresarse, Pronsato, al jugar con la palabra responsabilidad, está remarcando la carencia de responsabilidad, o sea, la falta de costumbre de hacernos cargo de las cosas. Si buscamos en el diccionario la definición de “responsabilidad” encontramos la siguiente: “Condición de quien es responsable de algo”. Y si buscamos “responsable”, leeremos: “Aquel que debe dar cuenta de sus acciones y de las ajenas”. Es una palabra que viene del latín “responsare” es decir, responder.
En un mundo donde nadie quiere responder, donde todos preferimos hablar, denunciar, condenar, interpelar, protestar es como que hay muy pocos que quieren responder.
Por otro lado, la palabra “responder” tiene otra palabrita metida adentro que es “respondus”, que significa “peso”.
Es decir, que la Responsabilidad puede ser un peso fastidioso, difícil; que es incómoda de llevar, y la gente quiere liberarse de la responsabilidad lo antes posible.
Es una palabra que todos aman, pero la aman en brazos de los otros. Diríamos así: Hay gente habilísima para descubrir, para desenmascarar responsabilidades, pero en los otros. Lo hacen –o lo hacemos- a veces por oficio, y encontramos en ello un gusto loco, pero rara vez decimos “fue culpa mía” o “yo también me siento responsable al menos en parte de las cosas que suceden”.
La responsabilidad suena a algo engorroso que complica las cosas; algo opresor, que pareciera no respetar la libertad de los individuos, su espontaneidad.
Pero, en realidad, es al revés. Un hombre es libre sólo si es plenamente responsable.
Podemos recordar dos testimonios lindos de lo que implica comprometerse, de lo que significa la “responsabilidad”. Una es de Pieter Van Der Meer De Walcheren, autor del libro Nostalgia de Dios, en el que escribió: “Me es imposible desterrar de mi atención los sufrimientos de la humanidad, todos los sufrimientos tanto corporales como espirituales; no quiero gozar de reposo mientras los pobres, los mendigos y los vagabundos amenazados por el hambre y por el frío están, ahora, durmiendo entre harapos en los túneles y escaleras del subte; solamente porque allí, en el aire enrarecido del subterráneo, se está más caliente”. Y agrega: “Esta miseria me concierne, soy también responsable de esta miseria”.
El otro testimonio es el que describe Antoine de Saint Exupéry en la experiencia de su amigo y colega aviador Henri Guillaumet, quien vivió en la cordillera de los Andes algo similar a lo que padecieron los rugbiers uruguayos cuyo avión se estrelló en esas cumbres.
Lo de Guillaumet ocurrió muchos años antes. Perdido por una tormenta, su avión aterrizó a los tumbos en la cordillera, pero él se salvó y tras caminar seis días, casi congelado, llegó hasta el lugar donde lo rescataron. Quedó internado en un hospital de Mendoza y luego en un hotel para restablecerse. Saint Exupéry lo fue a visitar, y nunca se olvidó de lo que su amigo le dijo acerca de la responsabilidad en medio del relato de su tremenda experiencia: “En la nieve se pierde todo instinto de conservación. Después de 2 o 3 días de marcha sólo se desea el sueño, es decir morir: `he hecho lo que he podido y ya no tengo esperanzas ´, me decía yo en aquellos momentos. ¿Por qué obstinarme en este martirio? Me bastaba cerrar los ojos para lograr la paz en el mundo, para borrar del mundo las rocas, los hielos y las nieves. Apenas cerrara mis pupilas no habría ni golpes ni caídas ni músculos desgarrados ni quemantes hielos, ni ese peso de la vida cuando se vuelve más pesada que un carro. Esto era lo que yo deseaba, pero a la vez me decía a mí mismo:
‘Si mi mujer cree que yo estoy vivo, me imagina caminando, los compañeros creen que yo camino también, todos tienen confianza en mí, por lo tanto, soy un canalla si no me pongo de pie y camino’.
Entonces, yo me ponía de pie y caminaba. Lo que salva es dar un paso más. Es siempre el mismo paso que se vuelve a dar. Lo que hice –se confesó Guillaumet con su amigo-, te lo juro, creo que ningún animal lo hubiera hecho”.
Saint Exupéry dice que su grandeza, la grandeza de Guillaumet, fue sentirse responsable.
Responsable de ser fiel a los compromisos con aquellos con quienes se había comprometido. Era responsable de él y de los que lo esperaban; tenía en sus manos las penas y las alegrías de ellos.
Hay que tener en cuenta que ellos, Guillaumet y Saint Exupéry, eran los encargados del correo del sur, por lo tanto, llevaban consigo muchas cartas. Guillaumet era responsable de lo que se construye de nuevo allá entre los vivos y en lo cual debe participar.
En definitiva, dice Saint Exupéry, lo que salvó a Guillaumet fue ser hombre. Eso significa ser responsable con las personas con las que estamos comprometidos, aquellas que llevamos colgadas del corazón.
Creo que es una imagen muy linda de lo que significa esta palabra desgastada. Por un lado la responsabilidad de aquellos que nos quieren y por otro, la responsabilidad de lo que es mi misión.
Hay que volver a reencontrarse con la responsabilidad y no suponer que es una carga pesada, sino que las personas responsables, no obsesivamente sino sanamente responsables, también son libres y sobretodo son confiables. Cuando no cumplimos, cuando no nos comprometemos, la gente comienza a alejarse, a no acercarse porque sabe que no le cumplimos, que le fallamos; entonces toman distancia y terminamos perdiendo nosotros mismos.
Responsabilidad es responder por aquello con lo que uno se ha comprometido, por aquello por lo que nos van a pedir cuentas la gente, nuestra conciencia y también Dios. Este es el desafío. Juan Pablo II decía una frase fuerte que siempre me pegaba.
Decía que un modo de poder ponderar la dignidad de una persona, en el sentido de una dignidad onda del corazón, es ver qué capacidad tiene de saber sostener los compromisos tomados. De hacernos cargo de las cosas.
Esta es una definición humana muy justa. Y tengamos en cuenta que, compromiso significa compartir una promesa, no es algo doloroso, es algo lindo, una promesa común, que la comparto con aquel con quien estoy codo a codo.
P. Ángel Rossi SJ
Fuente: Periódico Encuentro
Rezar es Luchar
/en Espiritualidad /por adminY sí. Rezar es luchar. El palo vertical de la cruz es estar clavado a la oración al Padre diciendo Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu o diciendo Padre, te doy gracias, porque revelas estas cosas a los pequeños, porque siempre me escuchas. (El palo horizontal es estar clavado con los brazos abiertos a los hermanos).
Rezar es luchar.
Si me siento a rezar un rato afluirán todas las “elecciones” que hice durante el día: lo que elegí de bueno, con todo el corazón (amar a los míos, cumplir con el trabajo, hacer lo que tengo que hacer…); lo que “no quise elegir” y traté de zafar, de hacer lo menos posible…; y lo que elegí sabiendo que no estaba bien. Afluirán también los agradecimientos y las peticiones por los que me preocupan.
Pero aquí viene lo bueno: rezar es luchar pero no todo el tiempo.
Rezar es como despegar vuelo en avión: hay que ajustarse el cinturón, contar hasta 32 haciendo la señal de la cruz para que suba y pasar las nubes que haya hasta alcanzar la altura de vuelo crucero, como se dice.
Entonces todo se serena.
Usando el galicismo: para rezar hay que decolar.
La oración es actividad de cielo, no de tierra.
Hay que despegarse un rato de los desplazamientos terrestres y ganar altura para mirar las cosas desde otra perspectiva, a otra velocidad.
Contra el desánimo que da luchar después de haber luchado todo el día es buena esta imagen del despegue para hacernos sentir que la oración es volar en paz.
En el Cielo profundo de la Intimidad del Padre y de Jesús y del Espíritu Santo, no hay turbulencias. De última ultimísima, la oración es Paz. Un rato de paz. Descanso en la Bondad de Dios. Cuesta lucha despegar, alcanzar la altura crucero. Cuesta lucha bajar. Pero la oración es fundamentalmente descanso y paz.
Contra el desánimo que da la imagen del conflicto ponemos la imagen de despegar.
Y para despegar hay que ir con todo.
No se despega carreteando a veinte por hora.
Esa es la dificultad de muchas oraciones en las que uno no termina de “meterse”, decimos. Pero esa imagen no es buena, Mejor decir que: no terminamos de despegar.
¿Por qué es mejor esta imagen?
Porque se puede despegar en 32 segundos, es más: se debe despegar en 32 segundos, porque si no se te acaba la pista. Cuando uno siente “quiero rezar un rato” y toma conciencia de que son pensamientos fugaces, en general uno interpreta que fueron fugaces por culpa de uno que no les hizo caso. Pero no, son fugaces porque el Espíritu quería despegar con nosotros en una oración que, en 32 segundos nos pusiera en órbita. Que dure poco ese deseo es porque hubo una experiencia real de despegue: lo que pasa es que nosotros no nos subimos.
Lo que el Espíritu quiere es que “despeguemos unos instantes”. Y si uno se acostumbra a estas “elevaciones del alma” como le llaman los místicos, de a poco le toma el gusto a rezar muchas veces por día.
El deseo “repentino” que muchas veces me viene y se va no es que se vaya porque no le hice caso. Si le hago caso en el instante y cuento hasta 32, el Espíritu me hace despegar y rezo. Si no acepto la invitación a despegar, el despega sólo y si me fijo bien, esta invitación a despegar se da muchas veces por día. Discreta y suavemente, pero si lo voy haciendo consciente, el Espíritu que reza constantemente en nosotros, nos invita a despegar con un ritmo sostenido, único para cada uno, que se reitera muchas veces por día. Para despegar basta esa inspiración, ese arranque momentáneo. Y no sólo basta sino que siempre tiene que ser así: hay que rezar a “arranques”, despegar en pocos segundos… El resto lo hace el Señor.
Diego Fares SJ
Y si nos detuviéramos ¿Qué pasaría?
/en Espiritualidad, Laicos y Jesuitas /por adminPasa que cuando uno se detiene o se asienta, todo lo que estaba en movimiento se agolpa en el interior buscando continuar el movimiento. En esto seguimos las leyes de la inercia física. La pregunta podría ser: ¿qué detiene el movimiento interior? ¿Qué sucede con lo que estaba en movimiento cuando nos aquietamos?
Cuando nos encontramos en el fragor del trabajo, de una relación o de una circunstancia que nos activa intensamente, todas nuestras fuerzas vitales trabajan al mismo tiempo en pos de lo que estamos viviendo. Incluso las violencias ejercidas o padecidas de nuestro actuar en el mundo se configuran como movimientos. Son golpes de estímulos a la sensibilidad, golpes de conciencia. Nuestro cuerpo que sabe del mundo más que nosotros mismos registra absolutamente todo lo que vivimos.
El gran shock que padecemos en el aquietarnos es el del silencio. Cuando nos callamos, surgen de nosotros todas aquellas palabras, frases, imágenes, ideas, pensamientos, sentimientos por decir. En efecto, cuando dormimos los sueños configuran un mundo simbólico hilvanando muchos de estos materiales. Por eso es necesario de vez en cuando detenerse. Allí se fragua la vida feliz. Sólo el detenerse produce vidas felices. Detenerse de qué, si no hago nada, podrán decir algunos más sedentarios. Detenerse de lo que sea que viene sucediendo en nuestra vida. Detenerse y silenciarse para reconocernos, sentirnos sentir.
Y una vez que se agolparon todos los movimientos en el ‘paragolpes’ de nuestra conciencia: comunicar. La única vía de escape para soportar la inercia en la detención es la de comunicarse.
Primero, con uno mismo.
Relatarse a uno lo que se vive como hablando con alguien a quien deseamos. Porque la inteligencia narrativa ejerce una doble función de integración del acontecimiento que vivimos –y hasta el límite de anularlo- y de exaltación del acontecimiento, hasta el punto extremo en que el acontecimiento mismo engendra sentido. Tomar contacto de ese diálogo sincero con lo que nos sucede es casi la gran tarea a la que nos deberemos comprometer si deseamos una vida feliz.
Segundo, comunicarse (como sea) con otro, es la otra fórmula de salir del solipsismo.
Sea como sea que se pueda decir. Aquí la creatividad tiene que ser fecunda. Cada palabra, gesto, dibujo, canción, silencio, mirada… será una curación. Sentirás el alivio de sentirte vivo sólo si comunicas lo que vives sea lo que sea que padeces, como sea que se pueda comunicar.
Detenerse y contemplar el verbo. ¿Qué estoy haciendo? Y permanecer allí. Sereno, sin hacer más que sentir lo que sientes. Alabando la inmovilidad ante lo incambiable. Dejando ser lo que es. Que es lo más real, y sólo la realidad cura. Solo la aceptación agradece.
Emmanuel Sicre Sj
Resurrección
/en Espiritualidad, Laicos y Jesuitas /por adminLo que Dios quiere donarnos con la resurrección es una vida más grande que aquella a la que nos vamos acostumbrado, una vida más plena que la que nos damos a nosotros mismos, una vida más rica que la que decoramos con dinero, una vida más honda que la que apenas rozamos con nuestro corazón, una vida más entera que la que se nos fragmenta con el estrés, una vida más alta que la propuesta por la cultura, una vida más musical que ruidosa, más carnal que sensual, más espiritual que boba, una vida más llena de él en los hermanos y menos del propio ego, una vida más libre y menos esclava, una vida más luchada y menos fácil, una vida cada vez más amplia y generosa llena de rostros, una vida más divina, y por tanto más humana. Como la del Resucitado.
Emmanuel Sicre SJ
El acontecimiento de la Resurrección ¿Por qué primero en el corazón de las mujeres?
/en Espiritualidad /por admin“El primer día después del descanso sabático, muy de madrugada, las mujeres se vinieron al sepulcro llevando los perfumes aromáticos que habían preparado. Y encontraron la piedra corrida a un lado del sepulcro y habiendo entrado, no hallaron el cuerpo del Señor Jesús. Y aconteció, en su perplejidad a causa de esto, que de pronto se les presentaron dos varones con vestiduras deslumbrantes. Como quedaron amedrentadas inclinando sus rostros hacia el suelo, ellos les dijeron: «¿A qué buscan al Viviente entre los muertos? No está aquí, resucitó (se puso en pie). Recuerden cómo les habló cuando aún estaba en Galilea, diciendo: “Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores, que sea crucificado y que al tercer día se levante.”» Y se acordaron de sus palabras. Y vueltas del sepulcro, anunciaron todas estas cosas a los Once y a todos los demás. Eran María Magdalena, y Juana, y María, la madre de Santiago; y las demás mujeres que las acompañaban dijeron esto mismo a los Apóstoles. Y parecieron a sus ojos como vacías de sentido estas palabras y no las creyeron. Pedro, sin embargo, levantándose fue corriendo al sepulcro, y agachándose, ve (que estaban) sólo las sábanas de lino fino, y se volvió a casa (a lo suyo propio), admirándose de lo acontecido” (Lc 24, 1-12).
Contemplación
Estaban las cosas pero no estaba el Cuerpo del Señor.
Estaba la tumba, con la piedra removida, pero las mujeres no encontraron el Cuerpo del Señor Jesús. Pedro se asomó agachándose y “vio sólo las sábanas de lino fino”.
No hay nada más presente que un cadáver. Uno lo deja en un lugar y cuando vuelve sigue allí, igual, reclamando un entierro con su mudez en descomposición.
A las discípulas, que llevaban los perfumes aromáticos, la ausencia del Cuerpo les pesó con el peso de la piedra removida, que era su preocupación.
A Pedro, que habría podido remover la piedra, le llamó la atención un detalle delicado: las sábanas de lino fino solas, sin el Cuerpo del Señor Jesús que habían envuelto.
A Juan le llamará la atención un detalle más sutil aún: el sudario enrollado aparte de las sábanas de lino (había visto a Lázaro salir de la tumba vendado y con el sudario sobre el rostro).
Lucas nos dice que Pedro regresó a casa (a lo suyo propio) admirándose por lo que había acontecido. Este volver a lo nuestro, a nuestras cosas, es propio de la experiencia religiosa: uno siente que “sale un poco de sí y se mete en lo de Jesús y luego vuelve a lo suyo, a lo habitual…”, tenemos esta experiencia de meternos en las cosas de Dios y luego dejarlas –admirándonos- para volver a lo nuestro.
Lucas utiliza la misma palabra que los discípulos de Emaús le dirán a Jesús: “¿Sos el único que no sabe lo que ha acontecido?”.
Cuando se trata de cosas, los acontecimientos son un “sucederse” de las cosas, un pasar… Cuando se trata de personas, acontecer significa “nacer”, venir a la vida.
¿Qué es lo que acontece en la Resurrección de Jesús? Acontece que dejan de tener peso los acontecimientos de cosas y pasa a tener peso y fuerza de irradiación el Acontecimiento de la Persona de Cristo Resucitado.
Ya no se trata de que “pasen cosas”.
La charla sobre las cosas pasa a ser “charlatanerías” y las palabras sobre Jesús, en cambio, pasan a ser Evangelio.
Aquí pega un giro el hablar del mundo.
Los noticieros transmiten incesantemente noticias sobre lo que sucede en el mundo, sobre las cosas que pasan. El evangelio en cambio difunde la Buena Noticia sobre el acontecimiento más significativo de la historia, acerca de lo que “ha llegado a ser realidad”: que Jesucristo ha resucitado.
¿Y dónde acontece Esto? En el corazón de las discípulas, que fieles en su amor van de madrugada con perfumes al sepulcro.
La Resurrección acontece en los corazones.
No hay otro lugar físico donde pueda acontecer.
La tumba está vacía, las sábanas de lino fino no tienen ya su contenido, el sudario yace sobre la losa.
La Resurrección acontece en ese delicado espacio –donde la carne y el espíritu laten acompasadamente- que es el corazón humano. Y en primer lugar, acontece la resurrección del Señor en el corazón de las discípulas, en su perplejidad, nos dice Lucas: “Aconteció, en su perplejidad a causa de no encontrar el Cuerpo del Señor Jesús” (en su desconcierto y “aporía” –sin salida- en que quedaron sus mentes), que de pronto se les presentaron los ángeles de la resurrección y les anunciaron que Jesús está vivo.
La resurrección acontece primero como Anuncio, como Palabra que al ser oída por unos corazones que han quedado inmóviles de perplejidad, sin saber qué sentir, les da algo concreto y verdadero para sentir.
Los ángeles orientan esos corazones que están en suspenso con una pregunta: ¿A qué buscan al Viviente entre los muertos?
La pregunta les revela la dirección en que estaban buscando: es una dirección equivocada, por eso no ven nada. Iban con toda la furia a embalsamar un cadáver, a poner perfumes a una tragedia, a sellar con amor una nostalgia en la cual podrían llorar con razón para siempre: el Cuerpo muerto del Señor Jesús.
Ellas comprendían bien lo que había significado tener al Señor Jesús en esta tierra, haber podido compartir con él atardeceres junto al fuego y madrugadas frías.
Valía la pena levantarse al rayar el alba para ir junto a Él y quizás enterrarse en vida y hacer de esa tumba lugar de culto para todos los tiempos, ya que nunca volvería a existir Alguien tan hermoso y bueno como el Señor Jesús.
La sencilla pregunta de los ángeles de la resurrección y la afirmación límpida y clara “No está aquí, sino: resucitó”, produce un click en sus mentes y las mete instantáneamente en el acontecimiento de la Resurrección. Pero este acontecimiento lleva su tiempo, tiene sus pasos: no se trata de que “vean y toquen” inmediatamente el Cuerpo del Señor Jesús resucitado. El acontecimiento es de tal magnitud que se necesitará toda la historia de la humanidad para ponernos a la altura, para entrar en Él y que acontezca en nosotros.
El primer paso que les hacen dar los ángeles a las mujeres (y nosotros podemos ir tomando debida nota) es “recordar”: “Recuerden cómo les hablaba cuando estaba con ustedes en Galilea”. Para que la resurrección acontezca –dado que es algo que sucede sólo en los corazones- es necesario que adquiera el ritmo con que vive nuestro corazón. El corazón vive recordando y proyectando, los sentimientos del corazón nunca están quietos, beben recuerdos y proyectan acciones de vida. El corazón atrae la sangre desde todos los confines de nuestro cuerpo, con las huellas de lo vivido por cada órgano, y la purifica en sí con el soplo fresco del oxígeno, para lanzarla de nuevo a vivificar el cuerpo. En este ritmo vital tiene su espacio el acontecimiento de la resurrección: todos los recuerdos de lo vivido con Jesús tienen que ser recuperados amorosamente para recibir el Soplo de aire fresco del Espíritu, que irá haciendo ver toda su Verdad y su sentido a cada cosa de la vida del Señor: “era necesario que el Hijo del Hombre padeciera…”.
El acontecimiento de la Resurrección necesitará muchos corazones –todos en realidad-, por eso los ángeles pondrán en movimiento de Anuncio Evangélico los pies de las discípulas que irán a contar estas cosas a los Once y a todos los demás. En el corazón de esa comunidad de amigos y amigas en el Señor irá aconteciendo la resurrección (y sólo entrando en ese ámbito cordial –en la Unidad del Espíritu, con el vínculo de la paz- será posible vivir en la fe el acontecimiento de la resurrección del Señor Jesús). No podrá ser captada por ningún noticiero ni reconstruida con ningún método histórico crítico que no se meta en la realidad de lo que viven estos corazones. Afuera no pasa nada. Pasará lo que harán estos testigos. Pasará que habrá obras de caridad que construirán las manos de los discípulos. Pasará que habrá una alegría contagiosa que revelarán sus rostros y sus liturgias. Y llamará la atención este “fulgor” de la resurrección. Pero lo decisivo acontecerá siempre dentro del corazón y se comunicará de corazón a corazón.
Así, las cosas tienen ahora su centro en la Persona del Señor resucitado, que las recapitula en torno a sí. Y a ese Señor no tenemos acceso que podamos forzar, sino que Él viene a nosotros cuando quiere y entra si encuentra abierta la puerta de nuestro corazón. El se hace presente cuando nos ponemos en situación de unir nuestros corazones con el de otros, ya sea en la oración, ya sea en el servicio del anuncio del evangelio y de las obras de misericordia. No podemos “entrar” en el ámbito de la resurrección con métodos periodísticos o científicos. Pero podemos disponernos a percibir al Señor que viene, estando juntos como las discípulas y los discípulos, insistiendo en la oración en los lugares de dolor como la Magdalena, dialogando de las cosas que acontecen en torno a Jesús, como los de Emaús, yendo a nuestro trabajo cotidiano juntos, como Pedro y los discípulos que se fueron a pescar…
Hoy están de moda los libros de “historia de Jesús” (Hasta en Discovery Chanel tenemos los enigmas de la “historia de Jesús”). Sin ánimo de polemizar con los expertos, a veces siento que, aunque sean interesantes para aclarar muchas cosas que uno no sabe del mundo antiguo, lo que se informa con este “género literario periodístico” termina por ocultar lo único importante.
¿Y qué vendría a ser lo único importante? Que la vida de Jesús y los acontecimientos que se dieron en torno a Él no nos han llegado como noticia histórica, como noticia de un hecho que sucedió en el pasado y que se aleja irremisiblemente de nuestra vida a medida que esta avanza hacia el futuro. Lo primero no fue una noticia periodística.
Lo primero fue lo que aconteció en el corazón de las discípulas.
El Señor elige esos corazones para sembrar la semilla buena del primer anuncio porque son corazones fieles, simple y auténticamente fieles, sin cavilaciones, sin vueltas. Creo que el no valorar lo que significa un corazón así, entero, como sólo una mujer puede dar (y la resurrección necesita ese ámbito íntegro como el Verbo necesitó el corazón de María para encarnarse) hace que se tome como anecdótico el hecho de que el Señor se haya aparecido primero a las discípulas: a María, como nos hace contemplar Ignacio, a la Magdalena y a sus compañeras, Juana y María la de Santiago y a las demás que andaban en su compañía. Hay que valorar en todas sus dimensiones que sean estos corazones los primeros en dar cabida al acontecimiento de la resurrección. En otro ámbito se hubiera diluido en mil versiones y hubiera sido como la semilla que cae en los distintos terrenos malos y mezclados.
Notemos además que la resurrección no necesita un corazón inmaculado como el de María. El Verbo ya se encarnó de una vez para siempre en su carne sin pecado y ahora está inculturado, ya ha purificado nuestra carne y su sola presencia purifica lo que toca. Basta que se lo reciba con fe (pero fe íntegramente fiel, no como la de Tomás) y en un corazón comunitario. Así son los corazones de estas amigas y por eso prende en ellas como un Fuego el Espíritu de la Resurrección.
Cuando vemos a Pedro poner sus distancias, creer y dudar, ir y venir, sopesar y calcular, esperar y dar tiempo… comprendemos por qué el Señor hizo que su resurrección aconteciera primero en el corazón de las mujeres.
Después necesitaba que su Vida se hiciera estructura, Iglesia, disposiciones, leyes, procesos… y para ello le daría a Pedro y a sus compañeros todo el tiempo que necesitaran. Pero mientras tanto, la Resurrección tenía que “encarnarse”, nacer, estar viva, comunicarse –con esa capacidad afectiva de comunicarse que tienen las mujeres y que las unifica en torno a la realidad que tienen entre manos sin poner distancia abstracta como hacemos los varones-. Mientras los hombres medían las consecuencias políticas –por decirlo así, en el sentido de construcción social de la palabra- del acontecimiento, las mujeres lo daban a luz.
El corazón de la mujer es capaz de cambiar íntegramente en un instante todas sus expectativas cuando nota en sí que hay una vida nueva en ella. Esta capacidad de captar la vida nueva en un instante y de convertirse enteramente hacia ella con aceptación amorosa (no importa que a veces sea con gozo inmediato y otras con gozo y angustias) es lo que necesita Jesús para que su resurrección “Acontezca”, se haga real y vivificante en este mundo.
La resurrección es algo que sigue Aconteciendo en los corazones fieles. Admirados como Pedro, por el Anuncio de las discípulas, digamos: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo quien, por su gran misericordia, mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible” (1 Pe 1, 3).
Diego Fares sj