Una vida de santidad en la sencillez: el Hermano Marcos Figueroa SJ

El 17 de diciembre, el Papa Francisco aprobó la declaración de las virtudes heroicas del hermano jesuita José Marcos Figueroa. Ahora se le designa como “venerable”, un paso en el camino hacia el reconocimiento oficial de la santidad de su vida cristiana.

El hermano Marcos nació en las Islas Canarias (España) en 1865. Las condiciones de vida eran difíciles en esa época, y en 1873 la familia optó por emigrar a Uruguay. A los 20 años, guiado por su párroco e inspirado por los jesuitas, eligió ingresar en la Compañía de Jesús como hermano. En 1886, fue a Argentina para hacer el noviciado. Fue en este país donde vivió la mayor parte de su vida de jesuita. Primero en Córdoba donde, ya durante su noviciado, se dedicó a los enfermos de viruela.

En 1888, fue enviado al Colegio de la Inmaculada Concepción en Santa Fe, una ciudad a unos 500 km al oeste de Buenos Aires. Después de hacer los votos, pasó años allí realizando las tareas habituales de los hermanos de la época: ayudante del portero, encargado de las compras, apoyo a la vida comunitaria de diversas maneras. A partir de 1891, se convirtió en el portero habitual del colegio. Esta institución era central en la vida de la Iglesia en Santa Fe. Los jesuitas, además de enseñar a los estudiantes, acompañaban a muchos seminaristas y ofrecían sus servicios a los fieles que acudían a la contigua iglesia de la Virgen de los Milagros. Por lo tanto, el portero acudía a muchas personas.

Fue en el apostolado de la hospitalidad que ejerció durante 54 años en la portería del colegio donde el hermano Marcos Figueroa mostró sus destacadas cualidades cristianas. Fue acogedor con todos, alumnos, profesores, familias de alumnos que venían a visitar, fieles del santuario. Tenía una atención especial por los pobres que venían a su encuentro. Su camino hacia la santidad fue sencillo, pero marcado por la profundidad de su amor a Dios y al prójimo. Durante las últimas décadas de su servicio en Santa Fe, se involucró en otros apostolados, la difusión de la Buena Prensa, el Apostolado de la Oración e incluso la difusión de los trabajos del observatorio astronómico.

Para concluir, hay que señalar que el Papa Francisco, cuando ha firmado el decreto de reconocimiento de la calidad de vida cristiana del hermano Marcos Figueroa, ya conocía su dossier. De hecho, fue él, cuando aún era conocido como el P. Jorge Bergoglio, quien fue el vicepostulador de la causa durante diez años antes de ser nombrado obispo en Buenos Aires.

Fuente: jesuits.globlal/es

La cruz del pesebre

Reflexión por Agustín Rivarola SJ

Llama la atención que, en medio de la contemplación del pesebre, Ignacio nos remite al desenlace del recién nacido: “mirar y considerar lo que hacen, así como el caminar y trabajar, para que el Señor sea nacido en suma pobreza y, al cabo de tantos trabajos de hambre, de sed, de calor y de frío, de injurias y afrentas, para morir en cruz; y todo esto por mi…” (EE 116). Desde este realismo histórico de la navidad, Ignacio está uniendo los misterios de la vida y la muerte. El niño, hombre verdadero y Dios verdadero, integra en su carne estas dos realidades de vida y muerte, aparentemente tan opuestas.

Podemos tomar el pesebre como un símbolo de integración, como un icono donde convergen no solo la vida y la muerte, sino también lo masculino y femenino, el cielo y la tierra, los sabios y los pobres.

Tomemos la imagen típica del pesebre que tenemos en nuestras retinas: junto al niño recién nacido están María y José, lo femenino y lo masculino unidos para la transmisión de la vida. El cielo y la tierra están prefigurados en la estrella de Belén, junto con algunos ángeles que suelen ubicarse en el dintel del establo, y en la naturaleza animal de la vaca, el burro y las ovejas. Un paso más distante de María y José, aparecen los pastores y los magos, que hoy serían las personas en situación de calle (los pastores no tenían techo) y los hombres de ciencia que llegan a la verdad estudiando el movimiento de los cielos.

La cruz del pesebre es un símbolo de la integración que trae Jesús, donde un niño es capaz de reconciliar el cielo y la tierra, los pobres y los sabios, el varón con la mujer. Es ese Dios hecho hombre, tan hombre como cualquier bebé que hace caca y por eso necesita pañales, mostrando así que toda integración comienza por reconocer nuestra humanidad más humana, esa que necesita pañales.

Catequesis del Papa: «Sólo Dios sabe lo que es bueno para nosotros»

Prosiguiendo en su catequesis con el tema del discernimiento, el Papa Francisco indicó algunos criterios que pueden ayudarnos a comprender la bondad de una elección realizada.

Uno de estos criterios – dice el Papa – es la presencia de un sentimiento interior de «paz duradera» que traiga armonía a la propia vida.

Otro criterio es sentir que la decisión tomada no procede del temor a Dios, sino como «posible signo de respuesta al amor y la generosidad del Señor hacia mí», prosiguió diciendo el Pontífice. Mientras otro aún es «la conciencia de sentir que uno ocupa su lugar en la vida y forma parte de un plan mayor, al que desea ofrecer su contribución».

Además, explicó que una persona «puede reconocer que ha encontrado lo que buscaba cuando su jornada se vuelve más ordenada», cuando los diversos aspectos de su existencia se armonizan y es capaz de afrontar «las dificultades con energía y fortaleza renovadas».

Otro signo más de la confirmación de que se va por el buen camino según el Papa «es el hecho de permanecer libres respecto a lo que se ha decidido, dispuestos a cuestionarlo». Y explicó la motivación de esto: “No porque quiera privarnos de lo que nos es querido, sino para vivirlo con libertad, sin apego. Sólo Dios sabe lo que es verdaderamente bueno para nosotros.»

Fuente: vaticannews.va

Dios se revela en la sencillez de la cotidianeidad

Reflexión por Diego Pereira Ríos

Llega fin de año y cada uno de nosotros intentando terminar etapas, cerrar círculos, hacer conclusiones que nos animen a creer que hemos logrado avanzar como humanidad. De cara a Dios, examinamos nuestra manera de actuar para buscar responder si estamos o no colaborando con el reino. En un año movido en todos los niveles de la vida humana, si bien la pandemia del Covid-19 amenaza con reaparecer, en medio de una guerra entre Ucrania y Rusia, el mundial de fútbol de Qatar es lo que en estos días acapara la atención mundial. Pareciera que el ser humano necesita crear todo el tiempo acontecimientos espectaculares para vivir.

Esto mismo sucedía desde la época del Pueblo de Israel. Los profetas del Antiguo Testamento, cada vez que hablaban de la llegada del Mesías liberador, lo hacían describiendo situaciones inusuales mediante eventos espectaculares. Son varios los profetas que hablan de Dios como alguien que se manifestará rompiendo la habitual cotidianeidad del ser humano. Incluso Juan el Bautista, cuando se refería a la llegada del Hijo de Dios, decía que mientras él bautizaba con agua, el Mesías lo haría con fuego. Desde entonces hasta hoy, existe en el ser humano la idea de que Dios se revela solamente de forma majestuosa o sensacional, olvidando que Dios se revela en lo secreto, en lo cotidiano.

Hay en ello un secreto divino: Dios está siempre con nosotros, a nuestro alrededor, manifestándose de mil maneras distintas pero, sobre todo, en el silencio, en la calma, en lo escondido del mundo. Mientras nosotros seguimos distrayéndonos con el hipnotismo esclavizante de las pantallas digitales, Dios vuelve a nacer cada día en cada vida que llega al mundo, en cada ser vivo que encuentra en este mundo un lugar para crecer. Y esto lo podemos meditar en este tiempo de Adviento, donde el Dios de la historia nos convoca a reunirnos en torno a un simple pesebre para esperanzarnos en la nueva vida. En esa pobreza revelada en el pesebre, en la sencillez de la vida de personas simples y comunes, la presencia de Dios puede sorprendernos y traernos una gran sorpresa.

Reflexión: «Un suelo fértil»

Por Jaime Tatay SJ

«Un árbol funciona como una bomba –nos decía el profesor de Fisiología Vegetal proyectando una diapositiva–, una bomba capaz de extraer los minerales y la humedad desde las capas más profundas del suelo hasta la superficie. Por medio de la fotosíntesis –continuaba–, las plantas fijan el carbono atmosférico que, junto al agua y los nutrientes aportados por el suelo, posibilitan el crecimiento del árbol. Más tarde, las hojas, las ramas y los frutos, al caer y descomponerse, forman esa capa fértil del suelo llamada humus».

«Pero, para poder hacerlo –matizaba señalando la parte subterránea del árbol–, las raíces primero tienen que realizar una penosa y dura tarea: penetrar la tierra, fracturar la roca y anclar el peso del árbol. Solo después de ese arduo y lento proceso, que puede tardar muchos años, puede el árbol empezar a dar fruto y formar el humus».

En la Biblia, el ser humano (adam) y la tierra (adama) no están lejos de los animales, de las plantas y del humus, ya que comparten el mismo sustrato, del que se nutren y del que provienen. En el Génesis, la humanidad, como el humus, sale del suelo. Es moldeada con suelo y al suelo regresa. Nos lo recuerda la liturgia cada Miércoles de Ceniza: «Polvo eres y en polvo te convertirás».

Ahora bien, si todas las criaturas provenimos de la tierra y a ella volvemos es porque Dios, con su palabra, siembra, labra, riega y cuida. Durante nuestra vida estamos invitados, por tanto, a dejarnos cultivar, a ser arados y regados por la palabra de Dios que es capaz de transformar y extraer el mejor fruto de cada uno de nosotros. Por eso la vocación cristiana es tan sencilla; consiste en meditar la palabra de Dios, dejarse hacer por ella y permitir que fructifique. Consiste en transformarse en suelo fértil.

Sin embargo, como expresa la parábola del sembrador, a menudo nos negamos a acogerla, impedimos que nos trabaje por dentro. Nos resistimos porque la palabra –como las raíces– remueve, descoloca y trastoca el orden establecido. Y eso resulta incómodo. Nos resistimos también porque no respetamos el ritmo de Dios, el lento proceso de formación del humus y de maduración del fruto. Queremos que todo sea fácil y rápido.

Jesús observó con paciencia durante su vida el funcionamiento de la naturaleza y comparó a menudo el Reino de Dios con las semillas. De hecho, la metáfora de la semilla fue una de sus favoritas. El sorprendente potencial del pequeño grano de mostaza; la paradójica convivencia de la cizaña y el trigo; o la desproporcionada fecundidad del grano de trigo señalan en la misma dirección: al origen humilde y oculto del Reino, a su asombrosa capacidad para crecer, multiplicar y dar fruto. La semilla, por último, adquiere un significado redentor que explica el sentido de la Pascua: «En verdad os digo que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, produce mucho fruto» (Jn 12, 24).

Humildad y humus comparten la raíz, al igual que el ser humano y la tierra. Humilde es quien proviene del humus, del suelo. Humilde es quien encuentra sustento en lo pequeño, en lo oculto, en lo terreno. Humilde es, en definitiva, quien germina y crece en el humus, en esa capa fértil del suelo donde nace la vida.

Fuente: pastoralsj.org

Sínodo: Publicaron Documento para la Fase Continental

EL jueves 27 de octubre, se difundió el instrumento de trabajo para la nueva etapa del camino sinodal iniciado por el Papa Francisco en 2021.

El Documento para la Fase Continental del Sínodo, como documento orientativo, está compuesto por cuatro capítulos. El primero, “La experiencia del proceso sinodal”, ofrece una narración de la experiencia de sinodalidad vivida a partir de la consulta al Pueblo de Dios en las Iglesias locales y del discernimiento de los Pastores en las Conferencias Episcopales.

El segundo capítulo, titulado “A la escucha de las Escrituras”, presenta un icono bíblico (la imagen de la tienda de Isaías 54) y propone una clave de interpretación de los contenidos de todo el documento a la luz de la Palabra.

En la tercera sección, “Hacia una Iglesia sinodal misionera”, articula las palabras clave del proceso sinodal (Comunión, participación, misión) con los frutos de la escucha a los fieles: la escucha; el impulso hacia la misión; la corresponsabilidad para la misión; la construcción de comunión, la participación y la misión; la liturgia.

Por último, el cuarto capítulo, “Próximos pasos”, considera dos horizontes temporales distintos: la sinodalidad como llamada perenne a la misión y conversión (largo plazo) y los encuentros continentales y trabajos al servicio del primer horizonte.

Accedé al documento aquí: Documento Etapa Continental

La tentación de acelerar

Reflexión

No sé si te ha pasado, pero a mí sí. Hay momentos en la vida en que quisieras tocar y presionar el botón de avance rápido ‘FF’ (fast forward button), hay tiempos en los que cuesta más la vida; esos instantes en que la lentitud de lo ordinario se parece a una pesada losa que inevitablemente hay que cargar. Esta tentación de presionar el botón de avance rápido puede sucedernos, generalmente, cuando la incertidumbre del porvenir carcome nuestras entrañas, cuando nuestros deseos de saber se imponen ante cualquier resabio de desconocimiento.

Queremos que toda la vida nos quepa en un plan estratégico, acotado, medido y bien estructurado. El Descartes que llevamos dentro parece exigirnos a toda costa claridad y distinción, entendimiento y comprensión. Pero cuando esto no sucede, porque la vida misma tiene sus grandes dosis de sorpresas, nos invade una sensación de inseguridad, de miedos, de fantasmas, de titubeos y, a veces, de una completa parálisis que nos impide seguir adelante o, al contrario, un impulso que acelera nuestro ritmo y entonces pasamos atropellando a otros.

Caminando con los pueblos indígenas, como jesuita, he aprendido a base de grandes esfuerzos y duras frustraciones, que el tiempo no necesariamente tiene que ser lineal, sino que también puede ser circular. No somos del tiempo, el tiempo es nuestro. Decir que «no tenemos tiempo» es una mentira, porque el tiempo, cuando de veras hay interés, lo hacemos nosotros. No todo tiene que ser pragmático o utilitario, también existen la donación y la gratuidad. No solo es importante lo individual, sino también, y con mayor énfasis, lo comunitario.

La tentación de acelerar la vida me invade por el miedo que tengo a sentir mi existencia en todas sus formas, estados de ánimo, colores, matices, texturas, sonidos, silencios, presencias y ausencias; pero nadie nos puede ahorrar caminos, hay que andar todas las sendas y sentir los vientos de cada momento: la frescura de la mañana, el fatigoso calor del mediodía, la suave brisa del atardecer, la callada oscuridad de la noche y todos los tiempos muertos donde nada brilla, donde nada sucede, donde la lentitud de la vida nos abruma y donde la calmada espera nos desespera.

Una expresión popular dice que «el que espera, desespera» pero esa desesperación nace de la falta de una auténtica esperanza. Como cristianos, sabemos de sobra que «la esperanza no defrauda porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones» (Rom 5, 5). Cuando perdemos de vista que la esperanza cristiana es un don que nos hace capaces de superar con paciencia toda resistencia, toda adversidad y toda impaciencia, es cuando quedamos atrapados en nuestro propio laberinto de frustración y turbación. Ya lo diría santa Teresa de Jesús quien, por cierto, no era muy paciente que digamos: «la paciencia todo lo alcanza». Pero ¿cuándo lo alcanza? No lo sabremos antes, sino después de esperar y trabajar. Ante mi impaciencia, un buen amigo jesuita me daba un consejo que quizá te pueda ayudar a ti: «Tranquilo, esperar es muy educativo porque va ayudando a que los grandes ideales se asienten y encuentren un lugar sereno desde donde puedan vivirse para que podamos mantener nuestros propósitos y no caer derrumbados al primer tropezón». Recuerda, no desesperes, porque es cierto que «la esperanza no defrauda».

Genaro Ávila-Valencia, sj

Fuente: pastoralsj.org

Sospecha y amenaza

Reflexión

Es curioso cómo, hoy por hoy, las mascarillas provocan muchas veces una sensación de sospecha y, en ocasiones de amenaza. Al ver a alguien con ella por la calle, o en un espacio público, la gente tiende a pensar o bien que se trata de una persona que ha sufrido mucho a causa del covid y ha quedado de algún modo marcada por ello, o que se trata de una persona con cierta debilidad, y que por tanto debe tratar de protegerse por todos los medios, o, también, que pudiera ser un contagiado de covid que, en este tiempo en el que ya no hay bajas laborales, se aísla de los demás por medio de una mascarilla.

Este ejercicio también podría hacerse desde el lado contrario, intentando ver cómo, para aquellas personas que llevan mascarilla para protegerse del covid por una causa o por otra, los otros son también objeto de sospecha y amenaza. Y no quiero decir nada si, de pronto, se topan con que las personas que están a su alrededor y no llevan mascarilla, tosen y estornudan. Entonces la sospecha y la amenaza se transforman en nerviosismo y pánico.

Lejos de lo anecdótico, creo que este sencillo ejemplo de la mascarilla nos ayuda a comprender uno de los males de nuestra sociedad, como es el de la falta de empatía y de misericordia con aquel que piensa o actúa diferente que nosotros. Y es que, si lo pensamos un poco, no deja de ser paradójico cómo un objeto como la mascarilla, ideado para proteger a las personas, puede convertirse en algo que provoque sospecha y amenaza. Pero, como digo, la mascarilla no es lo único, puesto que esto puede ocurrir con tantas otras realidades como la manera de vestir, el modo de mirar, la música que se escucha, los lugares que se visita, aquello que se escucha fuera de contexto, etc. Fruto de todo ello, nos movemos tantas veces por este mundo con la escopeta cargada, preparada para defendernos de todo aquel que para nosotros se convierte en motivo de sospecha y amenaza, aunque ni tan siquiera lo conozcamos.

Sin embargo, y volviendo al ejemplo de la mascarilla, creo que la cosa cambia cuando conocemos las razones por las que las personas deciden llevarla (o no llevarla). Entonces, lejos de ver en el otro una sospecha o una amenaza, descubrimos una persona que, precisamente por su debilidad (sea del tipo que sea), despierta en nosotros la misericordia, la comprensión y la fraternidad. Pues eso, que, como decía antes, la mascarilla es solo un ejemplo que nos ayuda a ver otra realidad más profunda como es la de la falta de misericordia con la que nos movemos por el mundo. Ojalá que cada vez sean menos las ocasiones en las que veamos en el otro una sospecha o una amenaza, y más las que encontremos en aquel que es distinto a nosotros, un hermano necesitado de nuestra empatía y comprensión.

Dani Cuesta, sj

Fuente: pastoralsj.org

¿Qué es la sinodalidad?

El papa Francisco ha dicho que la sinodalidad es el estilo de la Iglesia para el siglo XXI. Pero, ¿qué es la sinodalidad? La palabra sinodalidad deriva de la palabra sínodo, pero tampoco es claro qué significa sínodo.

«Sínodo» proviene del griego y significa camino conjunto, es decir, reúne dos dimensiones, una comunitaria (conjunto, comunidad) y otra dinámica (camino, en marcha).

Cuando Francisco lo aplica a la Iglesia, quiere decir que la Iglesia es una comunidad que peregrina conjuntamente hacia el Reino de Dios.

Esta idea no ha sido invención de Francisco, sino que recupera la tradición de la Iglesia primitiva que vivía como comunidad de cristianos unidos en comunión por el Espíritu y que seguían el camino de Jesús hacia del Reino de Dios (ver, por ejemplo, Hechos de los Apóstoles 15). Por esto decían que sínodo era una definición de la Iglesia.

Esta idea de Iglesia como sínodo, vigente al comienzo de la Iglesia, la recuperó el Concilio Vaticano II que definió la Iglesia como el «Pueblo de Dios» formado por los bautizados que han recibido el don del Espíritu y peregrinan hacia el Reino de Dios.

Esto significa que lo que poseemos en común todos los cristianos (el don de Espíritu recibido en el bautismo), es más importante que las diferentes vocaciones de los pastores, los seglares y la vida religiosa: diferencias que no se eliminan, sino que se ponen en diálogo y comunión. Todos tenemos el derecho a hablar y escucharnos para discernir lo mejor para la Iglesia, desde nuestra propia experiencia y vocación.

La Iglesia no es una pirámide, sino una comunidad, donde cada cristiano cumple su misión, como pastor, seglar o vida religiosa. No ha de haber una elite cultural, espiritual o clerical que domine desde arriba, sino que todos participamos de la misma fe y del don del Espíritu. Así pues, aquello que nos afecta a todos, está llamado a ser dialogado por todos.

Y todo ello de formar abierta y dinámica, pues la Iglesia sinodal es un Pueblo en marcha que ha de anunciar el evangelio de Jesús a todas las naciones, y responder a los gozos y esperanzas, tristezas y angustias de la humanidad de hoy. Esta es la sinodalidad que el papa Francisco propone para la Iglesia del siglo XXI.

Víctor Codina, sj

Catequesis del Papa: El deseo, la brújula que nos guía hacia la plenitud

Continuando con su ciclo de catequesis sobre el discernimiento, el miércoles 12 de Octubre el Papa Francisco reflexionó sobre “el deseo” como elemento constitutivo del proceso de discernimiento.

«El discernimiento es una forma de búsqueda, y la búsqueda nace siempre de algo que nos falta pero que de alguna manera conocemos. El deseo – señaló el Pontífice – no son las ganas del momento. La palabra italiana viene de un término latín muy hermoso, de-sidus, literalmente “la falta de la estrella”, la falta del punto de referencia que orienta el camino de la vida; esta evoca un sufrimiento, una carencia, y al mismo tiempo una tensión para alcanzar el bien que falta”.

Es necesario estar atentos, ya que, “un deseo sincero sabe tocar en profundidad las cuerdas de nuestro ser, por eso no se apaga frente a las dificultades o a los contratiempos”. Es como cuando tenemos sed: si no encontramos algo para beber, esto no significa que renunciemos, es más, la búsqueda ocupa cada vez más nuestros pensamientos y nuestras acciones. Obstáculos y fracasos no sofocan el deseo, al contrario, lo hacen todavía más vivo en nosotros.

Llama la atención el hecho de que Jesús, antes de realizar un milagro, a menudo pregunta a la persona sobre su deseo: ¿quieres ser sanado? Y a veces esta pregunta parece estar fuera de lugar. Por ejemplo, cuando encuentra al paralítico en la piscina de Betesda, que estaba allí desde hacía muchos años y nunca encontraba el momento adecuado para entrar en el agua. Jesús le pregunta: «¿Quieres curarte» (Jn 5,6). ¿Por qué? En realidad, la respuesta del paralítico revela una serie de resistencias extrañas a la sanación, que no tienen que ver solo con él. La pregunta de Jesús era una invitación a aclarar su corazón, para acoger un posible salto de calidad: no pensar más en sí mismo y en la propia vida “de paralítico”, transportado por otros.

Si el Señor nos dirigiera, hoy, la pregunta que hizo al ciego de Jericó: «¿Qué quieres que te haga?» (Mc 10,51), ¿qué responderíamos? Quizá, podríamos finalmente pedirle que nos ayude a conocer el deseo profundo de Él, que Dios mismo ha puesto en nuestro corazón. Y darnos la fuerza de concretizarlo. Es una gracia inmensa, en la base de todas las demás: consentir al Señor, como en el Evangelio, de hacer milagros por nosotros.

Fuente: vaticannews.va