Bert Daelemans SJ. «Ejercicios espirituales» con el arte
Está naciendo un nuevo método para impartir los Ejercicios Espirituales: un método creativo, pero al mismo tiempo fiel a la tradición. El mismo Ignacio de Loyola había expresado el deseo de incluir imágenes en su texto de los Ejercicios Espirituales (EE); alrededor de 100 años después de la primera edición, se publicó en Roma la primera versión ilustrada, que inauguraba una larga y fecunda tradición, que aún sigue viva.
Nuestra propuesta es tan intrínsecamente ignaciana que logra evitar las trampas habituales de algunos retiros: basta pensar en aquellos que no rezan de manera personal, sino que se dejan llevar por lo que dice el predicador, contraviniendo la recomendación que Ignacio da al guía de los Ejercicios, de no interponerse entre el Creador y su criatura y dejar que el Señor se comunique directamente con ella, «abrazándola en su amor y en su alabanza» (EE 15); o la trampa de quedarse en la abundante reflexión mental, en el «mucho saber», sin «sentir y gustar las cosas internamente» (EE 2).
Este artículo se desarrollará en tres partes. En la primera, ilustramos una manera ignaciana de acercarse al arte, descartando tres formas que podemos considerar inadecuadas. Sobre esta base, en la segunda parte, enumeraremos 10 frutos sorprendentes de tal experiencia. Finalmente, en la última parte, presentaremos brevemente nuestra propuesta concreta para orar con el arte.
Una manera ignaciana de acercarse al arte
En primer lugar, debemos despejar una objeción que a menudo se hace al arte, es decir, que nos aleja de la realidad. Durante una de nuestras conferencias sobre este tema, un oyente criticó el arte, culpable, según él, de endulzar y distorsionar la realidad, a menudo brutal y violenta, creando un mundo imaginario incapaz de ofrecer un terreno seguro para acercarse al Dios de Jesucristo.
Esta objeción es un criterio valioso para distinguir el arte, por así decirlo, «auténtico» de formas expresivas edulcoradas, que no nos interpelan en absoluto, manteniéndonos encerrados en nuestra zona de confort y devolviéndonos solo la imagen que ya tenemos de nosotros mismos (la misma objeción sirve para distinguir la oración auténtica de la falsa). Obviamente, no hablaremos de este arte empalagoso, porque no creemos que sirva para un camino ignaciano.
Ahora bien, las únicas obras que no se deben considerar son aquellas que no ayudan al hombre «a alcanzar el fin para el cual fue creado» (EE 23); si luego son útiles para otros, no nos corresponde a nosotros juzgarlo. Romano Guardini afirma que el arte digno de ese nombre no se limita a devolvernos la realidad tal como es, como lo haría un espejo o un periódico, sino que la «celebra» con una nota de esperanza, mostrando cómo en esa realidad también están presentes los gérmenes del reino de Dios. En este sentido, puede mostrar la violencia sin violentar, orientándonos hacia el bien (como cuando quien propone los Ejercicios debe asegurarse de que el ejercitante se sienta espiritualmente «movido» y los esté haciendo de la manera correcta [cf. EE 6]). Naturalmente, ni para Guardini ni para nosotros el arte que logra este resultado tiene que ser necesariamente de temática religiosa.
Para proponer una manera ignaciana de acercarse al arte, conviene ilustrar otras tres que no son plenamente ignacianas, pero que quizás hemos utilizado durante nuestros retiros: la primera es usar el arte con fines religiosos; la segunda es utilizarlo para ilustrar un concepto; la tercera es observar el arte como espectadores. Se trata de enfoques legítimos, que ciertamente tienen su lugar en los Ejercicios, pero que no son plenamente ignacianos. Aquí, en cambio, queremos proponer una manera realmente nueva y profundamente ignaciana, en la que el arte no es simplemente un remedio o un pretexto, sino el lugar y la letra misma de la oración.
Usar el arte con fines religiosos
En primer lugar, debemos rechazar el uso –y abuso propagandístico– del arte con fines religiosos. Esto sucede cuando en el arte buscamos solo aquello que queremos encontrar, lo que hemos establecido de antemano, dogmáticamente o no: si se puede separar el mensaje de la obra, no se valora el arte en sí.
Rezar con el arte significa, en cambio, contemplar el arte en sí mismo y descubrir en él un sustrato espiritual –justamente ahí, y en ningún otro lugar–, es decir, de manera sacramental. Porque la espiritualidad no se aleja del mundo y de la materia, ni tampoco de Dios; más bien encuentra en el arte un terreno fértil en el que la gracia asume la naturaleza, revelando su dimensión latente de alegría y vida, sin destruir nada.
Usar el arte para ilustrar un concepto
Otro enfoque erróneo es usar el arte para ilustrar un concepto. De este modo, el arte se convierte en un elemento secundario, en el mejor de los casos, una aplicación estéril de los cinco sentidos a una construcción mental.
Otra cosa sería proponer en primer lugar la imagen como una composición de lugar, como un espacio que se abre ante nosotros, no más con palabras, sino con «palabras visibles», retomando una expresión de san Agustín, es decir, por medio de colores, líneas, volúmenes, luz, espacio, gestos, miradas y manos que nos hablan sin necesidad de palabras.
Ciertamente, las palabras ayudan, pero más como subtítulos o notas al pie de página, aclarando en lugar de explicar, y abriendo en lugar de cerrar el espacio creado por la obra. En este sentido, las palabras, ideas y conceptos son necesarios, porque no se trata solo de sentimentalismo o de vagar en las emociones, sino de comprender con todas nuestras facultades mentales, partiendo de una concepción holística de la razón y la inteligencia, incluyendo la dimensión emocional y la relacionada con la imaginación.
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