Prepárate para la Prueba

Prepararse para los tiempos difíciles, para que sea oportunidad de crecer y aprender y no de replegarse sobre uno mismo.

Por Jaime Espiniella, sj

Vendrá la prueba. Vendrá porque decidimos seguir caminando cuando solamente probar no fue suficiente, cuando vimos claro que dar un paso más significaba no tener todo controlado y confiar en el horizonte que Dios dibujaba a su manera en nuestro interior.

Vendrá, ya lo sabíamos, aunque en momentos pensemos que quizás hubiera sido mejor no saberlo. Algo nos decía que compartir la vida con otros no impediría las preguntas, que la alegría de los que peor lo tienen tocaría la nuestra.

Vendrá y con ella el aprendizaje.

Vendrá y la entenderemos mal si la acompañan las ganas de acurrucarse en un rincón esperando que pase el temporal. Vendrá como oportunidad y nunca como peso aunque tengamos que hacer frente a la inseguridad o la duda.

Vendrá y caminaremos, aprenderemos lenguajes nuevos, nuestros ojos verán cosas que muchos otros no ven, descubriremos lugares que nunca hubiéramos imaginado, nos encontraremos con personas increíbles, creeremos que nuestras manos no son nuestras, que la vida nunca latió con tanta fuerza.

Vendrá y no estaremos solos. Nada tiene que ver con el miedo paralizante y mucho con hacernos más amigos, compañeros, hermanos.

Vendrá, prepárate. Sin obsesionarse ni buscarla, sino con el espíritu abierto y confiado del que sabe detrás de quién camina.

Fuente: Pastoral SJ

 

¿Por qué llevas esa Cruz?

Efectivamente, la sociedad está cambiando, pero no por ello la gente deja de apostar por la fe.

Por Elena Lozano Santamaría

Si me pidieran una definición sencilla de mí misma, podría decir que tengo 20 años, soy estudiante y me confieso creyente. Sí, soy joven y creyente a la vez, y lo subrayo porque en nuestros días hay quien dice, con total seguridad en su afirmación, que eso es imposible. Que las palabras joven y creyente no casan bien en una misma frase, porque “los jóvenes ya no hacemos eso”, porque “ser creyente es ser un carca”, porque “la sociedad está cambiando”.

Efectivamente, la sociedad está cambiando, pero no por ello la gente deja de apostar por la fe. Y digo apostar porque parece que en nuestros días creer supone arriesgarse a ser tomado en serio o no. Muchas veces, por miedo a perder una reputación, una seguridad o una confianza, preferimos callarnos y guardarnos lo que sentimos para alguien que comparta nuestra fe.

La gente creyente joven (y con joven me refiero a persona en edad universitaria) vive diariamente una serie de situaciones incómodas y sin sentido que hacen reflexionar. Son cosas tan simples como sentir vergüenza al decir que uno va a misa (o directamente ocultarlo) o llevar un signo religioso visible y que la gente le pregunte: “¿Por qué llevas esa cruz?” Pues ahí está la clave del asunto, ¿por qué llevamos esa cruz? ¿Por qué cargamos con el peso de la vergüenza y el incómodo cuando se trata de hablar de nuestra fe? Son muchas las ocasiones en que nos vemos obligados a callarnos o a minimizar nuestras creencias por miedo a lo que puedan pensar. Por miedo a que nos encasillen como ‘antiguos’ o a que, directamente, nos rechacen.

Sin embargo, ¿merece la pena ese miedo frente a la libertad de poder decir en alto lo que uno siente? Yo creo que no. Porque cuando uno ha elegido, o más bien, se ha sentido llamado a seguir este camino, el miedo no es más que un obstáculo que ralentiza la marcha. La duda es inherente a la fe, pero el miedo lo ponemos nosotros. Y toda persona se merece ser feliz siendo una misma. Pero es cada uno quien debe decidir sobre su vida, enfrentarse a sus miedos y pronunciar en alto las palabras que los provocan. Y también debe hacer ver a esa sociedad que no lo entiende que un joven creyente no es una persona antigua o alguien que acuda engañado a seguir las tradiciones de sus padres. Se trata, sencillamente, de alguien que busca respuesta a sus preguntas y que ha descubierto en su vida otra forma de ver el mundo. Alguien que busca más allá.

Fuente: Pastoral SJ

 

Reflexión del Evangelio – Domingo 30 de Septiembre

Evangelio según San Marcos 9, 38-43 45 47-48

 Juan dijo a Jesús: “Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu Nombre, y tratamos de impedírselo porque no es de los nuestros”. Pero Jesús les dijo: “No se lo impidan, porque nadie puede hacer un milagro en mi Nombre y luego hablar mal de mí. Y el que no está contra nosotros, está con nosotros. Les aseguro que no quedará sin recompensa el que les dé de beber un vaso de agua por el hecho de que ustedes pertenecen a Cristo. Si alguien llegara a escandalizar a uno de estos pequeños que tienen fe, sería preferible para él que le ataran al cuello una piedra de moler y lo arrojaran al mar. Si tu mano es para ti ocasión de pecado, córtala, porque más te vale entrar en la Vida manco, que ir con tus dos manos al infierno, al fuego inextinguible. Y si tu pie es para ti ocasión de pecado, córtalo, porque más te vale entrar lisiado en la Vida, que ser arrojado con tus dos pies al infierno. Y si tu ojo es para ti ocasión de pecado, arráncalo, porque más te vale entrar con un solo ojo en el Reino de Dios, que ser arrojado con tus dos ojos al infierno, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga”.

 Reflexión del Evangelio – Por Oscar Freites SJ 

Desde hace algunos domingos venimos siendo testigos del camino que Jesús viene haciendo junto sus discípulos; y de las enseñanzas y los desafíos que supone asumir la dinámica del Reino. En este domingo nos encontramos en Cafarnaúm, lugar de la cotidianeidad para los discípulos y para Jesús. Ellos, han hecho un alto en el camino después de algunas egocéntricas discusiones y de algún que otro fracaso en la misión. En la intimidad de lo cotidiano Jesús ha comenzado a instruirlos sobre algunas cuestiones fundamentales antes de continuar camino. Pues es necesario aprehender de verdad la contradictoria dinámica de un Reino que invita a ser los últimos, que impulsa al servicio entregado y desinteresado, y que pone en el centro a los pequeños. Cosas bien difíciles de entender y de encarnar en el día a día.

 Testimonio de esta dificultad, es la humana reacción que Juan tiene al constatar que otros están realizando milagros en nombre de Jesús; y que tiene éxito en ello. Podemos imaginarnos el torbellino de sentimientos que se han desencadenado en Juan: recelos, frustraciones, envidias… Ellos son los amigos, los compañeros de Jesús; y por tanto los únicos legitimados para obrar el bien en su nombre. Juan se ha apropiado de este vínculo, lo ha instrumentalizado al punto tal de reclamar una cerrada exclusividad de afecto y de dones. Quizás no se ha dado cuenta que, con su actitud está cuartando el mismísimo don que implica su relación de amistad con Jesús. La irrupción del otro o de unos otros, ha puesto en crisis la comprensión de su propia relación con Jesús; y su reacción no ha sido la más adecuada.

 Maravillosa ocasión para profundizar en la verdadera relación que Jesús quiere construir con los suyos, con sus discípulos, con nosotros. Dios es relación, y por eso Jesús no puede entenderse sin una constante referencia al Padre. Una relación que es amor y comunicación, entrega generosa y libertad desbordante. Jesús se sabe desde el otro y para el otro, y desde allí se entrega y ama libremente a todos. Para nosotros experimentarnos desde el otro y para el otro nos puede causar una leve sensación de vértigo o de perdida de libertad; porque quizás no hemos llegado a interiorizar las exigencias de un amor auténtico.

 El evangelio de hoy, por contraste, nos invita a asumir en la cotidianeidad de nuestras vidas las exigencias de amar auténticamente. Detengámonos entonces a considerar, desde la Palabra de este domingo, las exigencias del amor.

 La primera condición del amor es asumir una auténtica alteridad. Amar es aceptar que el otro sea realmente otro, rechazando todo intento de tomar posesión del otro o de vínculo que hemos construido. Una alteridad que no sea intimismo excluyente o exclusivismo egoísta. Quizás los discípulos habían comenzado a caminar por sendas que no conducían a una auténtica alteridad; cerrándose a la posibilidad de un nosotros incluyente capaz de dejar que la gracia se multiplique. “Y el que no está contra nosotros, está con nosotros.”

 La segunda condición para que exista el amor, es la apuesta por la proximidad. El amor no se construye con distancia sino con una generosa presencia que sabe de hospitalidad, de gratuidad, de la alegría de compartir lo poco o lo mucho que se tenga. “Les aseguro que no quedará sin recompensa el que les dé de beber un vaso de agua…” Ama quien libremente sabe acompasar sus pasos con los pasos de un otro (o unos otros), renunciando a permanecer como dueño exclusivo de un camino que no quiere cruzarse con los demás. Amar implica asumir el riesgo de la proximidad con aquellos otros que pueden trastocar todos nuestros planes y comodidades. Amar es aproximarse y dejar que se aproximen.

 La tercera condición del amor es el compromiso en una relación creadora de vida. Un compromiso con el otro que se niega a ser la causa de sus tropiezos: “Si alguien llegara a escandalizar a uno de estos pequeños que tienen fe.” Desde esta perspectiva podemos afrontar los “más te vale” que Jesús nos lanza hoy. Podemos preguntarnos cómo nuestros pies, nuestras manos, nuestros ojos son creadores de vida en nuestro vínculo con demás; y cómo también pueden ser causa de tropiezo: modos de alejarnos de nosotros mismos, de Dios y de los demás. Examinarnos en este sentido ayudará a que nuestras relaciones sean fecundas fuentes de vida; y más aún, nos conducirán por entero hacia la Vida. Porque el Reino de Dios no es cosa de mancos, cojos o tuertos. El Reino de Dios es cosa de hombres y mujeres que se entregan por entero al desafío de amar auténticamente; y que aprenden a caminar día a día junto a los otros en un amor verdadero.

Fuente: Red Juvenil Ignaciana

Perder el Miedo a Perder

Es curioso, pero no he encontrado a ninguna persona que teniendo todo lo que soñó, controlando todo cuanto puede o luchando a brazo partido por lo que debería ser, sea verdaderamente feliz.

Por Javier Rojas SJ

Pensar que la felicidad está en algún lugar no solamente es mentira, sino que además ese modelo mental es la fuente de sufrimiento.

Una de las enseñanzas más bellas y profundas del mensaje de Jesús está expresado en aquel pasaje del Evangelio que dice: «Les aseguro que, si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto.» Y a renglón seguido, casi como si quisiera asegurarse de que comprendamos bien el sentido de sus palabras, agrega.

«El que tiene apego a su vida la perderá; y el que no está apegado a su vida en este mundo, la conservará para la Vida eterna». Existe en todos nosotros una tendencia «natural» a construir nuestra vida conforme a lo que imaginamos, soñamos o proyectamos para nosotros y también, a veces, para los demás. Así es como pensamos que lograremos alcanzar la felicidad para nosotros y para los demás.

En realidad, la felicidad no es algo que está al final de un camino recorrido; está en el camino que se recorre. No está en el otro extremo de nuestros sueños o proyectos. La felicidad es parte de una experiencia mucho más honda, y está unida a la «plenitud de ser» que emerge de nosotros cuando le hacemos lugar en nuestro interior.

Mientras nuestra mente proyecta que la felicidad está fuera de nosotros y hacia adelante, en el silencio de la meditación descubrimos que en realidad está dentro de nosotros y en lo profundo. Pensar que la felicidad está en algún lugar no solamente es mentira, sino que además ese modelo mental es la fuente de sufrimiento. El ego secuestra nuestro anhelo auténtico de «ser» para convertirlo en un proyecto mental que está asociado al tener, conseguir, lograr o alcanzar.

Terminamos creyendo que «somos» si «tenemos». ¿Cómo recuperar el ser para vivir plenamente? Esto es lo que nos enseña Jesús: morir para vivir, perder para encontrar. La felicidad comienza en el mismo instante en que dejamos de tener miedo a perder, cuando soltamos en lugar de retener, cuando fluimos en lugar de controlar, o cuando simplemente comenzamos a aceptar «lo que hay y lo que es» en lugar sufrir imaginando lo que «debería ser».

Tenemos más de lo que necesitamos, acumulamos más de lo que podemos cargar, y estamos más atento a cosas que ni siquiera nos hacen bien descuidando lo que verdaderamente es esencial. El criterio de felicidad que tenemos adolece de inteligencia. Pareciera que hemos perdido esa capacidad maravillosa que tiene la especie humana para distinguir, para evaluar y elegir. ¿Qué nos está pasando? ¿Estamos perdiendo acaso nuestra «humanidad?

Aunque nos resulte extraño o nos cueste entender, el miedo y la angustia, -dos emociones que parece que se han apoderado de todos nosotros- nos dicen todo el tiempo. ¡Cuidado, puedes perder! ¡Cuidado, se puede ir! ¡Cuidado, te puedes quedar sin nada! Es curioso, pero no he encontrado a ninguna persona que teniendo todo lo que soñó, controlando o calculando todo cuanto puede, o luchando a brazo partido por lo que debería ser, sea verdaderamente feliz.

Por el contrario, son personas con el mayor índice de sufrimiento. La meditación nos sitúa ante la fuente de plenitud de ser, de felicidad, que no se acaba. Ayuda a independizarnos de todo, a desapegarnos, para disfrutar verdaderamente de todo. El miedo a perder que es propio del ego que nos hace creer que somos lo que tenemos, nos recorta la realidad al mínimo dejando nuestro ser, sujeto a cosas y personas. En la meditación, Dios, nos recrea en el ser y nos hace descubrir dónde hallar la verdadera felicidad. En el silencio de la meditación se cultiva el ser para que podamos disfrutar la vida cotidiana de manera plena.

 

El Papa pide rezar especialmente por la Iglesia a lo largo de este mes

El Papa le ha pedido a su Red Mundial de Oración que ayude a todos los fieles a rezar más intensamente este mes de octubre. Desde Click To Pray  se ha lanzado una campaña especial para responder a su pedido.

Durante estos últimos años y meses, en la Iglesia hemos vivido situaciones difíciles, entre ellas abusos sexuales, de poder y de conciencia por parte de clérigos, personas consagradas y laicos. Sumando divisiones internas. Ciertamente son favorecidas por el mal espíritu: “mortal enemigo de la naturaleza humana” (S. Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, 136).

Como vemos, el mal se manifiesta de diversas maneras y la misión de evangelización de la Iglesia se hace más difícil, incluso se va desacreditando. Parte es nuestra responsabilidad al dejarnos llevar por las pasiones que no nos abren a la verdadera vida, entre ellas: la riqueza, la vanidad y el orgullo. Son los escalones por los cuales quiere arrastrarnos el mal, que es un seductor. Trayendo pensamientos e intenciones buenas, poco a poco va llevando a la persona a sus perversas intenciones (discordia, mentira, etc).

 El Papa Francisco nos recordó en su Carta al Pueblo de Dios, del 20 de agosto del 2018, que “si un miembro sufre, todos sufren con él”… “Cuando experimentamos la desolación que nos producen estas llagas eclesiales, con María nos hará bien ‘instar más en la oración’ (S. Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, 319), buscando crecer más en amor y fidelidad a la Iglesia”.

 Durante este mes de octubre el Santo Padre nos pide a todos los fieles un esfuerzo mayor en nuestra oración personal y comunitaria. Nos invita a rezar el rosario cada día para que la Virgen María ayude a la Iglesia en estos tiempos de crisis, y a rezar al Arcángel San Miguel para que la defienda de los ataques del diablo. Según la tradición espiritual Miguel es el jefe de los ejércitos celestes y protector de la Iglesia (Apocalipsis 12, 7-9).

Desplegar Nuestra Vida

Para crecer y dar frutos necesitamos atravesar por «distintos tiempos».

Por Javier Rojas SJ

Todo tiempo contribuye a nuestro crecimiento y madurez si creemos que la vida es un don precioso que debemos descubrir y desplegar para dar frutos.

Cada vez estoy más convencido de que nuestra manera de vivir depende de la concepción que tenemos de la vida. Para algunas personas es un «accidente», un «descuido» o un «tropiezo» que cometieron otros. Pero para muchas otras personas la vida es un regalo que debemos descubrir y desplegar para que sea fecunda. Es un don de Dios. Para crecer y dar frutos necesitamos atravesar por «distintos tiempos».

Hay momentos en nuestra vida en los que sentimos que «todo nos sonríe» pero también hay situaciones en las que el dolor nos visita. Todo tiempo contribuye a nuestro crecimiento y madurez si creemos que la vida es un don precioso que debemos descubrir y desplegar para dar frutos. Así como la meteorología de cada año determina el grado de madurez de las uvas, su concentración de aromas y su color, de la misma manera los tiempos por los que atravesamos contribuyen a nuestro crecimiento y madurez.

Si pudiéramos aceptar el tiempo por el que estamos atravesando “tal y como está aconteciendo”, dejando de lado el lamento o el reclamo, tendríamos la oportunidad de descubrir lo que este tiempo en particular está haciendo en nosotros. ¿Qué pasaría si el árbol se rehusara a perder sus hojas? ¿Qué pasaría con las uvas si se negaran a la poda? ¿Qué ocurriría si el trigo se resistiera a entregar su espiga? No tendríamos frutos en primavera, no podríamos saborear del buen vino con amigos, ni disfrutar el pan cada mañana en familia. Aprendemos a vivir… viviendo.

Todo lo que vivimos puede ser ocasión para crecer, madurar y ser fecundos. Es verdad que muchas personas atraviesan por tiempos muy duros, pero no es menos verdad que de esas situaciones han surgido seres humanos maravillosos. Los tiempos duros saben forjar personas fuertes. Cuando vivimos desde la perspectiva de que la vida es un regalo, un don, destinada a dar frutos comenzamos a entender que las “pérdidas”, las “podas”, y las “entregas” son parte de un proceso que nos enriquece como personas y que contribuye a la felicidad de los demás.

 

Hablar de lo que Nos Une

Necesitamos recuperar el diálogo y la conversación como un instrumento para la paz y la concordia.

Por Javier Rojas SJ

Sobre lo que nos divide hacemos grandes discursos, pero de lo que nos une hacemos silencio.

Hay quienes creen que actualmente no sabemos hacer silencio. En realidad, sí sabemos hacer silencio porque callamos ante muchas situaciones en las que tendríamos que decir alguna palabra. Lo que no sabemos es escuchar. La verdad es que nos cuesta escucharnos a nosotros mismos y por eso es muy difícil escuchar a los demás. Nos hemos acostumbrado a movernos por impulso y a relacionarnos con prejuicios. Si nos cuesta enormemente escuchar, por ejemplo, el cansancio del cuerpo cuanto más nos puede resultar prestar oído a las mociones interiores del Espíritu en nuestro interior y las necesidades que tiene los demás. Para aprender a escuchar hacen falta al menos tres actitudes.

Primero generosidad. En la vida tenemos que ser generosos para escuchar si queremos aprender. Prestar oído para recibir los consejos de los demás y para conocer las historias de vida tan llenas de experiencias que nos enriquecen como personas. También es necesario una actitud de discernimiento. Es sumamente importante tener presente el consejo de san Pablo cuando hablamos con los demás. El apóstol dice «examinen todo y quédense con lo bueno» (1Tes 5, 21). Hay una tendencia muy común en las conversaciones con los demás y es la de quedarnos con lo malo, con lo sospechoso, con lo “extraño”, con los mensajes incompletos, con los chismes, como si fueran lo más importante. Es necesario agudizar el oído para discernir con qué nos vamos a quedar en el corazón. Recuerda que aquello que recibas en tu interior determinarán tus pensamientos, tus sentimientos y tu manera de actuar. Y el tercer elemento fundamental para escuchar a los demás es estar abierto al cuestionamiento. Se requiere de humildad para recibir el punto de vista o perspectiva del otro, sobre todo cuando creemos estar seguro de que la nuestra es la única que existe. El parecer de los demás nos incomoda, a veces, porque cuestiona nuestra visión sobre la vida, y nuestros modos de proceder.

Necesitamos recuperar el diálogo y la conversación como un instrumento para la paz y la concordia. Debemos dejar de lado los prejuicios, dejar de construir historias y fábulas en nuestra mente, para escuchar, sintonizar, empatizar con los sentimientos y emociones que la otra persona está intentando poner en palabras. Hablamos tanto para no decir nada y hacemos silencio cuando hay tanto por comunicar y anunciar. Sobre lo que nos divide hacemos grandes discursos, pero de lo que nos une hacemos silencio.

Reflexión del Evangelio – Domingo 23 de Septiembre

Evangelio según San Marcos 9, 30-37

Jesús atravesaba la Galilea junto con sus discípulos y no quería que nadie lo supiera, porque enseñaba y les decía: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y tres días después de su muerte, resucitará”. Pero los discípulos no comprendían esto y temían hacerle preguntas. Llegaron a Cafarnaúm y, una vez que estuvieron en la casa, les preguntó: “¿De qué hablaban en el camino?”. Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande. Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo: “El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos”. Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo: “El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al que recibe, sino a Aquel que me ha enviado”.

 Reflexión del Evangelio – Por Fabio Solti SJ 

El evangelio de hoy nos propone varias cosas.

Vamos a hacer foco en una:

Me llama la atención la escuela de Jesús. Él los lleva a la montaña les dice algo y nadie parece haber percibido de qué está hablando Jesús. Esto último por el hecho de su conversación posterior “ser el más importante”.

Recién cuando llegan a casa Jesús los re-cuestiona para ilustrar lo que es verdadero y relevante.

Este evangelio me recuerda una historia:

 Era el año 2006 y con dos amigos queríamos subir por primer vez un cerro de 5000 metros: El Cocodrilo, que queda enfrente del cerro más famoso en Mendoza, Aconcagua.

La empresa era ardua. Nos “creíamos entrenados” por otros senderos, habíamos estudiado las posibles dificultades y nos encaminamos para “nuestro” objetivo.

Resulta que, ya aclimatados, comenzamos a subir el famoso cerro, más el camino comenzó a complicarse a medida que avanzábamos. Perdimos el sendero, pero ilusionados con “ser los primeros”, sin escuchar lo que la realidad nos iba diciendo, seguimos adelante pensando que podíamos conquistar la cumbre.

La cuestión, es que, cuando pensamos que “ya era nuestro” empezamos a escalar una “última” pared y se nos presentó, finalmente, un vertiginoso precipicio.

Uno de nosotros comenzó a hiperventilar, y quedó como paralizado por la situación. Se nos había complicado el objetivo: el amigo sólo repetía “ayudame Tatita Dios”.

 Con mi otro compañero de ruta fuimos intentando ayudar a nuestro amigo, uno le colocaba las manos en las “regletas” de la roca y otro le iba colocando los pies en los lugares correspondientes de la pared para poder descenderlo y también nosotros.

 Ese día no entendimos nada.

 Pero “una vez en casa” pudimos volver a la experiencia y sacar una conclusión.

¿Qué tiene esto que ver con este evangelio?

Ese día creo que los tres entendimos que significa esa palabra tan usada pero tan poco practicada: humildad.

En esa falsa cumbre caímos en la cuenta de que pasaron tres cosas:

  •  Uno de nosotros encontró un límite.
  • Pidió ayuda.
  • Y se dejó llevar.

Creo que la humildad tiene que ver con esto: Reconocer el límite, pedir ayuda y dejarse llevar. Como nos pasó en ese cerro y que entendimos tiempo después.

 Cuando andamos por la vida creyendo que todo lo podemos, detrás de un exitismo vacuo y mundano (ser los primeros, los mejores, los más importantes y voces similares), nos encerramos en nosotros mismos. Terminamos curvados mirándonos el ombligo.

 La humildad (el que quiera ser el primera que se haga el último…) nos abre a la posibilidad de la fraternidad. Reconozco el límite (el pan que no tengo) pido ayuda (a aquel que tiene ese don) y me dejo ayudar por otro (y de paso dejo al otro abrirse al misterio de compartir lo que tiene y puede). En ese compartir lo que tengo y puedo, producto de la diferencia entre nosotros, vamos construyendo un mundo mas humano, mas alegre, mas pleno. Un mundo servicial.

 Vamos construyendo el Reino, nos hacemos pequeños, nos abrimos al acoger.

 Vamos hoy a pedir a Dios poder ser cada día mas humildes, sin perder el tiempo en aquello que no importa ni es verdadero, para abrirnos a la posibilidad de la fraternidad.

Que ojalá lo podamos hacer con los “más pequeños”, los “descartados” de la sociedad. Esta actitud, como dice San Ignacio, nos hace amigos del Rey Eternal, pues lo descubrimos en esa realidad (El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado).

Fuente: Red Juvenil Ignaciana Santa Fe

No hay que Añadirle Nada a la Vida

La dicha emerge dentro de nosotros como un don, es el tesoro que se descubre en el propio campo interior.

Por Javier Rojas SJ

 La meditación es el camino para descubrir y liberar la verdadera vida que existe en nuestro interior. No la vida “imaginada” que nos cuenta el ego, sino esa maravillosa fuente de energía que está dentro de nosotros y espera desplegarse con fuerza y surgir.

Necesitamos renovar constantemente la mente y el corazón para sanear el espíritu. Es preciso recuperar la conciencia de que la belleza de la vida, lo maravilloso de nuestra existencia, no está en los agregados, aditivos o decorados con que podemos cubrir lo que somos, sino en la simplicidad de los acontecimientos y en el vaciamiento sostenido de todo aquello que no pertenece a nuestro ser. Pero ¡qué difícil creer que la simpleza es fuente de dicha y plenitud cuando nos hemos creído el cuento de que la felicidad es algo que se puede «tener», «conseguir» o «alcanzar» a través de lo que podemos poseer!

Esta idea peregrina en nuestra mente es el camino más directo para ser infeliz. ¿Por qué? Simplemente porque la felicidad no está unido a alguna cosa, sino que es una experiencia que emerge en el vacío de todo.

La dicha emerge dentro de nosotros como un don, es el tesoro que se descubre en el propio campo interior. Y para llegar a él, hay que ahondar en lo más íntimo de nosotros mismos.

Desinstalar nuestras ideas erróneas significa quitarle poder al ego -falso yo- que nos hace creer que la concreción de todo lo que imaginamos como una “vida feliz” es el camino para la dicha. El ego busca su realización personal, basado en sus propios criterios y leyes, pero no sabe que la felicidad no es un derecho “privado” sino social. Para sentirse feliz, además de estar en paz con uno mismo y con Dios, también hay que estarlo con los demás.

Detrás de todo el tinglado de razonamientos del ego, se encuentra una verdadera fuente de dicha y plenitud, porque oculto debajo de los pensamientos egoístas, nos descubrimos mucho más simples y sencillos. Oculta, como las corrientes de aguas subterráneas, está la fuente de sabiduría que hace brotar en nuestro interior la plenitud, que tanto perseguimos fuera de nosotros.

La meditación es el camino para descubrir y liberar la verdadera vida que existe en nuestro interior. No la vida “imaginada” que nos cuenta el ego, sino esa maravillosa fuente de energía que está dentro de nosotros y espera desplegarse con fuerza y surgir. Allí está lo que necesitamos para ser felices, dichosos y plenos. No necesitamos agregarle nada a la vida. Más bien debemos deshacernos de mucho. Sobre todo, de las mentiras de nuestro ego. Ya cargamos con demasiados pensamientos y sentimientos inútiles a nuestras espaldas que nos han vuelto seres “rastreros”.

Da pena ver tantas personas por la calle que caminan mirando el suelo, sumidos en sus miedos y angustias. ¿Cuántas veces sufres más por los pensamientos que produce tu mente que por los hechos concretos que acontece? En algún punto es verdad que nosotros producimos, en gran parte, nuestro propio sufrimiento. Renovemos nuestra mente y nuestro corazón para dar libertad al espíritu que vive en nosotros.

 

Iluminados desde Dentro

“Tenemos primero que reconocer que somos «nada», «incompletos» y llenos de necesidades insatisfechas, para vivir prendidos, humildemente, de ese amor que es vida nueva.”

 Por Javier Rojas SJ

 ¿Quién no ha sentido alguna vez miedo a amar o a dejarse amar? ¿Quién no ha experimentado el vértigo que suscita salir del propio amor, del propio querer e interés, para «perderse» por completo en Aquel por quien nos dejamos amar?

Ninguna otra experiencia nos transforma tanto a las personas como cuando nos sentimos amados de manea única e incondicional, y cuando esa es una experiencia que acontece y florece en lo profundo de nuestro ser.

Tan acostumbrados estamos a esperar que el amor venga del aprecio y del reconocimiento de los demás, desde afuera y muchas veces bajo condiciones bien estipuladas, que cuando experimentamos un amor gratuito se nos ilumina el rostro y se enciende el alma. Saborear un amor así, aunque nos cueste admitir por lo complejos que somos, es de lo más simple y sencillo. Pero si es así, ¿por qué, entonces, nos cuesta trabajo experimentarlo?

Porque para sentirlo hay que reconocer, primero, que somos «nada». Somos «nada» con ilusión de «ser alguien». Así es como soñamos nuestra vida: «ser alguien» a imagen y semejanza de nuestras propias leyes y criterios formulados en una mente que no busca otra cosa que la propia gloria humana. Hemos de reconocer que nuestra única y mayor riqueza a la que podemos aspirar en esta vida, es gozar de ese amor que nace de lo alto y en lo profundo de nuestro ser.

Nuestra dignidad, el valor de lo que somos está en ese amor. Y hemos de aceptar también que ese amor será siempre entregado por Dios, será gratuito, y jamás podrá ser manipulable. Tenemos primero que reconocer que somos «nada», «incompletos» y llenos de necesidades insatisfechas, para vivir prendidos, humildemente, de ese amor que es vida nueva.

Reconocer esto es un duro golpe a nuestro falso yo, que se cree tan lleno de todo, y sin embargo, tan carente de lo esencial. Si deseamos que ese amor que transforma e ilumina el alma desde dentro tenga cabida en nosotros, debemos reconocer primero que ese amor gratuito no será «posesión» nuestra, no seremos dueños de ese amor, ni podremos gobernarlo a nuestro antojo, siempre será de Dios un don gratuito, y nosotros mendigos, pobres y necesitados de ese amor.

La fiesta de la Transfiguración no es sino el reflejo de ese amor divino entregado por completo al Hijo. En su rostro resplandeciente y en sus vestiduras blancas se trasluce el amor que enciende la vida del hombre hasta una magnitud inimaginable. Jesús nos invita a sentirnos amados, a sentirnos hijos, a experimentar realmente la relación que existe entre Dios y cada uno de nosotros. Esto es lo que aconteció en el monte Tabor aquel día. Se manifestó el amor de Dios en Jesús, de tal manera, que irradió una luz en el rostro y sus vestiduras se volvieron resplandecientes.

No existe una experiencia más transformadora que la de sentir el amor divino en las venas del alma. Pero aquel día, no sólo el amor y la gloria de Dios quedó de manifiesto, sino también el miedo y en anhelo de control que subyace siempre que perdemos protagonismo. Dos experiencias al parecer contrarias, pero que sin embargo van juntas. ¿Quién no ha sentido alguna vez miedo a amar o a dejarse amar? ¿Quién no ha experimentado el vértigo que suscita salir del propio amor, del propio querer e interés, para «perderse» por completo en Aquel por quien nos dejamos amar? Así es.

El amor y el miedo van juntos. Fue Pedro el que esbozó ese miedo de manera creativa diciendo «Señor, ¡qué bien estamos aquí, si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías!» Lucas en su evangelio señala: «Estaba tan asustado que no sabía lo que decía», refiriéndose a Pedro.

En todas las religiones «el amor exige la entrega». Es el acto más grande de vaciamiento de uno mismo. El que recibe el amor de lo alto, se ama, está en referencia a Dios, a los demás, a los otros, y no en referencia a sí mismo, que es como el ego pretende controlar todo. El amor que viene de dentro de nosotros mismos nos hace salir para entregarnos a los otros.

La gran diferencia entre el amor que procede de lo alto y surge en nuestro interior del que viene de afuera, de la periferia, es que mientras el primero nos impulsa hacia los demás, el otro nos encierra en nosotros mismos. Dejar que Dios nos ame es el momento del ocaso del ego y la pérdida del control.

El Padre ama al Hijo y el Hijo al Padre, esa es la acción del amor: Amar a otros. Por eso es tan ridículo lo que el miedo hace decir a Pedro: «Armemos tres carpas». Sería como decir «quedémonos aquí nosotros que nos amamos tanto» En el amor, el egoísmo es lo más ridículo que existe. El amor verdadero es el que surge en nuestro interior y nos proyecta a los demás. En esto podemos verificar su autenticidad. Quien dice estar lleno del amor de Dios y sigue «tomando sopa en el orificio de su ombligo» solo está lleno de sí mismo.