Perder el Miedo a Perder

Es curioso, pero no he encontrado a ninguna persona que teniendo todo lo que soñó, controlando todo cuanto puede o luchando a brazo partido por lo que debería ser, sea verdaderamente feliz.

Por Javier Rojas SJ

Pensar que la felicidad está en algún lugar no solamente es mentira, sino que además ese modelo mental es la fuente de sufrimiento.

Una de las enseñanzas más bellas y profundas del mensaje de Jesús está expresado en aquel pasaje del Evangelio que dice: «Les aseguro que, si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto.» Y a renglón seguido, casi como si quisiera asegurarse de que comprendamos bien el sentido de sus palabras, agrega.

«El que tiene apego a su vida la perderá; y el que no está apegado a su vida en este mundo, la conservará para la Vida eterna». Existe en todos nosotros una tendencia «natural» a construir nuestra vida conforme a lo que imaginamos, soñamos o proyectamos para nosotros y también, a veces, para los demás. Así es como pensamos que lograremos alcanzar la felicidad para nosotros y para los demás.

En realidad, la felicidad no es algo que está al final de un camino recorrido; está en el camino que se recorre. No está en el otro extremo de nuestros sueños o proyectos. La felicidad es parte de una experiencia mucho más honda, y está unida a la «plenitud de ser» que emerge de nosotros cuando le hacemos lugar en nuestro interior.

Mientras nuestra mente proyecta que la felicidad está fuera de nosotros y hacia adelante, en el silencio de la meditación descubrimos que en realidad está dentro de nosotros y en lo profundo. Pensar que la felicidad está en algún lugar no solamente es mentira, sino que además ese modelo mental es la fuente de sufrimiento. El ego secuestra nuestro anhelo auténtico de «ser» para convertirlo en un proyecto mental que está asociado al tener, conseguir, lograr o alcanzar.

Terminamos creyendo que «somos» si «tenemos». ¿Cómo recuperar el ser para vivir plenamente? Esto es lo que nos enseña Jesús: morir para vivir, perder para encontrar. La felicidad comienza en el mismo instante en que dejamos de tener miedo a perder, cuando soltamos en lugar de retener, cuando fluimos en lugar de controlar, o cuando simplemente comenzamos a aceptar «lo que hay y lo que es» en lugar sufrir imaginando lo que «debería ser».

Tenemos más de lo que necesitamos, acumulamos más de lo que podemos cargar, y estamos más atento a cosas que ni siquiera nos hacen bien descuidando lo que verdaderamente es esencial. El criterio de felicidad que tenemos adolece de inteligencia. Pareciera que hemos perdido esa capacidad maravillosa que tiene la especie humana para distinguir, para evaluar y elegir. ¿Qué nos está pasando? ¿Estamos perdiendo acaso nuestra «humanidad?

Aunque nos resulte extraño o nos cueste entender, el miedo y la angustia, -dos emociones que parece que se han apoderado de todos nosotros- nos dicen todo el tiempo. ¡Cuidado, puedes perder! ¡Cuidado, se puede ir! ¡Cuidado, te puedes quedar sin nada! Es curioso, pero no he encontrado a ninguna persona que teniendo todo lo que soñó, controlando o calculando todo cuanto puede, o luchando a brazo partido por lo que debería ser, sea verdaderamente feliz.

Por el contrario, son personas con el mayor índice de sufrimiento. La meditación nos sitúa ante la fuente de plenitud de ser, de felicidad, que no se acaba. Ayuda a independizarnos de todo, a desapegarnos, para disfrutar verdaderamente de todo. El miedo a perder que es propio del ego que nos hace creer que somos lo que tenemos, nos recorta la realidad al mínimo dejando nuestro ser, sujeto a cosas y personas. En la meditación, Dios, nos recrea en el ser y nos hace descubrir dónde hallar la verdadera felicidad. En el silencio de la meditación se cultiva el ser para que podamos disfrutar la vida cotidiana de manera plena.

 

El Papa pide rezar especialmente por la Iglesia a lo largo de este mes

El Papa le ha pedido a su Red Mundial de Oración que ayude a todos los fieles a rezar más intensamente este mes de octubre. Desde Click To Pray  se ha lanzado una campaña especial para responder a su pedido.

Durante estos últimos años y meses, en la Iglesia hemos vivido situaciones difíciles, entre ellas abusos sexuales, de poder y de conciencia por parte de clérigos, personas consagradas y laicos. Sumando divisiones internas. Ciertamente son favorecidas por el mal espíritu: “mortal enemigo de la naturaleza humana” (S. Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, 136).

Como vemos, el mal se manifiesta de diversas maneras y la misión de evangelización de la Iglesia se hace más difícil, incluso se va desacreditando. Parte es nuestra responsabilidad al dejarnos llevar por las pasiones que no nos abren a la verdadera vida, entre ellas: la riqueza, la vanidad y el orgullo. Son los escalones por los cuales quiere arrastrarnos el mal, que es un seductor. Trayendo pensamientos e intenciones buenas, poco a poco va llevando a la persona a sus perversas intenciones (discordia, mentira, etc).

 El Papa Francisco nos recordó en su Carta al Pueblo de Dios, del 20 de agosto del 2018, que “si un miembro sufre, todos sufren con él”… “Cuando experimentamos la desolación que nos producen estas llagas eclesiales, con María nos hará bien ‘instar más en la oración’ (S. Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, 319), buscando crecer más en amor y fidelidad a la Iglesia”.

 Durante este mes de octubre el Santo Padre nos pide a todos los fieles un esfuerzo mayor en nuestra oración personal y comunitaria. Nos invita a rezar el rosario cada día para que la Virgen María ayude a la Iglesia en estos tiempos de crisis, y a rezar al Arcángel San Miguel para que la defienda de los ataques del diablo. Según la tradición espiritual Miguel es el jefe de los ejércitos celestes y protector de la Iglesia (Apocalipsis 12, 7-9).

Desplegar Nuestra Vida

Para crecer y dar frutos necesitamos atravesar por «distintos tiempos».

Por Javier Rojas SJ

Todo tiempo contribuye a nuestro crecimiento y madurez si creemos que la vida es un don precioso que debemos descubrir y desplegar para dar frutos.

Cada vez estoy más convencido de que nuestra manera de vivir depende de la concepción que tenemos de la vida. Para algunas personas es un «accidente», un «descuido» o un «tropiezo» que cometieron otros. Pero para muchas otras personas la vida es un regalo que debemos descubrir y desplegar para que sea fecunda. Es un don de Dios. Para crecer y dar frutos necesitamos atravesar por «distintos tiempos».

Hay momentos en nuestra vida en los que sentimos que «todo nos sonríe» pero también hay situaciones en las que el dolor nos visita. Todo tiempo contribuye a nuestro crecimiento y madurez si creemos que la vida es un don precioso que debemos descubrir y desplegar para dar frutos. Así como la meteorología de cada año determina el grado de madurez de las uvas, su concentración de aromas y su color, de la misma manera los tiempos por los que atravesamos contribuyen a nuestro crecimiento y madurez.

Si pudiéramos aceptar el tiempo por el que estamos atravesando “tal y como está aconteciendo”, dejando de lado el lamento o el reclamo, tendríamos la oportunidad de descubrir lo que este tiempo en particular está haciendo en nosotros. ¿Qué pasaría si el árbol se rehusara a perder sus hojas? ¿Qué pasaría con las uvas si se negaran a la poda? ¿Qué ocurriría si el trigo se resistiera a entregar su espiga? No tendríamos frutos en primavera, no podríamos saborear del buen vino con amigos, ni disfrutar el pan cada mañana en familia. Aprendemos a vivir… viviendo.

Todo lo que vivimos puede ser ocasión para crecer, madurar y ser fecundos. Es verdad que muchas personas atraviesan por tiempos muy duros, pero no es menos verdad que de esas situaciones han surgido seres humanos maravillosos. Los tiempos duros saben forjar personas fuertes. Cuando vivimos desde la perspectiva de que la vida es un regalo, un don, destinada a dar frutos comenzamos a entender que las “pérdidas”, las “podas”, y las “entregas” son parte de un proceso que nos enriquece como personas y que contribuye a la felicidad de los demás.

 

Hablar de lo que Nos Une

Necesitamos recuperar el diálogo y la conversación como un instrumento para la paz y la concordia.

Por Javier Rojas SJ

Sobre lo que nos divide hacemos grandes discursos, pero de lo que nos une hacemos silencio.

Hay quienes creen que actualmente no sabemos hacer silencio. En realidad, sí sabemos hacer silencio porque callamos ante muchas situaciones en las que tendríamos que decir alguna palabra. Lo que no sabemos es escuchar. La verdad es que nos cuesta escucharnos a nosotros mismos y por eso es muy difícil escuchar a los demás. Nos hemos acostumbrado a movernos por impulso y a relacionarnos con prejuicios. Si nos cuesta enormemente escuchar, por ejemplo, el cansancio del cuerpo cuanto más nos puede resultar prestar oído a las mociones interiores del Espíritu en nuestro interior y las necesidades que tiene los demás. Para aprender a escuchar hacen falta al menos tres actitudes.

Primero generosidad. En la vida tenemos que ser generosos para escuchar si queremos aprender. Prestar oído para recibir los consejos de los demás y para conocer las historias de vida tan llenas de experiencias que nos enriquecen como personas. También es necesario una actitud de discernimiento. Es sumamente importante tener presente el consejo de san Pablo cuando hablamos con los demás. El apóstol dice «examinen todo y quédense con lo bueno» (1Tes 5, 21). Hay una tendencia muy común en las conversaciones con los demás y es la de quedarnos con lo malo, con lo sospechoso, con lo “extraño”, con los mensajes incompletos, con los chismes, como si fueran lo más importante. Es necesario agudizar el oído para discernir con qué nos vamos a quedar en el corazón. Recuerda que aquello que recibas en tu interior determinarán tus pensamientos, tus sentimientos y tu manera de actuar. Y el tercer elemento fundamental para escuchar a los demás es estar abierto al cuestionamiento. Se requiere de humildad para recibir el punto de vista o perspectiva del otro, sobre todo cuando creemos estar seguro de que la nuestra es la única que existe. El parecer de los demás nos incomoda, a veces, porque cuestiona nuestra visión sobre la vida, y nuestros modos de proceder.

Necesitamos recuperar el diálogo y la conversación como un instrumento para la paz y la concordia. Debemos dejar de lado los prejuicios, dejar de construir historias y fábulas en nuestra mente, para escuchar, sintonizar, empatizar con los sentimientos y emociones que la otra persona está intentando poner en palabras. Hablamos tanto para no decir nada y hacemos silencio cuando hay tanto por comunicar y anunciar. Sobre lo que nos divide hacemos grandes discursos, pero de lo que nos une hacemos silencio.

Reflexión del Evangelio – Domingo 23 de Septiembre

Evangelio según San Marcos 9, 30-37

Jesús atravesaba la Galilea junto con sus discípulos y no quería que nadie lo supiera, porque enseñaba y les decía: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y tres días después de su muerte, resucitará”. Pero los discípulos no comprendían esto y temían hacerle preguntas. Llegaron a Cafarnaúm y, una vez que estuvieron en la casa, les preguntó: “¿De qué hablaban en el camino?”. Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande. Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo: “El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos”. Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo: “El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al que recibe, sino a Aquel que me ha enviado”.

 Reflexión del Evangelio – Por Fabio Solti SJ 

El evangelio de hoy nos propone varias cosas.

Vamos a hacer foco en una:

Me llama la atención la escuela de Jesús. Él los lleva a la montaña les dice algo y nadie parece haber percibido de qué está hablando Jesús. Esto último por el hecho de su conversación posterior “ser el más importante”.

Recién cuando llegan a casa Jesús los re-cuestiona para ilustrar lo que es verdadero y relevante.

Este evangelio me recuerda una historia:

 Era el año 2006 y con dos amigos queríamos subir por primer vez un cerro de 5000 metros: El Cocodrilo, que queda enfrente del cerro más famoso en Mendoza, Aconcagua.

La empresa era ardua. Nos “creíamos entrenados” por otros senderos, habíamos estudiado las posibles dificultades y nos encaminamos para “nuestro” objetivo.

Resulta que, ya aclimatados, comenzamos a subir el famoso cerro, más el camino comenzó a complicarse a medida que avanzábamos. Perdimos el sendero, pero ilusionados con “ser los primeros”, sin escuchar lo que la realidad nos iba diciendo, seguimos adelante pensando que podíamos conquistar la cumbre.

La cuestión, es que, cuando pensamos que “ya era nuestro” empezamos a escalar una “última” pared y se nos presentó, finalmente, un vertiginoso precipicio.

Uno de nosotros comenzó a hiperventilar, y quedó como paralizado por la situación. Se nos había complicado el objetivo: el amigo sólo repetía “ayudame Tatita Dios”.

 Con mi otro compañero de ruta fuimos intentando ayudar a nuestro amigo, uno le colocaba las manos en las “regletas” de la roca y otro le iba colocando los pies en los lugares correspondientes de la pared para poder descenderlo y también nosotros.

 Ese día no entendimos nada.

 Pero “una vez en casa” pudimos volver a la experiencia y sacar una conclusión.

¿Qué tiene esto que ver con este evangelio?

Ese día creo que los tres entendimos que significa esa palabra tan usada pero tan poco practicada: humildad.

En esa falsa cumbre caímos en la cuenta de que pasaron tres cosas:

  •  Uno de nosotros encontró un límite.
  • Pidió ayuda.
  • Y se dejó llevar.

Creo que la humildad tiene que ver con esto: Reconocer el límite, pedir ayuda y dejarse llevar. Como nos pasó en ese cerro y que entendimos tiempo después.

 Cuando andamos por la vida creyendo que todo lo podemos, detrás de un exitismo vacuo y mundano (ser los primeros, los mejores, los más importantes y voces similares), nos encerramos en nosotros mismos. Terminamos curvados mirándonos el ombligo.

 La humildad (el que quiera ser el primera que se haga el último…) nos abre a la posibilidad de la fraternidad. Reconozco el límite (el pan que no tengo) pido ayuda (a aquel que tiene ese don) y me dejo ayudar por otro (y de paso dejo al otro abrirse al misterio de compartir lo que tiene y puede). En ese compartir lo que tengo y puedo, producto de la diferencia entre nosotros, vamos construyendo un mundo mas humano, mas alegre, mas pleno. Un mundo servicial.

 Vamos construyendo el Reino, nos hacemos pequeños, nos abrimos al acoger.

 Vamos hoy a pedir a Dios poder ser cada día mas humildes, sin perder el tiempo en aquello que no importa ni es verdadero, para abrirnos a la posibilidad de la fraternidad.

Que ojalá lo podamos hacer con los “más pequeños”, los “descartados” de la sociedad. Esta actitud, como dice San Ignacio, nos hace amigos del Rey Eternal, pues lo descubrimos en esa realidad (El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado).

Fuente: Red Juvenil Ignaciana Santa Fe

No hay que Añadirle Nada a la Vida

La dicha emerge dentro de nosotros como un don, es el tesoro que se descubre en el propio campo interior.

Por Javier Rojas SJ

 La meditación es el camino para descubrir y liberar la verdadera vida que existe en nuestro interior. No la vida “imaginada” que nos cuenta el ego, sino esa maravillosa fuente de energía que está dentro de nosotros y espera desplegarse con fuerza y surgir.

Necesitamos renovar constantemente la mente y el corazón para sanear el espíritu. Es preciso recuperar la conciencia de que la belleza de la vida, lo maravilloso de nuestra existencia, no está en los agregados, aditivos o decorados con que podemos cubrir lo que somos, sino en la simplicidad de los acontecimientos y en el vaciamiento sostenido de todo aquello que no pertenece a nuestro ser. Pero ¡qué difícil creer que la simpleza es fuente de dicha y plenitud cuando nos hemos creído el cuento de que la felicidad es algo que se puede «tener», «conseguir» o «alcanzar» a través de lo que podemos poseer!

Esta idea peregrina en nuestra mente es el camino más directo para ser infeliz. ¿Por qué? Simplemente porque la felicidad no está unido a alguna cosa, sino que es una experiencia que emerge en el vacío de todo.

La dicha emerge dentro de nosotros como un don, es el tesoro que se descubre en el propio campo interior. Y para llegar a él, hay que ahondar en lo más íntimo de nosotros mismos.

Desinstalar nuestras ideas erróneas significa quitarle poder al ego -falso yo- que nos hace creer que la concreción de todo lo que imaginamos como una “vida feliz” es el camino para la dicha. El ego busca su realización personal, basado en sus propios criterios y leyes, pero no sabe que la felicidad no es un derecho “privado” sino social. Para sentirse feliz, además de estar en paz con uno mismo y con Dios, también hay que estarlo con los demás.

Detrás de todo el tinglado de razonamientos del ego, se encuentra una verdadera fuente de dicha y plenitud, porque oculto debajo de los pensamientos egoístas, nos descubrimos mucho más simples y sencillos. Oculta, como las corrientes de aguas subterráneas, está la fuente de sabiduría que hace brotar en nuestro interior la plenitud, que tanto perseguimos fuera de nosotros.

La meditación es el camino para descubrir y liberar la verdadera vida que existe en nuestro interior. No la vida “imaginada” que nos cuenta el ego, sino esa maravillosa fuente de energía que está dentro de nosotros y espera desplegarse con fuerza y surgir. Allí está lo que necesitamos para ser felices, dichosos y plenos. No necesitamos agregarle nada a la vida. Más bien debemos deshacernos de mucho. Sobre todo, de las mentiras de nuestro ego. Ya cargamos con demasiados pensamientos y sentimientos inútiles a nuestras espaldas que nos han vuelto seres “rastreros”.

Da pena ver tantas personas por la calle que caminan mirando el suelo, sumidos en sus miedos y angustias. ¿Cuántas veces sufres más por los pensamientos que produce tu mente que por los hechos concretos que acontece? En algún punto es verdad que nosotros producimos, en gran parte, nuestro propio sufrimiento. Renovemos nuestra mente y nuestro corazón para dar libertad al espíritu que vive en nosotros.

 

Iluminados desde Dentro

“Tenemos primero que reconocer que somos «nada», «incompletos» y llenos de necesidades insatisfechas, para vivir prendidos, humildemente, de ese amor que es vida nueva.”

 Por Javier Rojas SJ

 ¿Quién no ha sentido alguna vez miedo a amar o a dejarse amar? ¿Quién no ha experimentado el vértigo que suscita salir del propio amor, del propio querer e interés, para «perderse» por completo en Aquel por quien nos dejamos amar?

Ninguna otra experiencia nos transforma tanto a las personas como cuando nos sentimos amados de manea única e incondicional, y cuando esa es una experiencia que acontece y florece en lo profundo de nuestro ser.

Tan acostumbrados estamos a esperar que el amor venga del aprecio y del reconocimiento de los demás, desde afuera y muchas veces bajo condiciones bien estipuladas, que cuando experimentamos un amor gratuito se nos ilumina el rostro y se enciende el alma. Saborear un amor así, aunque nos cueste admitir por lo complejos que somos, es de lo más simple y sencillo. Pero si es así, ¿por qué, entonces, nos cuesta trabajo experimentarlo?

Porque para sentirlo hay que reconocer, primero, que somos «nada». Somos «nada» con ilusión de «ser alguien». Así es como soñamos nuestra vida: «ser alguien» a imagen y semejanza de nuestras propias leyes y criterios formulados en una mente que no busca otra cosa que la propia gloria humana. Hemos de reconocer que nuestra única y mayor riqueza a la que podemos aspirar en esta vida, es gozar de ese amor que nace de lo alto y en lo profundo de nuestro ser.

Nuestra dignidad, el valor de lo que somos está en ese amor. Y hemos de aceptar también que ese amor será siempre entregado por Dios, será gratuito, y jamás podrá ser manipulable. Tenemos primero que reconocer que somos «nada», «incompletos» y llenos de necesidades insatisfechas, para vivir prendidos, humildemente, de ese amor que es vida nueva.

Reconocer esto es un duro golpe a nuestro falso yo, que se cree tan lleno de todo, y sin embargo, tan carente de lo esencial. Si deseamos que ese amor que transforma e ilumina el alma desde dentro tenga cabida en nosotros, debemos reconocer primero que ese amor gratuito no será «posesión» nuestra, no seremos dueños de ese amor, ni podremos gobernarlo a nuestro antojo, siempre será de Dios un don gratuito, y nosotros mendigos, pobres y necesitados de ese amor.

La fiesta de la Transfiguración no es sino el reflejo de ese amor divino entregado por completo al Hijo. En su rostro resplandeciente y en sus vestiduras blancas se trasluce el amor que enciende la vida del hombre hasta una magnitud inimaginable. Jesús nos invita a sentirnos amados, a sentirnos hijos, a experimentar realmente la relación que existe entre Dios y cada uno de nosotros. Esto es lo que aconteció en el monte Tabor aquel día. Se manifestó el amor de Dios en Jesús, de tal manera, que irradió una luz en el rostro y sus vestiduras se volvieron resplandecientes.

No existe una experiencia más transformadora que la de sentir el amor divino en las venas del alma. Pero aquel día, no sólo el amor y la gloria de Dios quedó de manifiesto, sino también el miedo y en anhelo de control que subyace siempre que perdemos protagonismo. Dos experiencias al parecer contrarias, pero que sin embargo van juntas. ¿Quién no ha sentido alguna vez miedo a amar o a dejarse amar? ¿Quién no ha experimentado el vértigo que suscita salir del propio amor, del propio querer e interés, para «perderse» por completo en Aquel por quien nos dejamos amar? Así es.

El amor y el miedo van juntos. Fue Pedro el que esbozó ese miedo de manera creativa diciendo «Señor, ¡qué bien estamos aquí, si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías!» Lucas en su evangelio señala: «Estaba tan asustado que no sabía lo que decía», refiriéndose a Pedro.

En todas las religiones «el amor exige la entrega». Es el acto más grande de vaciamiento de uno mismo. El que recibe el amor de lo alto, se ama, está en referencia a Dios, a los demás, a los otros, y no en referencia a sí mismo, que es como el ego pretende controlar todo. El amor que viene de dentro de nosotros mismos nos hace salir para entregarnos a los otros.

La gran diferencia entre el amor que procede de lo alto y surge en nuestro interior del que viene de afuera, de la periferia, es que mientras el primero nos impulsa hacia los demás, el otro nos encierra en nosotros mismos. Dejar que Dios nos ame es el momento del ocaso del ego y la pérdida del control.

El Padre ama al Hijo y el Hijo al Padre, esa es la acción del amor: Amar a otros. Por eso es tan ridículo lo que el miedo hace decir a Pedro: «Armemos tres carpas». Sería como decir «quedémonos aquí nosotros que nos amamos tanto» En el amor, el egoísmo es lo más ridículo que existe. El amor verdadero es el que surge en nuestro interior y nos proyecta a los demás. En esto podemos verificar su autenticidad. Quien dice estar lleno del amor de Dios y sigue «tomando sopa en el orificio de su ombligo» solo está lleno de sí mismo.

Ser de Verdad

Responder a la pregunta «¿quién soy?» es encaminarse a encontrar la propia verdad.

Por Javier Rojas SJ

El error que cometemos frecuentemente es identificarnos con lo que pensamos, con lo que sentimos, con lo que hacemos, o lo que es peor, con lo que tenemos.

Responder a la pregunta «¿quién soy?» es clave para el conocimiento de uno mismo. Es una pregunta que ayuda a la maduración personal, tanto psicológica como espiritual. Pero sobre todo es importante porque nos ayuda crecer en la relación con uno mismo, con los demás, con el entorno y, por supuesto, con Dios.

A partir de la conciencia de «¿quién soy?», es como conquistamos realmente nuestra libertad en todos los órdenes de nuestra vida, y como aprendemos a tomar mejores decisiones ante los acontecimientos que nos toca vivir. Cuando nos formulamos esta pregunta con sinceridad, es posible que sintamos un vértigo profundo, un vacío abismal y un silencio interior que puede llegar, incluso, a aterrorizarnos.

Es algo parecido a cuando miramos atentamente a una persona que está decidida a saltar al agua desde una gran altura y zambullirse en ella, o a estar parado al borde de un puente dispuesto a saltar al vacío sujetado solo por unas cuerdas sujetas a los tobillos. Responder a la pregunta «¿quién soy?» es encaminarse a encontrar la propia verdad. Hay personas que piensan que no vale la pena preguntarse estas cosas porque es perder el tiempo. Otros opinan que ahondar en uno mismo es como girar en torno al ego, al igual que el perro que da vueltas y vueltas pretendiendo atrapar su cola sin lograr ningún resultado. Personalmente, creo que no es así. Por el contrario, creo que responder a esta pregunta es precisamente desterrar al ego de la autoridad que se ha erigido en el gobierno de nuestra vida. Al profundizar en nosotros mismos logramos comenzar a descubrir las trampas y mentiras del ego, y de esa manera dejar de girar en torno a sus ideas, a sus sueños y a sus proyectos. La verdad de quienes somos no está en la superficialidad de nuestros pensamientos, nuestros sueños, nuestros proyectos, por más buenos y “santos” que sean, sino en la hondura de nuestro espíritu, allí donde nos encontramos con lo que verdaderamente somos. Es justamente en el vacío y el silencio interior, y donde no hay alguien que admire lo que hacemos, que nos felicite por los logros, que valore por los éxitos que alcanzamos, como llegamos a la verdad de lo que somos, y en eso consiste la libertad interior. El error que cometemos frecuentemente es identificarnos con lo que pensamos, con lo que sentimos, con lo que hacemos, o lo que es peor, con lo que tenemos.

No somos los que pensamos, no somos lo que sentimos, no somos lo que hacemos, no somos lo que tenemos, todo eso es pasajero, se acaba, se termina o muere. En muchos casos causa terror descubrir las mentiras que el ego ha construido sobre nuestra identidad. La meditación es una manera de ahondar en nuestro espacio interior, y mediante el vacío de nuestros deseos y anhelos, y el silencio de nuestros pensamientos, sueños y proyectos, nos encontramos con la verdad que somos. Nadie que no sea la voz interior que clama en lo más profundo de nuestro ser, podrá revelarnos quiénes somos en verdad. No es posible estar seguro de quiénes somos ante los demás si antes no lo descubrimos en la soledad, el vacío y el silencio de la meditación. Solo allí, en lo profundo de nuestro ser encontraremos la verdad de quienes somos. En la oración, donde nos vaciamos de todo lo prescindible, se manifiesta lo esencial.

Todos los demás intentos por definirnos a partir de lo que tenemos o poseemos será y una triste caricatura de lo que no somos en verdad.

 

Reflexión del Evangelio – Domingo 16 de Septiembre

Evangelio según San Marcos 8, 27-35

Jesús salió con sus discípulos hacia los poblados de Cesarea de Filipo, y en el camino les preguntó: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. Ellos le respondieron: “Algunos dicen que eres Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, alguno de los profetas”. “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”. Pedro respondió: “Tú eres el Mesías”. Jesús les ordenó terminantemente que no dijeran nada acerca de él. Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar después de tres días; y les hablaba de esto con toda claridad. Pedro, llevándolo aparte, comenzó a reprenderlo. Pero Jesús, dándose vuelta y mirando a sus discípulos, lo reprendió, diciendo: “¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres”. Entonces Jesús, llamando a la multitud, junto con sus discípulos, les dijo: “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará”.

Reflexión del Evangelio – Por Ignacio Puiggari SJ 

Mirando a Jesús en este pasaje acaso nos sean de provecho algunas ayudas que él nos ofrece para encontrar lo propio de nosotros mismos. Pues, en este camino hacia la identidad contamos primero con las preguntas que nos acompañan. Lo difícil, a veces, es ponerles palabras, es decir, situarlas, compartirlas con otros y escuchar la apertura que favorecen. Sería algo así como un abrazar la carencia de no saber en cuya pobreza resuenan invitaciones y nombres. En el camino de los discípulos la pregunta por la identidad de Jesús era en verdad un tema, y él los ayuda a perfilar los contornos de dicha pregunta. Con él aprendemos a decirnos aquellos ocultos anhelos del camino; con él nos confiamos a decir el deseo que nos gravita y pesa.

Pero otra ayuda que nos dispensa el Señor en este pasaje alude a la consideración de nuestras renuncias. Sabemos que Jesús eligió no asegurarse la vida ni buscó tampoco el puesto religioso o el reconocimiento de los sabios del momento. Incluso hasta se desprendió de la protección y fuerza que bien podrían haberle brindado sus seguidores más cercanos: los discípulos y la multitud. Esto nos podría inspirar la pregunta: ¿cuáles son aquellas renuncias que me acompañan en el camino y me centran en Jesús? ¿Qué puestos, seguridades y protecciones estamos invitados a soltar? ¿Qué reductos de nuestras vidas estamos poniendo a salvo y manteniéndolos fuera del alcance de Dios y de los otros? También Jesús nos interpela y ayuda a emprender ese largo camino de la renuncia que nos absuelve de todo miedo, y nos libera para la entrega del seguimiento.

 Finalmente, el texto nos hace considerar los pensamientos de Dios junto con aquellas invitaciones puntuales que tenemos hoy para dar buenas noticias. San Ignacio imaginaba, al inicio de cada oración, cómo la mirada de Jesús acaso se inclinaba sobre él; podemos imaginar nosotros cómo es que el Señor mismo nos piensa: ¿qué buena noticia nos estará queriendo comunicar? ¿Qué regalo, qué tesoro, perla o prójimo estará queriendo mirar con nosotros? Y más aún, en los ámbitos en que nos movemos, ¿a qué buena noticia de amor urgente y necesario nos estará queriendo acompañar? Con su ayuda también pidamos descubrir ese rostro velado de amor que tenemos –sólo conocido por él- que nos liga con esa potencialidad de vida y de reino que estamos invitados a vivir.

Fuente: Red Juvenil Ignaciana Santa Fe

La colaboración dentro de la Compañía de Jesús – Padre Hermann Osorio SJ

«La colaboración es la condición básica de la supervivencia de la raza humana… porque de diversas especies de humanos que pudo haber en un momento determinado de la historia de nuestro universo, la única especie que sobrevivió fue la nuestra, que es el homosapiens y según esta teoría la capacidad de sobrevivir de esta especie fue la capacidad de colaborar en grupos más amplios, de lo que normalmente lograban hacer otros».

El P. Hermann Rodríguez S.J., Delegado para la Misión de la CPAL nos comenta su concepto de colaboración y la importancia del mismo para la Compañía de Jesús.

Este video forma parte de una serie de una campaña organizada y dirigida por la Oficina de Comunicación Institucional de la CPAL, con el propósito de profundizar en la «colaboración», como una forma de proceder que nos hace compañeros de tantos hombres y mujeres (religoso/as y laicos) en la construcción del Reino.

Fuente: Jesuitas Latinoamérica