Padre Pedro Arrupe

Nacido el 14 de noviembre de 1907 en Bilbao, en el seno de una familia acomodada, último de cinco hijos, su padre era arquitecto y su madre hija de un médico, ambos profundamente creyentes. Niño vivaz y estudiante extraordinario, como alumno de los Escolapios con once años entró en la Congregación Mariana, en cuya revista “Flores y Frutos” escribió en marzo 1923 un breve artículo sobre San Francisco Javier, Japón y las Misiones. No podía sospechar entonces el joven que quince años más tarde él mismo habría de seguir, como misionero, las huellas de Francisco en Japón.

Ese mismo año empezó los estudios de Medicina en Madrid; era un excelente estudiante. Amaba extraordinariamente la música, iba con frecuencia a la ópera y con su hermosa voz de barítono cantaría más tarde en ocasiones especiales, como misionero en Japón e incluso como Prepósito General.

Un compañero de estudios le invitó a hacerse miembro de las Conferencias de San Vicente y a visitar familias pobres en los suburbios de Madrid, experiencia que después describió del modo siguiente: “Aquello, lo confieso, fue un mundo nuevo para mí. Me encontré con el dolor terrible de la miseria y el abandono. Viudas cargadas de hijos, que pedían pan sin que nadie pudiera dárselo; enfermos que mendigaban la caridad de una medicina sin que ningún samaritano se la otorgase…”

En julio de 1926, durante sus prácticas con los enfermos, viajó a Lourdes, donde fue testigo de tres curaciones extraordinarias: una religiosa paralítica pudo volver a caminar al paso de la custodia; una mujer con cáncer de estómago en estado terminal, curada en tres días; un joven con parálisis infantil que saltó de su silla de ruedas en el momento de la bendición eucarística. Sobre ellos escribió: “Sentí a Dios tan cerca en sus milagros, que me arrastró violentamente detrás de Sí.” Impresionado por las experiencias de Lourdes, maduró su decisión de hacerse jesuita.

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El 25 de enero de 1927 Pedro Arrupe entró en el noviciado de la provincia jesuítica de Castilla, en Loyola, e hizo sus primeros votos en diciembre de 1928. Durante los Ejercicios Espirituales de ocho días en su primer año de juniorado despertó en él la llamada misionera, por lo que tras consultar a su director espiritual escribió una carta al General de la Orden, Wladimiro Ledóchowski, con la petición de ser enviado a Japón. Sin embargo, sólo recibió una lacónica respuesta, que no decía nada sobre el futuro. Un año después escribió una nueva carta y recibió la misma contestación. Quedó el joven jesuita profundamente decepcionado, pero más tarde, ya General, diría que él habría reaccionado de la misma manera a una carta semejante de un joven jesuita.

En 1931, Arrupe comenzó sus estudios de Filosofía en el Colegio Máximo de Oña, Burgos. En 1932 el anticlericalismo republicano llevó a la expulsión de la Compañía de Jesús de España y los jóvenes jesuitas debieron continuar sus estudios en el destierro, en Marneffe (Bélgica). De 1933 a 1936 Pedro Arrupe estudió Teología en el Colegio de Valkenburg, en Holanda, con los jesuitas alemanes. El 30 de julio de 1936, fue ordenado sacerdote con otros 40 compañeros jesuitas de su provincia, pero ningún familiar suyo pudo estar presente en la ordenación, pues en España acababa de estallar la Guerra Civil. En 1936, inesperadamente, su provincial le envió a Estados Unidos a especializarse en ética de la medicina. De 1937 a 1938 hizo en Cleveland (Ohio) su tercera probación, y, por fin, el 7 de junio de 1938 recibió la tan deseada carta del General que le destinaba a Japón. Antes de partir para Japón pasó algunos meses de trabajo pastoral en una prisión de alta seguridad en Nueva York, donde en poco tiempo se ganó el corazón de los presos.

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El 30 de septiembre de 1938, en Seattle, comenzó la travesía hacia Japón. Al llegar, experimentó no pocas dificultades: lengua extranjera, costumbres japonesas, comida japonesa, pero el joven misionero no se echó atrás, sino que siguiendo la tradición de los más venerables misioneros de la Compañía, se sumergió en la cultura japonesa y así se ejercitó en el tiro del arco, en la ceremonia del té, en la meditación Zen y en el arte de escribir japonés. Su primer destino fue de párroco en la ciudad de Yamaguchi, en la región de Chugoku sobre la isla de Honshu.

Poco antes de la entrada de Japón en la Segunda Guerra Mundial, el 8 de noviembre de 1941, el P. Pedro, sospechoso de ser espía, fue encarcelado. Pasó semanas llenas de inseguridad y privaciones en una prisión militar hasta el 12 de enero de 1942: “Aprendí la ciencia del silencio, de la soledad, de la pobreza severa y austera, del diálogo interior con el huésped del alma -‘hospes animae’-, que nunca se me ha mostrado más ‘dulcis’”. Le conmovía profundamente que los feligreses de su parroquia en Nochebuena se arriesgasen a cantar un villancico de Navidad ante la celda de su cárcel.

En 1942, el P. Pedro fue nombrado maestro de novicios y pasó a Nagatsuka, cerca de Hiroshima. El 6 de agosto de 1945 fue testigo de la explosión de la bomba atómica en Hiroshima: un relámpago, como un fogonazo de magnesio, cortó el cielo. 80.000 personas murieron en el acto; más de 100.000 quedaron heridas. El noviciado, distante siete kilómetros del centro de la ciudad, fue seriamente dañado, pero ninguno de los 35 novicios resultó herido. El P. Pedro fue a la capilla y pidió luz al Señor en aquella terrible oscuridad. Decidió convertir el noviciado en un improvisado hospital, retomando los conocimientos de sus interrumpidos estudios de medicina, y en condiciones de lo más primitivo y sin anestesia, tuvo que hacer operaciones muy complejas y limpiar heridas gravísimas. De los 150 pacientes que atendió durante meses, sólo dos murieron.

El 22 de marzo de 1954, fue nombrado Viceprovincial de la Viceprovincia de Japón, que en 1958 fue erigida Provincia independiente y entonces fue su primer Provincial. Poco a poco el número de jesuitas creció en Japón, de 126 en el año 1954 a 426 en el año 1961. El P. Pedro desarrolló una impresionante actividad, para algunos demasiado acelerada, por lo que el gobierno general de la Orden en Roma en 1964 nombró Visitador al holandés Padre George Kester, quien debía elaborar un informe sobre la provincia de Japón. Como General recién elegido, el P. Pedro se convertirá en el destinatario del informe.

De hecho, el 22 de mayo de 1965 Pedro Arrupe había sido elegido 28º General de la Compañía de Jesús, después del belga Johann Baptist Janssens (1889-1964), que había dirigido la Compañía desde 1942. En una ajustada elección, entre los cuatro candidatos salió elegido en la tercera ronda, prevaleció sobre el italiano Pablo Dezza, anterior rector de la Pontificia Universidad Gregoriana, que era el candidato del “ala conservadora”. Comenzó así un generalato que ha pasado a la Historia por su carácter polémico.

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Con él se iniciaron en la Compañía los cambios para afrontar los tiempos azarosos y renovadores en los que entraba la sociedad humana y, muy especialmente, la Iglesia después del Concilio Vaticano II, cambios que para muchos no estaban en consonancia ni con la primigenia espiritualidad ignaciana ni con la propia tradición de la Iglesia. Por las decisiones tomadas durante su generalato tuvo que sufrir incomprensiones y contradicciones de todas partes, incluso, a veces, de las más altas instancias de la Iglesia. De hecho, sus detractores llegaron a decir de él que “un vasco (san Ignacio de Loyola) había fundado los Jesuitas y otro los iba a destruir”. Pero, se opine como se opine, lo cierto es que el P. Arrupe marcó unos derroteros hoy ya imborrables para la Compañía de Jesús, que no dejaron de influir también en otros sectores de la Iglesia.

Las consecuencias no se dejaron esperar. En 1965, al concluir el Vaticano II, había treinta y seis mil jesuitas. En 1975 la lenta captación de nuevos miembros y las renuncias al ministerio habían reducido la cantidad a veintinueve mil. Seguiría disminuyendo durante el resto de la década, y también en la de los ochenta, aunque en países como India se acelerase el reclutamiento. A pesar de ello, los jesuitas seguían constituyendo una influencia de primer orden entre muchas comunidades religiosas, tanto masculinas como femeninas. Históricamente habían desempeñado un papel protagonista, y tampoco faltaba quien considerase que la dirección que habían tomado desde el Vaticano II era el camino del futuro. A fin de cuentas había sido confirmada y refrendada con entusiasmo por la trigésima segunda congregación general de la Compañía, celebrada en 1974.

Pablo VI siguió especialmente de cerca y con preocupación la evolución de los acontecimientos en la Compañía de Jesús, y ello por diversas razones: por la importancia que tenía en la vida de la Iglesia universal y, también, por la condición que le correspondía de Superior supremo de la Compañía, derivada del vínculo particular que, desde su fundación, ligaba la Orden al Romano Pontífice. Dos preocupaciones primordiales inspiraron la actuación de Pablo VI: La salvaguarda de la integridad de la Formula Instituti -su constitución orgánica- y la fidelidad de la Compañía a sus fines propios. En una carta dirigida al P. Arrupe el 15 de febrero 1975, el Papa escribió: “No se puede introducir novedad alguna con respecto al cuarto voto. Como supremo tutor y garante de la Formula Instituti y como Pastor universal de la Iglesia, no podemos permitir que sufra la menor quiebra este punto, que constituye uno de los fundamentos de la Compañía de Jesús”.

El 11 de diciembre de 1978, el P. Arrupe tuvo su primera audiencia con Juan Pablo II para jurar obediencia al nuevo Papa en representación de la orden. Diez meses más tarde, en la asamblea de presidentes de la Conferencia Jesuita (que se reunían una vez al año para acometer un análisis internacional de la Compañía), Juan Pablo II se dirigió al grupo por invitación del P. Arrupe. El mensaje fue categórico, y sorprendió a los oyentes. El Papa dijo que el escaso tiempo de que disponían le impedía enumerar todo lo positivo que estaba haciendo la Compañía. No obstante, Juan Pablo II fue al grano: “Deseo deciros que habéis sido motivo de preocupación para mis predecesores, y que lo sois para el Papa que os habla”. Por si no bastara con tan rotundo desafío, el Papa envió al Prepósito unas palabras críticas destinadas a ser leídas al gobierno central de la Compañía por Juan Pablo I, cuya muerte lo había impedido, añadiendo que él estaba de acuerdo con todo.

Cuenta George Weigel en su biografía de Juan Pablo II que, en junio de 1979, el P. Arrupe empezó a mantener conversaciones confidenciales con los cuatro asistentes generales de la Compañía, sus asesores más directos, sobre la posibilidad de jubilarse. Les dijo que había sido elegido ad vitalitatem, no ad vitam (mientras tuviera vitalidad, no vida), y que sentía menguar sus energías. Seis meses después, el 3 de enero de 1980, volvió a entrevistarse con el Papa para organizar otra reunión, a la que acudió con sus asistentes generales con objeto de que estos expusieran sus ideas sobre el porvenir de la Compañía y averiguaran cómo encajaban en las metas del pontificado. El Papa estuvo de acuerdo, pero no se puso fecha a la reunión.

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El P. Arrupe siguió pensando en la dimisión. En febrero de 1980 comunicó a sus cuatro asistentes generales que ya no tenía dudas sobre su decisión de dimitir. Durante la primera semana de marzo pidió a los asistentes un voto consultivo sobre su dimisión, alegando la edad como motivo de peso suficiente, el que exigían las constituciones jesuíticas. Después de una semana de reflexión oficial, los asistentes confirmaron que el Prepósito contaba con motivos suficientes para la dimisión. Su veredicto fue comunicado al general por el primer asistente, un estadounidense, el P. Vincent O’Keefe. Siguiendo el procedimiento establecido, se consultó a los ochenta y cinco provinciales jesuitas repartidos por todo el mundo, y el sí obtuvo una mayoría abrumadora.

Según las constituciones de la Compañía, el P. Arrupe tenía la obligación de convocar una congregación general, órgano legislativo supremo de la Compañía y único cuerpo con poder para aceptar o rechazar su dimisión, así se lo explicó a Juan Pablo II el 18 de abril de 1980, en audiencia privada. El Papa manifestó su sorpresa por el hecho de que el proceso de dimisión hubiera llegado tan lejos, y preguntó al P. Arrupe qué papel desempeñaba el Pontífice en todo ello, suponiendo que desempeñara alguno. El religioso le explicó que las constituciones de la Compañía no le atribuían ninguno, aunque la práctica consistiera en consultar al Papa cada vez que se hacían planes para una congregación general. A continuación, el Papa preguntó al Prepósito qué pensaba hacer si él se mostraba contrario a la dimisión. El P. Arrupe contestó que el Papa era su superior, con lo que Juan Pablo II dio fin a la audiencia diciendo que reflexionaría sobre el problema y que le escribiría una carta.

Dos semanas después, el 1 de mayo, el Pontífice pidió por carta al P. Arrupe que no dimitiera ni convocara una congregación general, por el bien de la Compañía y el de la Iglesia. Añadió que a su regreso de África entablarían un diálogo para resolver el problema. Los asistentes generales del General interpretaron que por fin conseguirían su reunión con el Papa, pero se demostró que no era ésa la idea de Juan Pablo II. Dicha reunión tuvo que esperar hasta el 17 de enero de 1981 y, en esta ocasión, no dio frutos.

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Entretanto, la prensa italiana seguía especulando sobre las malas relaciones entre el Vaticano y la Compañía de Jesús. Los dos hombres volvieron a reunirse el 13 de abril de 1981. Juan Pablo II dijo al General que estaba preocupado por lo que pudiera hacer una congregación general sin el P. Arrupe como superior, pues la trigésima tercera congregación general propuesta se habría reunido para aceptar la dimisión de Arrupe, elegir a su sucesor -las apuestas favorecían al padre O’Keefe o al padre Jean Yves Calvez, el asistente general francés- y seguir con el tema que escogiese. Dijo el Papa que Pablo VI había acogido con gran preocupación los resultados de la XXXII congregación general, celebrada en 1974, y no cabe duda de que Juan Pablo II temía que una nueva congregación general post-P. Arrupe dificultara todavía más la situación. El religioso negó que la XXXII congregación general hubiera desafiado al papa Pablo VI, y más tarde escribió una larga carta a Juan Pablo para defender sus conclusiones. Al cierre de la entrevista, Juan Pablo II garantizó al P. Arrupe que seguirían hablando, pero un mes más tarde se produjo el atentado contra el Papa.

El 7 de agosto de 1981, de regreso de un viaje a Filipinas, el P. Arrupe sufrió un derrame en el Aeropuerto Internacional Leonardo da Vinci de Roma, y lo llevaron al hospital Salvator Mundi. Se le diagnosticó bloqueo de la arteria carótida con efectos sobre el hemisferio izquierdo del cerebro y el lado derecho del cuerpo. Los médicos convocaron a O’Keefe y los demás asistentes y les comunicaron que en su opinión médica el P. Arrupe no debería volver a ocupar ningún puesto de responsabilidad. Dijeron que el General estaba en condiciones de recibir al cardenal Casaroli. Éste, de camino al hospital, pasó por el generalato jesuita para recoger al padre O’Keefe. Mientras se dirigían al centro, O’Keefe hizo lo posible por que Casaroli le diera permiso para convocar una congregación general, ya que la Compañía no podía ser gobernada indefinidamente por un general vicario. Casaroli eludió contestar. Cuando llegaron al hospital, hizo que O’Keefe leyera al P. Arrupe una carta personal del Papa, en la que Juan Pablo II lamentaba lo ocurrido, señalaba que ambos estaban convalecientes y le transmitía sus mejores deseos. Al volver del hospital, O’Keefe siguió presionando a Casaroli, pidiéndole que escribiera al Papa y le comentara la necesidad de una congregación general.

Pero la decisión de Juan Pablo II no fue la que habían previsto el P. Arrupe o sus asistentes generales. El 6 de octubre el cardenal Casaroli llevó al enfermo Prepósito la carta en que se nombraba “delegado personal” del Papa al P. Dezza (a dos meses de cumplir ochenta años) para que dirigiera la Compañía hasta nuevo aviso, con el P. Giuseppe Pittau, antiguo rector de la Universidad Sophia de Tokio y provincial jesuita en Japón, como coadjutor o suplente. El gobierno regular de la Compañía de Jesús quedaba suspendido, y no se preveía la convocatoria inmediata de la trigésima tercera congregación general. Cuando durante la cuarta semana de octubre apareció la noticia en un periódico español y la prensa italiana se hizo eco, fue el mayor impacto relacionado con los jesuitas desde que en 1773 el papa Clemente XIV suprimiera la Compañía.

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La intervención papal enfureció a quienes, satisfechos con la labor del P. Arrupe al frente de la Compañía, deseaban verla retomada por su sucesor. De todos modos, la afirmación de que todo nacía de un malentendido general sobre lo ocurrido en la trigésima segunda congregación general no resulta convincente. Los años posteriores al Concilio Vaticano II coincidían con una crisis en la vida de las órdenes religiosas, y si bien es posible que Juan Pablo II no considerara peores que otros a los jesuitas, sí creía que su influencia era tan grande que se imponía un período de reflexión. Dijo a los padres Dezza y Pittau que no habría intervenido de no haber tenido en muy alto concepto el carisma excepcional de la Compañía, y su capacidad de contribuir a una puesta en práctica real del Vaticano II.

Por fin, el 3 de septiembre de 1983, en la tan deseada XXXIII congregación general que, sin embargo, ahora tenía un aire completamente distinto al que se pensaba dos años atrás, el P. Arrupe presentó su renuncia al cargo ante todos los padres congregados y el padre Peter-Hans Kolvenbach fue elegido General de la Compañía.

Su primer gesto fue abrazar al P. Arrupe mientras le decía: “Ya no le llamaré a usted Padre General, pero le seguiré llamando ‘padre’ “.

Éste, después de casi diez años de dolorosa inactividad y de ofrenda física y psíquica por la Compañía, la Iglesia y la humanidad, el 5 de febrero de 1991 falleció en la casa generalicia de los jesuitas en Roma. A su funeral en la Iglesia del Gesù de Roma asistió una gran multitud.

Fuente: Jesuitasdeloyola.org y Radio Nacional España

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