El escenario latinoamericano está marcado por el desempleo estructural como efecto de un sistema inhumano, el desequilibrio ecológico como consecuencia de la explotación incontrolada de recursos naturales, y la migración como método de salvación alternativo a la lucha político-sindical. De ese escenario emerge un nuevo actor político, con legitimidad desterritorializada, diciendo que la causa de la pobreza no es económica y que la solución está en la cultural.
Para sorpresa de los tiempos modernos ese actor es un pontífice cuya palabra es autorictas en moral política para cristianos y no cristianos -algo muy llamativo, sobre todo cuando además se pensaba que lo político padecía una crisis de representatividad. Sin embargo, desde el inicio, el cristianismo sostuvo que en el principio está la palabra, a pesar que desde mediados del siglo XIX se levanta una voz antagónica que pone el principio en la economía. Ese actor legítimo insiste en que el camino es la decisión política por el trabajo como garantía de la dignidad humana de todos, y convoca a promover a los pueblos desde una cultura de la muerte a una cultura de la vida.
Como pastor y profeta, Francisco denuncia las verdaderas causas de la pobreza. Su denuncia no es la práctica de la libertad negativa, propia del liberalismo antiguo y moderno, con sus orígenes en los éforos y los tribunos como poder de decir “no” a una voluntad soberana. Su denuncia es el ejercicio de la libertad como liberación, en el sentido de la vía negativa, denunciando las causas de la injusticia social estructural, las cuales se hallan enmascaradas bajo una falsa concepción de lo “natural”. Dicho de otro modo, el actual Papa latinoamericano no ejerce el poder de negación liberal como veto, sino el poder de negatividad frente a las condiciones de desigualdad facilitadas por procesos de deshumanización, trayendo como consecuencia para unos la riqueza, el reconocimiento y la vida, y para otros la pobreza, el desconocimiento y la muerte.
Francisco denuncia los efectos de la injusticia social que se resumen en dos; inequidad y consumo. Pero lo que parece molestar es que no se detenga en los detalles de esos efectos -tal como pretende marcarlo la agenda política actual-, sino que como verdadero soberano marca una nueva agenda desenmascarando las causas de una cultura que mata. Como si eso fuera poco, Francisco llama al exiliarse en el mundo, y no del mundo; llama a meterse en el mundo y tener olor a oveja. Su discurso no trata de una reingeniería deshumanizada, como pretenden los gobiernos retro-liberales que vienen a suceder a los populismos de la primera década del nuevo milenio, sino de la renuncia a la autonomía absoluta de los mercados y de los deseos individuales. Por el contrario, y para sorpresa de los que creyeron liquidada la teología como política, ésta reaparece, no para dar fundamento sacro a regímenes autoritarios, sino para cuestionar y desacralizar los fundamentos de un sistema inhumano; pero sin destruir la identidad local pero promoviendo al mismo tiempo nuevas síntesis culturales.
Francisco llama a una militancia por lo humano, que en términos teológico se denomina “conversión”; llama a convertirse en pobres, y no a convertir a los pobres. Convertirse en pobre es convertirse en pueblo, tal y como lo propone la Teología del Pueblo, modalidad argentina de la teología de la Liberación. La paz como unidad, para Francisco, acontece como resultado del fin de la pobreza; y eso se logra denunciando los falsos intereses sociales que son los intereses particulares puestos como universales. La de Francisco es una paz como recuperación de una unidad perdida. Ver el principio como unidad, y no como diferencia, lo cambia todo en política. Para Francisco el principio es la unidad en la diferencia.
El Papa viaja entre el 2015 y el 2016 de un extremo a otro del continente americano, y de sus modelos democráticos –más liberales unos, más populares otros–. Como jefe de Estado, con autoridad moral transversal a las fronteras geopolíticas, se constituye en una amenaza cuando profetiza en su última encíclica que el mundo, y no solo el Reino de los Cielos, es también de los pobres. Sin pedido de disculpas, denuncia que la causa de la inequidad está en un sistema económico sin límites éticos, sostenido por una hegemonía cultural que convierte a los humanos en desechables. Esto hace que cierto sector de la derecha norteña lo acuse de marxista, que la izquierda europea relegada lo aclame, y que algunos en América Latina lo acusen de populista.
Como ejemplo de esa sospecha voy a comentar el argumento de Carlos Pagni, principal columnista del diario argentino La Nación, opositor postulativo del gobierno democrático nacional y popular de Néstor y Cristina Kirchner -país de origen del actual Papa-, quien sostuvo en una nota del día 13 de julio de 2015 que Bergoglio, al elegir nombrarse Francisco, marcó con ese gesto su pretensión de ir más allá de lo que hasta ahora fue la Doctrina Social de la Iglesia en su reivindicación de los pobres y excluidos. En mi opinión, esto no debería asombrar a nadie porque, desde los evangelios sinópticos hasta el Documento de Aparecida, la opción de la Iglesia de Cristo es por la parte del pueblo que son los pobres, es decir por el ochlos excluido, y no por el demos incluido.
El problema es que esa opción –según percibe Pagni- ahora en América Latina se presenta “enmarcada en categorías políticas y económicas afines al populismo”, y opina que el pontífice argentino -por no detenerse en los efectos propuestos por la agenda mediática hegemónica, claro está-, disimula las demandas insatisfechas por los gobiernos populares locales. A mi modo de ver, el desacuerdo entre la prensa crítica y el papa profeta está en saber qué se entiende por demandas insatisfechas, ya que para unos es la inseguridad, y para otros la pobreza como su causa directa. Según Pagni, se asiste en esta gira latinoamericana a “la versión más atrevida de la concepción socioeconómica del Papa”, lo cual puso en evidencia que “la «tercera posición» de Bergoglio suscribe al magisterio de la Iglesia, pero más “a su atracción por el peronismo” –dicho como si ese fuese el pecado, y no la pobreza que el papa denuncia -además de dar por supuesto, Pagni, que corrupción política y populismo son sinónimos.
Por otro lado, según el politólogo boloñés Loris Zanatta, reconocido académico italiano especialista en la relación Iglesia-Estado de Argentina, en una nota de ese mismo periódico con fecha 10 de julio de 2015 sostiene que Francisco “causa un gran temblor político”, porque sus visitas son “pastorales”. Como Zanatta, muchos se deben estar preguntando por qué el papa no retoma la vieja discusión sobre la consustancialidad entre el Padre y el Hijo en lugar de ocuparse de la teología económica y de querer tener olor a oveja. El problema está en que esos críticos del discurso pontificio actual confunden religión y teología, y entienden por teología un discurso filosófico sobre cuestiones intratrinitarias, desconociendo a la teología como económica -es decir como discurso de Dios sobre su creación, y como práctica liberadora de los cristianos, en tanto y en cuanto colaboradores suyo y a la luz de los evangelios y la tradición de la Iglesia, en el camino histórico hacia la liberación.
Zanatta, como politólogo, considera que compete a la religión “ordenar” el campo de la política, pero desconoce -a conciencia- la especificidad de la teología en los fundamentos políticos de la cultura. Cuando el boloñés opina que “sus diatribas [refiriéndose al sucesor de Pedro] en contra de la economía de mercado son simplistas y no ayudan a combatir la pobreza, y que su forma de demonizar el dinero recuerda la que en un tiempo la Iglesia reservaba al sexo”, parece olvidar –aunque no ignorar- que poner en la economía sin límites morales la causa del conflicto social es algo de larga data y amplio espectro ideológico. Decir que el dinero es un fetiche que como significante vacío pretende ocupar el lugar del inefable Absoluto, y que los mercaderes son cosa non-santa, está en el Evangelio antes que en El Capital, y en la patrística y la monástica antes que en la Teología del Pueblo o el populismo peronista.
Estamos ante un Papa que ha optado por el pueblo pobre respetando las aspiraciones de cada cultura en particular, incluso sus elecciones democráticas. Entonces, cuando le critican no denunciar ciertos efectos particulares del sistema, muestran una práctica conocida de los medios hegemónicos, aquella mediante la cual, con sus preguntas, buscan inducir una respuesta, marcando así la agenda del debate político. Instalando como problema los efectos, los medios de comunicación ocultan su causa verdadera: la inequidad del sistema. El discurso profético del papa Francisco no debería asombrar a nadie porque, desde los evangelios sinópticos hasta el Documento de Aparecida, la opción preferencial de la Iglesia de Cristo es por la parte del pueblo conformada por los pobres. Por otro lado, si bien el discurso del Papa es pastoral y profético, no por eso deja de ser teológico, sobre todo porque no habla solo de los efectos de la injusticia, sino también de sus causas, poniendo los fundamentos de su crítica en el modelo trinitario y en el dogma de la encarnación, a partir de los cuales el ser humano es concebido como relacional y su cuerpo vale tanto como su alma.
Muchos se preguntarán por qué el Papa no retoma la vieja discusión medieval sobre la consustancialidad entre el Padre y el Hijo en lugar de ocuparse de la teología económica –nombre con el que se denomina al discurso de Dios sobre su creación, y a la práctica liberadora de los cristianos como colaboradores en el camino histórico hacia la escatología–, y de querer tener olor a oveja. Lo hace. Todo su discurso pastoral y profético hace referencia a los principios de la teología dogmática como fundamento de su crítica y de su propuesta. El fin es el hombre como imagen de Dios, siempre; y es el hombre pobre en tanto y en cuanto deshumanizado.
Muchos críticos están dispuestos a aceptar el rol de la religión como “ordenadora” de lo social, pero parecen desconocer –a veces a conciencia– la especificidad de la teología como crítica de los fundamentos políticos subyacentes a la cultura puesta como necesaria, sacralizada. Leer los signos de los tiempos es hacer teología, más acá de la práctica religiosa. Es ver la teología como práctica histórica, como práctica cultural. Un teólogo que lee los signos de los tiempos para luego denunciar las causas de la injusticia y anunciar la vida buena para los hombres, es profeta y pastor. Las demandas por justicia son un signo de los tiempos que el profeta lee como texto para luego denunciar sus causas. Por esto mismo, “la profecía, a diferencia de la apocalíptica, resalta la continuidad entre el presente histórico y el futuro escatológico”.
A mi juicio, la elección de un Papa como Francisco es ya un signo de los tiempos, no solo por ser el primer latinoamericano, ni el primer jesuita, sino también por ser el profeta del pueblo en tiempos de crisis científica, política y cultural –y no digo económica, lo cual según Francisco es la consecuencia y no la causa–. Con esto quiero resaltar que, cuando la crisis se manifiesta en política como crisis de representación, en ciencia como crisis de verdad y en cultura como crisis de sentido, la Iglesia Católica –también una institución histórica que como tal padeció esa misma crisis, al punto de llevar al pontífice predecesor de Francisco a la decisión de la renuncia–, es al mismo tiempo la primera institución histórica que parece haber sabido leer esos signos de los tiempos a tiempo, eligiendo colegiadamente un nuevo pontífice capaz de ver esa crisis, juzgarla con categorías no impuestas por agendas hegemónicas que solo denuncian efectos o resultados, y actuar en ella desacralizando sus causas.
El discurso profético y pastoral de Francisco también es percibido como locura por todos aquellos teóricos de la política que, desde la sola perspectiva de la relación Iglesia-Estado, ven en lo teológico una amenaza a lo político, pensando que todo intento de fundamentación teológica de lo político deviene necesariamente en totalitarismo, sin poder sospechar que la teología pueda tener una función colaboradora con procesos de liberación social, en el marco de los límites que marcan los principios de libertad e igualdad sobre los que se establecen las formas de gobierno actuales, dentro del Estado moderno, como Estado de derecho, pero interpretándolos de otro modo: igualdad como equivalencia, no como identidad, y libertad como misericordia, no como tolerancia.
Mientras tanto, el comentador radiofónico norteamericano Rush Limbaugh dice que el Papa Francisco es un marxista y la Iglesia católica es hipócrita cuando critica el capitalismo que la financia; el prestigioso filósofo italiano Gianni Vattimo habla en una conferencia en Buenos Aires de la “papinter” como nueva internacional socialista; y un autor se ve obligado a afirmar –casi con ironía– en una columna, que “El papa es cristiano!”.
CPAL Social SJ