El Servicio Jesuita a Refugiados (JRS) busca acompañar, servir y defender la causa de las personas refugiadas y desplazadas forzadamente, para que puedan sanar sus heridas, empoderarse y decidir sobre su propio futuro.
Compartimos el testimonio de Gonçalo Fonseca SJ, sobre la presencia del JRS en Siria y su experiencia acompañando a las personas de un país hostigado por la guerra.
El amor que restaura la dignidad
Siria ha sido, para mí, una misteriosa fuente de descubrimientos de ocultos lugares de humanidad y una auténtica escuela del corazón. He visto convivir la vida y la muerte, el amor y el odio, la esperanza y la desesperación, la fe y el miedo en casi cada instante de los días que pasé allí.
He sido guiado a través de paisajes humanos que ni siquiera sabía que existían y mi propia geografía de comprensión del ser humano encontró nuevos caminos y transformó eternamente mi viaje en la vida. Recordando el libro de Hans Urs von Balthasar Percepción de la forma, sobre la estética teológica, creo que esta transformación procede de ser transportado por el Amor, el amor concreto de Dios en la forma de Cristo. El Amor que es paciente y bondadoso, y se alegra con la verdad. Siempre protege, confía y espera (1 Cor 13).
El amor que protege podría ser una forma de interpretar la misión del JRS de la que he tenido el privilegio de formar parte. La declaración dice que el JRS existe para «acompañar, servir y defender» la causa de los refugiados y otras personas desplazadas por la fuerza, para que puedan sanar, aprender y determinar su propio futuro. Desempeña un papel inimaginable en la restauración de la dignidad.
La dignidad es la cualidad de ser valioso, honrado o estimado. El primer artículo de la «Declaración Universal de los Derechos Humanos» de las Naciones Unidas en 1948, acentúa precisamente que todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos. Como todas las guerras, la guerra de Siria y sus devastadoras consecuencias arrancaron la dignidad de las personas, cuando no sus vidas. Cuando se deshumaniza a alguien (es decir, se le priva de derechos humanos como la libertad, la libertad de expresión, la seguridad, la vivienda, la educación, el acceso a los servicios sanitarios o las necesidades básicas) se anula su dignidad y la persona se convierte en un vagabundo que busca un lugar al que pertenecer. La lucha por la paz y la esperanza es también una búsqueda para recuperar la dignidad.
Recuperar la dignidad – o la integridad y la honorabilidad – es una acción que conlleva una participación conjunta. Necesita de alguien que, al menos, reconozca la humanidad del otro, para que su dignidad sea declarada. El JRS, al cumplir con su misión, humaniza a los que son acompañados, servidos y representados; y al humanizar a los más vulnerables y privados de sus derechos humanos esenciales, el JRS participa en el restablecimiento de su dignidad a la vez que contribuye a una sociedad más pacífica y justa.
Esta percepción sobre el restablecimiento de la dignidad se vio reforzada por una experiencia concreta, una experiencia vital. En Siria, no me sentía seguro todo el tiempo, pero siempre me sentía protegido. ¡Extraña contradicción! De hecho, el contexto no era seguro, y algunas situaciones por las que pasé fueron especialmente amenazantes; sin embargo, aquellos con los que trabajé – o de los que soy amigo – siempre asumieron un papel protagonista para protegerme, basándose sin duda en el respeto, pero también por amor. Amor y protección son intercambiables en sus definiciones. En la medida de mis limitadas capacidades, también me percibí protegiéndolos y amándolos.
Un episodio muy angustioso me llevó a comprender de nuevo la recuperación de la dignidad. En un control militar rutinario, nos pararon a un par de amigos y a mí. Nada fuera de lo común, pero ese día, por la razón que fuera, los militares decidieron ampliar los interrogatorios y las peticiones de documentación de forma humillante. Nos registraron e inspeccionaron con la arrogancia del «poder». Vi cómo a mis amigos, impasibles, les arrancaban su dignidad y los deshumanizaban. Estaban resignados a su destino. Yo, aterrorizado, me preparaba para lo mismo. Ni siquiera se me ocurrió protestar. Sabía que las consecuencias podrían ser, como mínimo, muy desagradables.
Cuando llegó «mi turno», mis amigos se dieron cuenta de que iba a experimentar la misma humillación por la que ellos acababan de pasar. Se levantaron de su deshumanización, recuperaron la voz que les habían borrado, se interpusieron entre los militares y yo y me protegieron, a pesar de las posibles consecuencias de esa rebeldía. Ellos, que habían aceptado estoicamente su destino, no podían aceptar que yo tuviera una experiencia similar. De alguna manera, todos salimos indemnes.
Un profundo silencio nos cubrió. La vergüenza, el miedo, el alivio, la incomprensión. La desesperanza habitaba salvajemente ese silencio que se rompió tiempo después con una nerviosa broma para romper el hielo. También experimenté, sin embargo, un sentido de la belleza que solo comprendí más tarde.
Con cierta «distancia», pero aún revestida por las emociones, capté la misteriosa belleza de aquel acontecimiento; al protegerme, por amor, restauraron su propia dignidad que les había sido arrancada momentos antes; al salvaguardarme de la deshumanización, mantuvieron su humanidad iluminando los oscuros caminos de la injusticia. Se convierten en personas más dignas y humanas.
Comprendí que el amor también restaura o renueva la propia dignidad. Comprendí de nuevo cómo Cristo, amando a la humanidad en la cruz, no solo reparó la humanidad corrompida por el pecado, sino que elevó su propia humanidad a la plenitud. Comprendí de nuevo que el curso de mi propia humanidad – y de mi vocación – asumía nuevas escalas, ya que no solo me reconocía de nuevo como persona amada, sino que también aprendía nuevas medidas de amor.
Fuente: jesuits.global/es