El Miedo de Consagrarse a Dios para Siempre

Emmanuel Sicre SJ reflexiona sobre los miedos, dudas y encrucijadas que pueden aparecer a cualquier persona frente a una decisión que invita a darlo todo.

Por Emmanuel Sicre SJ

Sucede a menudo que quienes se sienten habitados por la pregunta de la consagración a Dios ven que no es tan fácil dar el salto necesario para ingresar a una institución en la que creen que pueden ofrecer todas sus energías para el servicio del Reino.

Miedos, trabas, ignorancias, dudas, interrogantes, impotencia, son algunas de las sensaciones más frecuentes que se experimentan de manera mezclada y confusa. ¿Cómo discernir en medio de la vida lo que oigo de Dios en mi propio corazón? ¿Qué hacer con los temores que me provoca la invitación a darlo todo?

El miedo a la perpetuidad

En primer lugar, se puede afirmar que el miedo a la elección de esta vocación específica no es distinto al temor de quienes han sido llamados al matrimonio. Hay que reconocer que, en la cultura actual, todo lo que suene a “definitivo”, “eterno”, “permanente”, “estático”, “para siempre”, es un poco disonante y raro a la sensibilidad de muchos provocando varios conflictos.

Hoy esto parece algo del pasado. Sin embargo, es necesario que, al asumir los cambios culturales que vivimos, también discernamos qué viene del buen Espíritu y qué es tentación.

La vocación al sacerdocio, o al matrimonio, en la vida de la Iglesia se concreta en una elección “para siempre” porque lo que viene de Dios es para toda la vida (en su totalidad e integralidad). Por eso la tentación será separar, disgregar, fragmentar, la opción fundamental por Cristo para que seleccionemos qué sí y qué no le entregaremos.

A su vez, el miedo a sostener este compromiso para «toda la vida» está arraigado quizá en una tendencia propia de nuestro tiempo: el narcisismo. El hecho de que pensemos que nos toca a nosotros solos sostener el compromiso parte de una irrealidad insuflada al punto de convertirse en un fantasma.

Lo imposible huele a Dios

Pues sí, si uno piensa que es capaz de sostener esta decisión para «toda la vida», evidentemente, además de miedo sentirá, que es imposible para sus fuerzas. En parte porque es imposible, y en parte porque creemos que sólo depende de nosotros. Hay que ver cómo se conjugan en este diálogo lo que somos con lo que Dios oferta.

A decir verdad, el único que puede hacer posible lo imposible es Dios porque él es el eterno, él es el «para toda la vida” y para toda vida. Él es el que sostiene sus promesas en el tiempo. Él es el que alimenta, nutre, funda y soporta nuestra voluntad.

Lo que nos toca a nosotros es disponer nuestra libertad para que podamos cimentarnos en la Roca Cristo, trabajar en nuestra humanidad herida por el camino y el rece, y abrirnos al vínculo con Dios en los demás, especialmente, con los que somos invitados para amar más. Porque, en efecto, cuando nuestra libertad se siente atraída por algo que la hace más ancha, más amplia, más fecunda, adhiere con mayor intensidad y entonces es capaz de lanzarse, más allá del temor, a la aventura de lo imposible.

Fuente: Blog Pequeñeces

El discernimiento: “Un trabajo diario que nos impulsa a accionar”

Recuperando la vivencia de San Ignacio, el padre Fernando Cervera SJ, explica para Radio María Argentina, cómo surge el concepto de discernimiento, qué significa para la espiritualidad ignaciana, y qué valor puede tener ponerlo en práctica para este tiempo.

¿Quién fue San Ignacio de Loyola?

“En su vida Ignacio de Loyola era un caballero del comienzo del renacimiento español, España vivía todavía en la edad media, entonces los ideales de caballería o propios de otra época todavía estaban vigentes”. “Ignacio respondía un poco a eso, era un noble vasco, peleaba para el emperador cuya corte él frecuentaba”.

El padre Cervera continúa relatando la vida de Ignacio de Loyola, explicando que “aunque llevaba una vida como la de los cortesanos y digamos guerreros de aquella época, aventuras con mujeres y peleas, tenía a la vez un corazón noble, a la vez un corazón entero”.

“Cae herido en una de esas batallas, y en su larga convalecencia muy mal herido, de lo cual quedó mal de una pierna, Ignacio tiene varios momentos de agonía incluso, también tiene algunas visiones, algunas apariciones y experiencia de oración muy fuerte”. “Pero sobre todo descubre lo que sería un poco el germen de la espiritualidad que tiene que ver con el discernimiento”.

El corazón de la Espiritualidad Ignaciana

“El empieza a sentir que cuando lee la vida de los santos y de Cristo él siente una paz muy grande y cuando volvía a los libros que él solía leer, que eran los de caballería, que eran los que se estilaba en aquella época, sentía un entusiasmo primero pero luego una sequedad”.

Le pasa lo mismo, reflexiona el jesuita, cuando pensaba en sus aventuras, en su enamorada, que era la infanta de aquel entonces, la infanta sería como la heredera del reino de España, sentía el encanto y el gusto, pero a la vez después una sequedad fuerte, una inquietud interior, una especie como de ansiedad.

“Esta diferencia de sentimientos a Ignacio lo lleva a pensar: ¿Qué es esto?; ¿A qué responde? y se da cuenta de que es importante escuchar eso”.

Y es así, continúa indicando el padre Fernando, es como él empieza a seguir la vida de los santos y de Cristo, lo cual le empezaba a producir estos sentimientos de mucha paz, y momentos de mucho fervor también, y decir: ¿Por qué yo no puedo vivir eso?, si lo vivió San Francisco, Santo Domingo…, ¿Por qué yo no?

“Con ese mismo ideal de aventuro comienza este ensayo de una vida espiritual más fuerte. Va a dejar sus armas al pie de la virgen, va a dejar el castillo, se va a ir vestido pobrísimamente a peregrinar buscando a ese Cristo y la vida de santidad”.

“En ese peregrinar es donde va a tener luego las experiencias místicas fuertes, acompañadas de muchísima penitencia, viviendo casi como un linyera… de estas experiencias surgió el núcleo de los ejercicios espirituales.»

El padre Cervera explica que “estos ejercicios son una forma de oración y de encuentro con Cristo que encuentra San Ignacio en su peregrinar, y que él mismo practica”. Destaca también la sabiduría que tuvo San Ignacio de saber escribirlo y poder reproducirlo casi como un manual.

“La experiencia ignaciana va a tener mucho que ver con escuchar los propios sentimientos, los movimientos interiores. Dios nos habla a través de esos sentimientos”.

La riqueza del discernimiento

El padre Cervera explicó que este “trabajito cotidiano” del discernimiento exige de nosotros hacernos cargo de la vida, sentirla, sea agradable, sea desagradable, y desde aquí poder tomar una postura, pero con una ventaja, alguien nos acompaña, alguien nos está abriendo camino.

“Nos podemos equivocar, sin embargo podemos saber qué tengo que corregir o rectificar, lo que sea, uno puede vivirlo espiritualmente bien, aún en nuestros errores”.

Una herramienta es el examen de conciencia, expresó, que incluye hacer una lectura diaria de por dónde estoy yendo. Examinarse, escucharse, detenerse, cinco minutos, ¿Qué estoy haciendo?; ¿Para dónde quiero ir?; ¿Estoy haciendo lo que me propuse?; ¿Por qué reaccioné así?; ¿Por qué me siento tan alegre?

En definitiva, indicó el padre Fernando Cervera, “empezar de acuerdo a esto empezar a pensar desde Dios, leer mi vida desde el evangelio”.

Fuente: Radio María

Horror a Decidir

Como opuesto al deseo de quedarse con y abarcar todo, decidir implica renunciar para hacer más plena la experiencia de aquello por lo que se opta. Para reflexionar de cara a las pequeñas y grandes elecciones de nuestra vida.

Por Charlie Gómez-Vírseda, sj

Definitivamente tengo verdadero pánico a decidir. Y creo que es algo bastante frecuente en nuestro mundo. No sé dónde lo notas tú… Hay gente que se bloquea durante horas con la maleta a medio hacer, incapaces de decidir qué dejan y qué se llevan de viaje. Otros sufren un colapso a la hora de comprar, con dos prendas en la mano a tres pasos del mostrador. Hay quien casi muere al elegir carrera y quien se replantea esa decisión cada vez que los exámenes aprietan un poco…

Yo experimento mi miedo a decidir casi a diario. Lo noto sobre todo cuando me coinciden varios planes y no quiero renunciar a ninguno de los dos. Me imagino en uno de los sitios, luego en el otro… ¡y los dos me parecen imprescindibles! A menudo me produce tal bloqueo que retraso al máximo la decisión, esperando que se hagan compatibles en el último momento o que alguien invente la máquina de la bilocación.

Da igual dónde lo notes exactamente, el miedo a decidir está ahí. El problema es que nos retrata en nuestro temor a renunciar. Porque decidir es básicamente eso: optar por una cosa y renunciar a otras. Y eso nos cuesta mucho. Hay una imagen que me ilumina especialmente en esto: la del árbol y el arbusto. Un arbusto no necesita una verdadera poda; las ramas crecen hacia cualquier lado, pequeñas y abundantes. Sin embargo para que crezca un buen árbol es necesario podar unas ramas y así otras recibirán la savia abundante. Unas ramas se cortan pero gracias a eso, hay otras que crecen fuertes, se robustecen y dan fruto. Tomar decisiones es algo parecido: supone podar y renunciar a cosas para dedicar tiempo y corazón a otras. Pero sólo así crecemos, sólo así damos fruto.

Fuente: Pastoral SJ

Reflexión del Evangelio – Domingo 23 de Abril

Evangelio según San Juan 20, 19-31

Al atardecer del primer día de la semana, los discípulos se encontraban con las puertas cerradas por temor a los judíos. Entonces llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: “¡La paz esté con ustedes!”. Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: “¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes”. Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: “Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan”. Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Los otros discípulos le dijeron: “¡Hemos visto al Señor!”. Él les respondió: “Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré”. Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: “¡La paz esté con ustedes!”. Luego dijo a Tomás: “Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe”. Tomás respondió: “¡Señor mío y Dios mío!”. Jesús le dijo: “Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!”. Jesús realizó además muchos otros signos en presencia de sus discípulos, que no se encuentran relatados en este Libro. Estos han sido escritos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo, tengan Vida en su Nombre.

Reflexión del Evangelio – Por Marcos Stach SJ

Lo nuevo y la alegría de la Pascua.

 La figura ha pasado y ha llegado la realidad: en lugar del cordero está Dios, y en lugar de la oveja está un hombre, y en este hombre está Cristo, que lo abarca todo. (Melitón de Sardes, Obispo).

 La Pascua está ya cumplida. Siempre viene a interpelar nuestra realidad, nuestro modo de vivir la presencia del Resucitado, “que lo abarca todo”. El mundo, que parece estar pendiente de otras cuestiones, no vislumbra la Pascua, se contenta con el chocolate, mientras que a nosotros se nos ofrece la fiesta del cordero manso y silencioso.

 Es bueno volver los ojos al misterio de la Resurrección del Señor. Solemos empapar la vida con la rutina. Pero la Resurrección no es una “costumbre” que repetimos cansinamente. Ante el golpe de la Cruz, la rutina pareciera la escapatoria inevitable en los Apóstoles: seguimos a un maestro y ahora todo terminó, queda volver a retomar el trabajo, el tedio y la vida ordinaria. En este domingo de la Octava de Pascua, leemos el Evangelio de la aparición del Resucitado a Tomás (Jn. 20, 19-31). La comunidad que va a buscarlo ya es consciente de que la rutina no se deja ganar por el Resucitado, quien irrumpe traspasando puertas, paredes, ventanas y corazones endurecidos por el miedo o el dolor. Y ellos quieren hacérselo saber a Tomás, que ciertamente está golpeado por el dolor y la frustración.

 Pero lo que quisiera puntualizar en esta reflexión, a cuento de rutinas desavenidas por la Pascua, encuentra un eco que me parece de valor inestimable. Hace un tiempo leí la cita inicial que tomo de la Homilía Pascual de Melitón de Sardes, escrita en el siglo II que se compuso originalmente a modo de præconium o pregón, con entonación lírica, precisamente para la Pascua. Me importa e impresiona su contenido: viene a decirnos que ya no nos queda más que la realidad de la Resurrección. Su apariencia (anterior) está disuelta. Es lo que nos anuncia la Pascua: Cristo resucitó de entre los muertos y cambia todo, no hay espacio para el tedio de la rutina en aquellos que creen en la Resurrección. Ya no existe la figura sino la realidad: vivimos pascualmente; porque paradójicamente la Resurrección es para nosotros, aunque con frecuencia nos dejemos ganar por el abatimiento o la desesperanza como le ocurrió a los Apóstoles. Si vemos la consecución que marca Melitón, el “paso” se da del cordero a Dios y del hombre a Cristo. Parece que el énfasis se pone en que la Pascua, como paso o trayecto de la figura a la realidad o de la oveja a Cristo, impone la mediación del hombre: En la humanidad de Cristo Resucitado estamos todos y cada uno en concreto. Le pertenecemos y no hay vuelta atrás.

 Es comprensible que la Resurrección sea un misterio que nos desborde y que desafíe nuestros prejuicios, que cuestione nuestros hábitos o nuestras comodidades: el Resucitado nos abre la puerta de la alegría y de ahí no hay ni vuelta ni escapatoria. Nos pone en movimiento, nos saca a anunciar que esta fiesta, de sabroso cordero, es para todos. No podemos quedarnos quietos ante tamaña alegría. Es lo que San Ignacio nos hace pedir en la cuarta semana de Ejercicios: gracia para me alegrar y gozar intensamente de tanta gloria y gozo de Cristo nuestro Señor (EE n. 221). Cristo resucitado nos trae la realidad nueva y exclusiva, esa que ya está dada con su Pascua y que nos sumerge, como el bautismo, en lo Nuevo que se constata por los verdaderos y santísimos efectos (EE. n. 223) de la Resurrección y que estamos llamados a profundizar cada día un poco más, por el efecto de su alegría, porque la muerte está bien muerta y la Vida que se nos regala es exuberante: Esta es la Pascua del Señor y vale vivir alegremente agradecidos por su novedosa realidad.

Fuente: Red Juvenil Ignaciana 

Para leer en tiempo de Pascua: ‘La piedra que era Cristo’

Aprovechando el tiempo de Pascua, compartimos un texto del escritor venezolano Miguel Otero Silva (1908-1985) que forma parte de su último libro, que narra una vida de Jesús más centrada en las experiencias que en los hechos: La piedra que era Cristo

En la celebración de la Resurrección de Jesús, transcribimos para quienes no lo conozcan sus tres últimas páginas:

María Magdalena no se ha movido de su sitio al pie de la cruz. Uno de los soldados de Pilato alancea al crucificado en un costado y de la herida sólo fluyen las últimas gotas de sangre y el agua de la muerte. Dos servidores del muy rico y generoso José de Arimatea descienden el cadáver y se lo llevan a enterrar en un huerto cercano. María Magdalena y las cuatro mujeres que la acompañan los siguen hasta el sepulcro y se marchan luego a sus casas, a preparar perfumes y aromas para ungirlo.

María Magdalena subirá de nuevo al Gólgota, guiada por la sed de volver a ver al amado de su alma. Él ha resucitado y ella lo sabe. La historia de Jesús no puede concluir en tanta derrota, tanta desolación y tanta tragedia estéril. Es necesario que él se imponga a la muerte, que él venza a la muerte como ningún hombre la ha vencido jamás, de lo contrario será una fábula inútil su vida maravillosa, y la semilla de su doctrina irá a consumirse sin germinar, entre peñascos y olvido. Él ha anunciado la presencia del reino de Dios, y el reino de Dios nacerá de su muerte como nacen de la noche las lámparas insólitas del alba. Con su resurrección, Jesús de Nazaret vencerá al odio, a la intolerancia, a la crueldad, a los más encarnizados enemigos del amor y la misericordia. Junto con él resucitarán todos aquellos a quienes él amó y defendió: los humillados, los ofendidos, los pobres cuya liberación jamás será cumplida si él no logra hacer añicos las murallas que tapian su muerte.

María Magdalena encuentra desquiciadas las piedras de la tumba y no halla en el recinto del sepulcro el cuerpo de Jesús. La discípula se sienta perpleja sobre la hierba del jardín que se extiende alrededor de la roca donde fue enterrado el Maestro. De pronto oye unos pasos, y una voz que ella supone ser la del jardinero le dice: «¿Por qué lloras mujer? ¿A quién buscas?» Ella le responde: «Han tomado el cuerpo de mi Señor y no sé dónde lo han puesto; si te lo has llevado tú, dime dónde lo has puesto, y yo correré a buscarlo.» Pero no es el jardinero el que habla sino el propio Jesús; nunca vio nadie sobre la tierra algo más blanco que la blancura de su ropaje; en sus ojos fulgura la luz intemporal de quien se ha asomado por un instante a la eternidad; a causa de esa mirada ella no lo había reconocido. Entonces la voz de Jesús dice: “¡María!”, y ella responde: “¡Maestro!”, y quiere echarse a sus pies para besarlos. Pero Jesús la detiene y le dice: “No me toques porque aún no he subido al Padre. Anda a decir a mis hermanos que me has visto.”

En la noche corre a dar aviso a los apóstoles, tal como Jesús se lo ha ordenado. Tan solo María Magdalena sabe dónde se esconden. Se esconden en las afueras de Jerusalén, en una casa con las puertas atrancadas, abatidos por una pena sin esperanza. Ella les da la buena nueva, les cuenta el prodigio que ha visto, pero ninguno de los once la cree. Tomás, el marinero de la barba bermeja y cuadrada, dice: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto mis dedos en los huecos que esos clavos dejaron, si no palpo la herida del costado, no creeré.»

Bartolomé, el que se sabe de memoria el Eclesiastés, dice que las mentiras y la fantasía de las mujeres les han extraviado siempre el camino a los hombres. María Magdalena repite entre sollozos las palabras que Jesús le ha dicho en el jardín, pero ellos se obstinan en no creerle. Finalmente logra persuadir a Pedro, tan sólo a Pedro, a quien Jesús le ha encomendado la continuidad de su obra y le ha dado las llaves de las épocas futuras.

Pedro, consciente ya de la fuerza universal que brotará del pecho de Jesús resurrecto y glorificado, acompaña a la mujer hasta el Gólgota. El más preeminente de los apóstoles de Cristo y la más rendida de sus discipulas, suben juntos a ver el sepulcro vacío y las mortajas abandonadas. Por el camino en ascenso, María Magdalena le va diciendo a Pedro:

Ha resucitado para que así se cumplan las profecías de las Escrituras y adquiera validez su propio compromiso. Ha resucitado y ya nadie podrá volver a darle muerte. Aunque nuevos saduceos intentarán convertir su evangelio, que es la espada de los pobres, en escudo amparador de los privilegios de los ricos, no lograrán matarlo. Aunque nuevos herodianos pretenderán valerse de su nombre para hacer más lacerante el yugo que doblega la nuca de los prisioneros, no lograrán matarlo. Aunque nuevos fariseos se esforzarán en trocar sus enseñanzas en mordazas de fanatismo, y en acallar el pensamiento libre de los hombres, no lograrán matarlo. Aunque izando su insignia como bandera se desatarán guerras inicuas, y se harán llamear hogueras de tortura, y se humillará a las mujeres, y se esclavizarán razas y naciones, no lograrán matarlo. Él ha resucitado y vivirá por siempre en la música del agua, en los colores de las rosas, en la risa del niño, en la savia profunda de la Humanidad, en la paz de los pueblos, en la rebelión de los oprimidos, sí, en la rebelión de los oprimidos, en el amor sin lágrimas.

Fuente: Entre Paréntesis

Domingo de Gloria: Ha resucitado Cristo, mi Esperanza

A lo largo de esta semana santa compartiremos distintos materiales escritos por jesuitas de Argentina y Uruguay, con la invitación a no dejar pasar esta semana santa sin haber rezado, reflexionado y acompañado el camino de Jesús desde su entrada gloriosa en Jerusalén hasta su Resurrección en el Domingo de Gloria.

Por Rafael Stratta SJ

“Dinos, María Magdalena, ¿qué viste en el camino? He visto el sepulcro del Cristo viviente y la gloria del Señor resucitado. He visto a los ángeles, testigos del milagro, he visto el sudario y las vestiduras. Ha resucitado Cristo, mi esperanza, y precederá a los discípulos en Galilea”.

(Tomado de la secuencia de Pascua)

A partir de hoy, domingo de Gloria, la liturgia nos invita a rezar con la secuencia de Pascua, una oración muy antigua que se lee en las misas antes del Evangelio. Estas palabras son como la puerta de acceso al relato de resurrección, y en ella se “cita” a la primera de los testigos del hecho: María Magdalena.

Siempre me ha consolado el testimonio de esta gran mujer. Ante la pregunta por el dato –qué viste- responde por el Quién. Sólo unos pocos signos le bastan para hacer la declaración de su vida: “resucitó Cristo, mi esperanza, quien me mantiene viva, quien me ha dado vida”. En este domingo de Pascua se hace patente este dato: Dios es amor y también es esperanza. Dios es el sostén amoroso donde se apoya nuestra vida, pero también es el horizonte abierto de gracia que quiere contar con nuestra libertad para elegir siempre la vida.

El camino de madrugada de “la magdalena” refleja muy bien la realidad de la Pascua, que es a la vez “paso” –camino- de la muerte a la vida y “comienzo” –madrugada- de algo nuevo. La gloria de Dios de este domingo no sólo se da por el milagro ocurrido, sino también por lo que viene. Por esto la esperanza y la misión son dos compañeras inseparables.

San Ignacio de Loyola, cuando invita a rezar en los Ejercicios Espirituales con los relatos de resurrección, recalca que es bueno considerar “cómo la divinidad, que parecía esconderse en la pasión, aparece y se muestra ahora tan milagrosamente” por sus efectos. Jesús se muestra plenamente como aquel hombre atravesado de divinidad, y plenamente también como ese Dios atravesado por la humanidad. La divinidad se muestra en la Vida, en la consolación. Y su primera consecuencia no es otra que la misión: el Resucitado “precederá a los discípulos en Galilea”.

El domingo de Gloria es consecuencia de una lucha entre la muerte y la vida. Hablar del “sepulcro del Cristo viviente” es dejar en claro que la vida y la esperanza de hoy no eximen de la lucha contra la muerte y la desesperanza, son un llamado a enfrentarlas y a combatirlas en nuestras Galileas de todos los días, en nuestras tierras de misión cotidianas. Así como no se entiende el amor separado de la esperanza (Dios es ambos), tampoco se puede separar la resurrección de la misión, el Resucitado glorioso y Sufriente crucificado son el mismo Cristo. Ambas caras forman parte del mismo milagro: la acción de Dios que nos regala Vida y Esperanza, frente a la muerte y el dolor que evidentemente no tienen la última palabra.

Uno de los Padres de la Iglesia, San Ireneo, se ha hecho muy conocido por una frase que ayuda a vivir este domingo de Pascua: “La gloria de Dios consiste en que el hombre viva, y la vida del hombre consiste en la visión de Dios”. La resurrección conjuga de la mejor manera esta frase, por eso hablamos de “Domingo de Gloria”, pues el Hombre está vivo, y los hombres pueden ver en ese mismo Hombre a Dios en su plenitud. ¿Dinos qué viste?… He visto al Cristo viviente.

 

Sábado Santo: detenerse en el Silencio de Nuestras vidas

A lo largo de esta semana santa compartiremos distintos materiales escritos por jesuitas de Argentina y Uruguay, con la invitación a no dejar pasar esta semana santa sin haber rezado, reflexionado y acompañado el camino de Jesús desde su entrada gloriosa en Jerusalén hasta su Resurrección en el Domingo de Gloria.

Por Franco Raspa SJ

Jesús ha muerto. Atrás quedaron sus enseñanzas y sus discípulos. Su madre, aún con los ojos puestos en su hijo escucha la confesión de fe del soldado romano, mientras ve como la multitud desconcertada se aleja en silencio. El Hijo de Dios es trasladado hacia la tumba, y allí, yace como el más muerto de los muertos. Aquel, que estaba destinado a vivir, descansa envuelto en lienzos perfumados.

En el día de ayer, el evangelio de Juan finalizaba simplemente diciendo “tomaron el cuerpo de Jesús…” y lo depositaron en un “…sepulcro que estaba cerca”. Hoy, Mateo comienza su relato diciendo “Pasado el sábado…”. Pareciera ser que los evangelistas guardan silencio con respecto a este tiempo. Pero ¿qué sucedió? ¿No lo sabían los evangelistas? ¿No les contó Jesucristo a sus amigos lo que acontecería en este período de ausencia? O será que los amigos de Jesús prefirieron reservarse lo sucedido.

En este tiempo de silencio, similar al descenso de vida acontecido en el seno de su madre, las escrituras nos relatan que Jesús desciende aún más todavía. Ahora, al centro de la tierra, al sheol, al lugar de los muertos. De allí, según la creencia judía, no se regresa. Es el fango, la soledad más solitaria. Las tinieblas, en donde no habita Dios. Los muertos, son los refaim, los impotentes que residen en la tierra del olvido. Allí, como Jonás en el vientre del pez, desciende Jesucristo haciéndose solidario con la soledad de los callan.

El abismo que toca Jesucristo en este sábado Santo, se repite cada vez que el Señor baja al hondón de los corazones desesperados. Marcando un límite a la condenación en sí ilimitada. Él, anunciando la vida y rompiendo las ligaduras que nos atan a lo abisal, es quien planta un mojón del cual comienza el camino de retorno. De este modo, Jesús se transforma en el Señor, también del infierno. Porque en último término, lo importante no es tanto el descenso a los muertos, sino más bien el retorno de allí.

No pretendamos adelantar la pascua al sábado santo, no intentemos ponernos delante del Espíritu de Dios. Detengámonos en el silencio de nuestras vidas, y tomemos parte espiritualmente en este descenso. Acompañemos al Señor que desciende en soledad extrema. Participemos de esa soledad. Vayamos nosotros también con Él, abrazando aquellos lugares sin respuestas de nuestros corazones, estando muertos con Dios muerto.

Permitamos que el Señor en este sábado santo, ilumine la soledad más desolada de nuestras vidas. Pero no lo hagamos como si fuéramos simple espectadores de algo que no me atañe. Toma tu vasija en tus manos, y ofrécesela al Señor. Acompaña el obrar de Jesús, confiando que Él pondrá palabras donde hoy, hay temor y temblor.

Sé participe tú también del silencio y oscuridad de este día santo, para que cuando llegue la noche gloriosa, reconozcas tú también a Aquel, que te ha desatado de las ataduras de la muerte.

 

Viernes Santo: Un Dios que Ama sin Negociar su Amor

A lo largo de esta semana santa compartiremos distintos materiales escritos por jesuitas de Argentina y Uruguay, con la invitación a no dejar pasar esta semana santa sin haber rezado, reflexionado y acompañado el camino de Jesús desde su entrada gloriosa en Jerusalén hasta su Resurrección en el Domingo de Gloria.

Por Maximiliano Koch SJ

Solemos leer la historia con los ojos puestos en Jesús. Le contemplamos solo, sufriendo, incomprendido. Y tal mirada está muy bien, pero para comprender qué sucedió aquél viernes en que fue crucificado, quizá tengamos que detenernos un momento en los otros personajes, los que le rodeaban, los que lo traicionaron, los que lo abandonaron. Y preguntarnos por qué actuaron así frente al hombre con el que habían compartido vida, proyecto, sueño, alegrías, tristezas.

¿Entregó Judas a Jesús por unas monedas? ¿Pedro le abandonó sólo por miedo? Los demás, ¿se escondían porque temían ser también crucificados? Todo esto es posible. Pero quizá exista una razón más profunda, una razón que a nosotros mismos nos cuesta asimilar dos mil años después de aquél suceso: Cristo, aquél día, con aquella muerte, decepcionó a sus seguidores y amigos. Ese hombre, aquél señalado como el “Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16), después de ser humillado e insultado, estaba siendo traspasado en un madero.

Ese hombre no podía ser el Mesías. Porque el Mesías debía ser capaz de liberar al pueblo, como lo hizo Moisés. O llevar a Israel a la gloria, como lo hizo David. Debía ser capaz de librar del dolor, de la injusticia, del sufrimiento, de la angustia. Y, sin embargo, aquél de quien esperaban tantas cosas (Lc 24,21), se desangraba aquél viernes en una cruz, dando bocanadas para respirar todavía un poco más. Un poco más…

Sí… Jesús decepcionó a sus amigos aquél viernes de dolor en Jerusalén. Y en esa decepción, todos sus gestos y palabras quedaron olvidadas o parecieron perder su sentido. El sueño de un reino de Dios, de justicia y amor, colgaba ahora en el Gólgota y los dueños del poder, aquéllos a los que había denunciado, parecían tener la razón: éste no podía ser el Mesías. La muerte de Jesús decepcionó a sus amigos y sus amigos le dejaron solo. Todo se puso en duda… ¿De qué valía morir por un proyecto que no era? Y la duda disipó a los que habían invertido su vida, sueños y esperanzas en aquél hombre.

Y tenemos que reconocer que nosotros tenemos mucho de Pedro, de Tomás, de Judas. Esperamos todavía ese Dios que nos libre del dolor y la injusticia. Y nos decepcionamos cuando ese Mesías no soluciona mágicamente nuestras vidas. Y nos preguntamos qué sentido tiene permanecer junto a la cruz, ser humillados por un mundo que vende al justo por dinero y al necesitado por un par de sandalias (Am 2,6). Y nos alejamos también nosotros, decepcionados, sintiéndonos traicionados porque Dios no es lo que esperamos.

Y Jesús, al igual que cuando fuera tentado en el desierto al iniciar su camino (Mt 4,1-11), rechazó esas expectativas de divinidad. Y nos mostró, aún con dolor y decepción, quién es verdaderamente Dios: aquél que ama sin negociar su amor y aquél que ama entregándose hasta el último aliento. Y este amor de Dios no se impone, no se exige: se ofrece como la alternativa para terminar con las injusticias, la violencia, la indiferencia. Pero chocando con las injusticias, la violencia, la indiferencia, puede tornarse peligroso al hacernos vulnerables. Pero no se puede amar sin hacerse vulnerable y sin que nuestra vida se comparta con los vulnerables. Y la vulnerabilidad absoluta cuelga en el Gólgota, desangrándose, compartiendo los dolores de tantos hombres y mujeres que se desangran en esta tierra. Porque para ellos, como para Jesús y para el amor, parece que no hay sitio en el albergue (Lc 2,7). Y la cruz nos señala, por último, que en el amor no siempre hay éxitos y que la felicidad que promete no está en el resultado, sino en la entrega generosa y absoluta.

 

Jueves Santo: Amar y Servir en Todo

A lo largo de esta semana santa compartiremos distintos materiales escritos por jesuitas de Argentina y Uruguay, con la invitación a no dejar pasar esta semana santa sin haber rezado, reflexionado y acompañado el camino de Jesús desde su entrada gloriosa en Jerusalén hasta su Resurrección en el Domingo de Gloria.

Por Agustín Borba Diperna SJ

“…sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.”

En aquella cena, Jesús buscó expresar lo más importante de su predicación: amar a los demás desde el lugar de quien sirve, buscar el bien de los otros por encima del propio y enseñar con el ejemplo de vida.

Amar, servir, buscar el bien, dar testimonio. En esto consistió su vida y su mensaje. Y lo llevó al extremo. Los amó hasta el extremo. Nos amó hasta el extremo.

A lo largo de su vida y de manera especial en aquella última cena, les dio ejemplo de amor y de servicio. Nos enseñó de qué modo quiere que nos vinculemos. Y de qué se trata esto de amar al prójimo. Ciertamente, amar es mucho más que un sentimiento. Es una forma de vida que implica decisiones, cruces y plenitud.

Implica saber de dónde vengo y hacia dónde voy. Jesús, sabiendo que venía de Dios y que a Dios volvía, se puso en acción. Sólo sintiendo la fuerza transformadora de una experiencia de amor que nos excede por completo, nos precede y nos conduce, podemos ponernos en acción con una mirada amplia, esperanzadora y transformadora. Capaz de amar con locura.

Implica vivir el presente. Sin esquivarlo. Jesús vivió el ahora, tomó el pan y lo partió y lo entregó. Amar es decidir vivir lo que me toca vivir hoy. Con alma y cuerpo. Con todo.

Implica servir. Servir a Dios es inseparable de servir al prójimo. Si separamos nuestro amor a Dios y nuestro amor a las personas, ambos amores se vuelven enfermizos. El poder y el amor no se muestran en el dominar sino en el servir. Si el mundo fluye amorosamente de Dios, servir a Dios es inseparable de amarlo y servirlo en su creación. Ahí ve Ignacio el fin del hombre.

El amor se tiene que expresar en el servicio para que no sea puro sentimentalismo, ni un modo de sentirme importante e indispensable. El servicio verifica y purifica el amor. La unión con Dios acontece, según Ignacio, cuando el hombre se une activa y puramente al Dios trabajador, colaborando con Él en la salvación del mundo.

El proceso de los Ejercicios Espirituales concluye con el deseo y la petición de poder en la vida “en todo amar y servir”.

En todo amar y servir. Porque en todo, en todas las cosas, podemos buscar y hallar a Dios. En todo momento. En el estudio, en el trabajo. En la familia. En el descanso. En lo agradable y en lo desagradable. En todo y con todo. Con todo el corazón, con toda el alma, con todo el cuerpo.

¿Qué te sugiere ese “en todo”?

¿Crees que una actitud más servicial puede armonizar un mundo tan fragmentado?

Y en tu vida, servir ¿te acerca más a tu centro? ¿Te acerca más a Dios?

Podemos pensar que cuando Ignacio le pide a María que lo ponga con el Hijo, le está pidiendo que le enseñe a “en todo amar y servir”. Que este deseo también pueda ser tu petición para hoy.

 

10 Características de la Espiritualidad Ignaciana

La espiritualidad ignaciana no consiste en sumar a todo lo que hacemos otras actividades «más espirituales». No se trata de «…y ahora, además de lo que haces, apártate de todo y ponte a rezar». La espiritualidad ignaciana intenta ayudar a vivir la vida de una forma integrada. Integrar es marcar un horizonte claro en el proyecto personal de vida: un horizonte que da sentido a lo que se va haciendo, que ayuda a vivir reconciliado con uno mismo, con lo demás y con la creación.

La espiritualidad ignaciana es un camino para mirar la vida de una manera nueva, agradecida, con ojos compasivos y comprometidos, con dosis de humor, de sentido común, de apoyo en los demás, de una lectura sabia de nuestro pasado para no tomarnos trágicamente el presente y vivir inspirando futuros. Esa es, en definitiva, la mirada de Jesús de Nazaret.

¿Quieres saber en qué consiste la espiritualidad ignaciana? Aquí te contamos 10 características:

  1. Buscar y hallar a Dios en todas las cosas.
  2.  Relación personal con Cristo y amor por la Iglesia.
  3.  Reflexión que lleva a la gratitud, que, a su vez, lleva al servicio.
  4. Contemplación en la acción: acción trascendida por la oración.
  5.  Libertad interior: del conocimiento interno y el discernimiento.
  6.  Fe que promueve la justicia: no hay verdadera expresión de la Fe cuando no hay justicia ni dignidad humana.
  7.  Una visión positiva y comprometida de cómo Dios interactúa constantemente con la creación.
  8.  Para Mayor Gloria de Dios: Alabar a Dios y trabajar con Él en la misión de sanar al mundo.
  9.  Flexibilidad: respetando la experiencia de la vida de las personas.
  10.  Unión de Ánimos: escuchar al Señor que está presente entre nosotros.

 Fuente: Compañía de Jesús España