La Misericordia como Proyecto de Vida

No dejar que se nos escape el verdadero sentido de la misericordia y la invitación que se nos ha hecho a lo largo de este año jubilar.

En diciembre de 2015 dio la vuelta al mundo la noticia sobre la convocatoria que hizo el Papa Francisco de vivir, desde ese momento, un Año Santo, el Año de la Misericordia; convocatoria que se formalizó con la apertura de la Puerta Santa de la Basílica de San Pedro.

Desde ese momento, hasta estos días, el Santo Padre en sus diferentes homilías, intervenciones y alocuciones, ha hecho referencia a distintos aspectos que conllevan el vivir la Misericordia. Mensajes que unas veces son noticia, otras son motivo de inspiración para la predicación de sacerdotes, en ocasiones se convierten en tema de las clases de religión, en otras quedan como palabras que deambulan por las redes sociales y no debería ser así.

El profundo sentido humano que tiene esta convocatoria amerita que asumamos la Misericordia como un verdadero proyecto de vida, porque no solo nos conduce a ser mejores personas, sino a participar en la construcción de una sociedad en la que cada uno sea reconocido como un verdadero ser, único e irrepetible, con todas sus realidades, limitaciones y posibilidades.

El soporte de esta propuesta lo podemos encontrar en la definición del Diccionario de la Lengua Española de la palabra Misericordia: “Virtud que inclina el ánimo a compadecerse de los sufrimientos y miserias ajenos.” Definición que encaja perfectamente con lo que de ella ha dicho el Papa Francisco: “es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida.” (Bula de Convocación del Jubileo Extraordinario de La Misericordia, 11 de abril de 2015)

Esta invitación que nos hace el Santo Padre a todos, seamos o no creyentes; tiene como eje central poner al “otro” en un lugar privilegiado, es decir por encima del “yo”, gran desafío para una sociedad que parece privilegiar el egoísmo, el individualismo y el personalismo.

Pero además no es a cualquier “otro”, sino al que sufre, al esclavizado, al que es excluido, al ignorado, al desplazado, al despojado de sus bienes, de su honra, de sus afectos, al que fue víctima, pero también al que fue victimario; ese “otro” que a veces no reconocemos porque nuestra visión se ha nublado por la rabia, el rencor, los resentimientos… emociones que se desvanecerían si acudiéramos al perdón.

Aparece entonces el primer gran impacto de hacer de la Misericordia un proyecto de vida: perdonar; comenzando por nosotros mismos, pues hay momentos en los que nos damos tantos latigazos por nuestros errores, que quedamos sin aliento para recomenzar el camino.

Misericordia sin perdón no se entiende, como tampoco se entiende ninguna de las dos sin amor. En palabras del Papa Francisco: “la Misericordia es la palabra clave para indicar el actuar de Dios hacia nosotros. Él no se limita a afirmar su amor, sino que lo hace visible y tangible. El amor, después de todo, nunca podrá ser una palabra abstracta. Por su misma naturaleza es vida concreta: intenciones, actitudes, comportamientos que se verifican en el vivir cotidiano.”

Fuente: CPAL SJ

 

¿Religión o espiritualidad? Tan Lejos, Tan Cerca

Un texto que nos ayuda, primero a definirlas y diferenciarlas y luego, ver cómo se relacionan.

Por Ignacio Sepúlveda

En los últimos años han surgido con intensidad distintos movimientos reivindicativos de una nueva espiritualidad. Algunos autores intentan definir la espiritualidad como aquello que es del (E)espíritu, pero esta definición no da mucha claridad. Es complejo poder precisar qué se entiende por espiritualidad. Y esta dificultad radica, creemos, en dos puntos fundamentales: la novedad del fenómeno (aunque la espiritualidad en sí es muy antigua) y las diferentes definiciones que sus mismos defensores dan de ella. Aun así, intentaremos señalar algunas características de este nuevo fenómeno.

En una primera aproximación a la espiritualidad algunos filósofos y sociólogos de la religión destacan su aspecto subjetivista. Hay una centralidad de la propia vivencia sobre las tradiciones o dogmas que destacan en las comunidades religiosas. Junto con lo anterior, pareciera haber un gran acento en la idea de la unidad entre lo esencial de uno mismo (self) y el todo. Por otra parte, se da la preminencia de la búsqueda personal (autónoma) auténtica de un sentido plenificante que no se encuentra en los dogmas y ritos de las comunidades religiosas tradicionales.

En su trabajo, el sociólogo de la religión Wade Clark Roof se fija en las diferencias entre religión y espiritualidad a través de varios testimonios recopilados en sus investigaciones. Así, las religiones pondrían su acento en la doctrina y tradición, mientras que la espiritualidad se acercaría más a un sentimiento interior de relación con el todo. Su foco es la trascendencia la propia plenitud. Por otra parte, se pone un fuerte énfasis en los sentimientos (aunque hay espiritualidades que se distancian de ellos), lo que la puede hacer propensa a quedarse en una suerte de intimismo. Meredith McGuire, por su parte, entiende la espiritualidad como una sensación de condición individual en proceso, que sugiere una experiencia no terminada que está en desarrollo y es abierta.

En contraste con la ‘religiosidad’, la ‘espiritualidad’ puede ser usada para referirse a patrones de prácticas y experiencias espirituales que comprenden la ‘religión vivida’ como algo individual. La ‘religiosidad’, por su parte, tiende a describir la religión individual en términos de características tales como la membrecía formal o de identificación, porcentajes de participación en servicios religiosos, frecuencia en la oración o en la lectura de los textos sagrados, o el consentimiento a ciertas creencias y mandatos morales de una iglesia determinada.

Charles Taylor, por su parte, afirma que los que oponen espiritualidad a religión, creen que la espiritualidad se define por una especie de exploración autónoma que el sujeto debe hacer por sí mismo (aunque muchas veces hay un guía que acompaña la experiencia). Junto con esto, hay un rechazo a todo el moralismo religioso y a todas las expresiones ‘fetichistas’ que se encuentran en las iglesias. Esta postura proviene de dos reacciones: la primera de ellas es que no se siente la necesidad de la disciplina religiosa y, la segunda, el sentimiento de que las respuestas dadas por las iglesias son demasiado rápidas, demasiado fáciles y trilladas, y que ellas no reflejan una búsqueda profunda.

Muchas veces estos movimientos espirituales –que cubren un amplio rango de creencias muy distintas entre sí y que, por desgracia, se meten a menudo en el mismo saco- se tienden a concebir como movimientos que solamente intentan potenciar el desarrollo humano, pues se focalizan en la inmanencia y en el puro perfeccionamiento interior, dejando de lado las preocupaciones de contenido más social o trascendental. Aunque algunas veces esta crítica puede ser verdadera, quedarse en ella puede significar perder de vista la verdadera realidad espiritual de nuestro tiempo: la búsqueda individual de la trascendencia. El sociólogo y antropólogo inglés Paul Heelas afirma que muchas de las expresiones espirituales ponen el acento en el bienestar inmanente. Pero sería injusto decir que todos los movimientos espirituales modernos caen bajo el mismo patrón, pues en la actualidad muchos buscan ir más allá.

La riqueza de la espiritualidad, como muchos autores destacan, apunta a la transformación personal y al descubrimiento –o redescubrimiento- de la dimensión más profunda del ser humano. Leonardo Boff, quien también ha trabajado el tema de la espiritualidad, cita al Dalai Lama para explicar que se la espiritualidad: “no produce en usted una transformación, entonces no es espiritualidad”. La espiritualidad debe generar una transformación que nos abre desde la mera individualidad a un espacio de paz en medio de los conflictos y desolaciones sociales existentes. En este sentido, la espiritualidad remitiría a lo más profundo del ser humano. Así, la espiritualidad no sería un movimiento para estar o sentirse bien –como puede ser en el movimiento New Age-, sino para desinstalarse y hacer que nos pongamos en un camino de crecimiento. Como alguno ya habrá notado, desde esta perspectiva espiritualidad y religión no son tan lejanas como se podría pretender. Ambas tienen la apertura a la trascendencia y, se quiera o no, también un elemento social.

Es importante afirmar, pese a lo que algunos pudieran señalar, que este nuevo fenómeno de las llamadas nuevas espiritualidades no parece ser una moda pasajera con fundamentos frágiles, sino más bien un fenómeno fuerte que seguirá dando de qué hablar en el futuro.

Fuente: Entre Paréntesis

 

Reflexión del Evangelio, Domingo 13 de Noviembre

Evangelio según San Lucas 21, 5-19

Como algunos, hablando del templo, decían que estaba adornado con hermosas piedras y ofrendas votivas, Jesús dijo: “De todo lo que ustedes contemplan, un día no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido”. Ellos le preguntaron: “Maestro, ¿cuándo tendrá lugar esto y cuál será la señal de que va a suceder?”. Jesús respondió: “Tengan cuidado, no se dejen engañar, porque muchos se presentarán en mi nombre diciendo: ‘Soy yo’, y también: ‘El tiempo está cerca’. No los sigan. Cuando oigan hablar de guerras y revoluciones, no se alarmen; es necesario que esto ocurra antes, pero no llegará tan pronto el fin”. Después les dijo: “Se levantará nación contra nación y reino contra reino. Habrá grandes terremotos; peste y hambre en muchas partes; se verán también fenómenos aterradores y grandes señales en el cielo. Pero antes de todo eso, los detendrán, los perseguirán, los entregarán a las sinagogas y serán encarcelados; los llevarán ante reyes y gobernadores a causa de mi nombre, y esto les sucederá para que puedan dar testimonio de mí. Tengan bien presente que no deberán preparar su defensa, porque yo mismo les daré una elocuencia y una sabiduría que ninguno de sus adversarios podrá resistir ni contradecir. Serán entregados hasta por sus propios padres y hermanos, por sus parientes y amigos; y a muchos de ustedes los matarán. Serán odiados por todos a causa de mi nombre. Pero ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza. Gracias a la constancia salvarán sus vidas».

Reflexión del Evangelio – Por Maximiliano Koch SJ

En este domingo, al acercarnos al Adviento de Navidad, la liturgia nos presenta un texto difícil por su contenido apocalíptico. Para entender el mensaje, conviene tener presente que Lucas escribió su Evangelio mucho tiempo después de la muerte y resurrección del Señor y en un tiempo difícil para las comunidades cristianas. En efecto, estos grupos estaban siendo perseguidos por romanos y judíos y eran expulsados de las sinagogas. Muchos de ellos morían o, para salvar su vida, renunciaban a su fe. En aquellos momentos, seguramente la comunidad recordó palabras de Jesús en las que se anunciaban tiempos difíciles y que luego fueron recogidas en este texto, intentando explicar a los primeros cristianos que el camino del seguimiento no sería fácil.

Y no es fácil tampoco ahora. En diferentes partes del mundo, cristianos están siendo perseguidos, asesinados, deportados, silenciados por el simple hecho de querer vivir bajo las leyes del amor y la misericordia. Leyes que son traicionadas también dentro de la Iglesia y en nuestro entorno, cuando ponemos perspectivas, intereses, ideologías personales por encima del mensaje que aquéllos primeros cristianos quisieron custodiar con su vida.

Sí… tampoco ahora es fácil ser cristiano. Y probablemente tampoco será fácil mañana. Porque debemos reconocer que aún no sabemos amar generosamente y confiar en su poder transformador. Porque tememos ser remansos de agua mansa donde otros puedan beber. Porque no confiamos en los demás. Porque no creemos que, en el gesto de ensuciar nuestras manos para levantar al herido, se esconda una felicidad plena. Y así, la indiferencia se abre paso, evitando que el sueño de Dios se haga visible en nuestro entorno.

 Debemos reconocer que hoy, al igual que ocurrió con los primeros cristianos, nuestras respuestas son limitadas y equivocamos nuestro camino. Y debemos reconocer que nuestros propios medios no bastan para atender a una realidad dolorosa en la cual nuestros hermanos sufren los efectos de la droga, del hambre, de la soledad, de la violencia. Aunque nos cueste reconocerlo, necesitamos del Padre y de sus cuidados. Necesitamos volver a su casa para participar en la fiesta que se nos ofrece (Lc 15, 11-32).

 El Padre conoce nuestra fragilidad, nuestro pecado, nuestra impotencia. Y, sin embargo, ha querido darnos el Reino no por méritos propios, sino porque somos sus hijos amados (cf. Lc 12, 32). Y nos invitará a amar, a salir de nosotros mismos para atender las heridas de nuestros hermanos, como si en este gesto se jugase nuestra identidad más profunda (Lc 10, 25-37).

 Acercándonos al Adviento de Navidad, quizá sea tiempo de reconocer que nuestros esfuerzos no han sido suficientes para encontrar lo que deseábamos. Quizá sea tiempo de tomar conciencia de lo que pasa a nuestro alrededor. Y después de reconocernos humanos necesitados, emprendamos el camino que nos lleve a la casa del Padre, donde la fiesta está preparada.

Fuente: Red Juvenil Ignaciana Santa Fe 

¿Cómo Tomar la Biblia para Acercarse al Dios Vivo?

‘¿Cómo contribuyen la lectura y las lecturas del Antiguo y del Nuevo Testamento, en una elaboración teológica integral (viva)?’ Compartimos una reflexión de Emmanuel Sicre SJ

Por Emmanuel Sicre, SJ

“Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así tampoco nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido”.

1Cor 2,10-12

Si asumimos con realismo que “la Escritura debe ser el alma de la teología» (Dei Verbum, 24), hay que preguntarse, entonces, ¿qué es para nosotros la Escritura? De modo tal que se pueda responder luego a la pregunta por el tipo de teología –búsqueda de Dios- que se deriva como consecuencia. En este sentido, se hace necesario plantearse la relación que establecemos en el acto de recepción del texto. Es decir, ¿cómo leemos/oímos (recibimos) la Escritura? Entonces, estos tres pilares son esenciales si se quiere profundizar en el significado profundo de la Escritura: el texto sagrado y su mundo, el creyente que interactúa con él, y lo que provoca el encuentro de ambos.

Por el contrario, evadir la responsabilidad de tomar en serio preguntas como estas deviene en situaciones lamentables. En efecto, si la Escritura es concebida como una “pieza de museo” dará una “teología de anaquel”. Si es asumida como “libro incuestionable” derivará en una “teología fundamentalista”. Si es un “libro de historia” provocará una “sociología de la religión”. Si resulta un “libro de recetas morales” dará una “teología de manual”. Si es una obra de “literatura fantástica” generará una “teología ficción”. El listado podría continuar. Pero, en definitiva, si la Escritura es tomada como un “libro muerto” solo habrá razones para una “teología muerta”[1].

Sin embargo, podríamos invertir la cuestión y preguntarnos: ¿Cómo deberíamos concebir la Escritura si queremos elaborar una teología viva? Es decir, ¿qué clase de lectura deberíamos hacer del Antiguo y del Nuevo Testamento para que la teología no se nos desgrane en mil especificidades inconexas que pierden su relación vital con el hombre? ¿No será acaso necesario hacer una teología del Dios vivo –parafraseando a Ireneo- para que el hombre viva?

En primer lugar, debemos comprender que la Escritura es Palabra de Dios revelada a los hombres. Asentarse en el binomio revelación-fe implica, por ende, asumir el texto bíblico en su conjunto como una comunicación incompleta de Dios al hombre hasta que lo veamos cara a cara (Cf. 1Cor 13). Y de la misma manera en que dicha dinámica de la revelación se debe comprender históricamente en su integralidad, no debe ser de otra forma la inteligencia que tengamos del hombre porque, justamente, la Palabra se hizo hombre. Entonces, para aproximarnos a la Palabra de Dios, hay que asomarse al misterio del hombre. Y lograr una teología viva que integre las distintas dimensiones de la existencia humana.

Esto nos lleva, en segundo lugar, a la necesidad de afirmarnos en una antropología que contemple al hombre todo en sus vínculos consigo mismo y con el mundo, con la cultura, la sociedad que constituye con otros seres humanos a través de sus acciones, y con la espaciotemporalidad que le brinda una existencia concreta en un lugar y en un tiempo también concretos de la historia de todos los hombres. Toda esta realidad amalgamada que es el hombre está en relación con Dios que comparte esta suerte al abajarse y ser uno más.

A su vez, en tercer lugar, si no se prescinde de esta complejidad que es el ser humano en relación con Dios, se podrá caer en la cuenta de que el texto de la Palabra revelada comporta también, no sólo al hombre, sino al misterio de Dios encarnado en la historia. Por eso, el Texto Sagrado será realmente tal si le concedemos a los hombres que nos lo transmitieron comprenderlos en su contexto histórico de producción. Es decir, en su vivencia personal y social de la Palabra viva.

Por lo tanto, la aproximación a la Escritura que lleve a una teología viva es la lectura viva (orante/integrante) de la Escritura. Esto significa, entonces, discernir en las palabras humanas la Palabra de Dios dicha encarnadamente. A su vez, no habrá teología viva si no se logra hacer el ejercicio de tránsito que lleve de un mundo (la cultura mediterránea del siglo I d.C., por ejemplo) a otro (la cultura latinoamericana del siglo XXI) en la pesquisa del Espíritu de la Palabra.

Conduce esto, por otra parte, al hecho de que la pluralidad de contextos antiguos en relación con la multiplicidad de contextos actuales no dará una teología, sino lo que siempre hubo desde el origen: teologías. Es decir, modos imperfectos de buscar comprender el misterio de Dios. En efecto, la pretensión de una teología de discurso único fantasea con la posibilidad de una única lectura, un único autor, una única experiencia, un único receptor, un único mundo, etc., inexistentes salvo por la fuerza y la violencia.

Finalmente, cabe preguntarse, ¿qué será lo que reúna la multiplicidad de lecturas en un horizonte de interpretación posible, coherente y vitalmente fiel a la Escritura? A lo que cabe responder: la acción del Espíritu. Pero, ¿cómo identificar en el corazón del creyente la dirección en la que el Espíritu lleva a buen puerto las hermenéuticas de la Palabra?

Para la cosmovisión cristiana el único norte es el de la Palabra encarnada en el mundo que asume en la persona de Cristo toda su plenitud. Por ello, para seguir la dirección del Espíritu de la Palabra hay que contemplar con los ojos abiertos sus acciones y mensajes que, leídos desde su propio contexto, darán un zumo de comprensión, una norma proporcional de interpretación a discernir, que iluminará nuestro contexto. ¿Para qué? para que el Espíritu, encarnándose nuevamente, pueda ser percibido por sus efectos en toda la creación y en la vida de cada hombre que lo anhela (Cf. Rm 8, 22-23).

Superando Babel al Cantar y Rezar Juntos

Desde la experiencia de animar las oraciones de la mañana a través de la música, uno de los encargados habla de esta disciplina como un modo de romper las barreras idiomáticas y culturales para lograr una verdadera comunión en el canto.

Por José Fco. Yuraszeck Krebs S.J.

¿Será posible salir de Babel, entenderse y construir juntos otra ciudad que no se acaba?

Durante la Congregación General 36 de la Compañía de Jesús, se me ha regalado la posibilidad de participar en el equipo que anima cada día la oración de la mañana. Con la música, la escucha de la Palabra y de algunos textos ignacianos, con el silencio y la intercesión responsorial, los más de doscientos delegados de todo el mundo que participan de esta reunión se disponen al intercambio y discusión de mociones e ideas, a la redacción de documentos, y también a la elección de compañeros para ocupar alguna responsabilidad en la conducción de este cuerpo que somos.

La ayuda del equipo de intérpretes y traductores ha sido fundamental para poder entenderse, y para dar la libertad a cada cual de poder expresarse en la propia lengua materna. Son diversos los idiomas que se hablan. Hay tres oficiales: el inglés, el español (castellano) y el francés. Solo cinco de los delegados dicen no entender el inglés. La segunda lengua más hablada es el español, seguida -por lejos- del francés. La preponderancia de estos idiomas da cuenta de la colonización de los otrora imperios occidentales por todo el mundo. Aunque en buena parte de los países que alguna vez fueron colonias extranjeras se mantienen las lenguas locales, para poder comunicarse con el resto del mundo usan estas otras. ¿De qué maneras puede expresarse esta diversidad?

Aquí es donde, me parece, ha tenido un papel importante la música, tanto en los ritmos como en el lenguaje. Hemos cantado y hemos sido bendecidos en distintas lenguas: zwajili, guaraní, hindi, inglés, ruso, griego, catalán, árabe, lituano, alemán, latín, gujarati, japonés, coreano, chino, español, tamil… y seguro que se me van algunos.

Con las melodías y ritmos es un poco más difícil. Ya los instrumentos que tenemos a la mano – guitarra, violín, teclado – cargan la balanza hacia un cierto tipo de música. Además de los cantos de Taizé, que el menos en su melodía son más o menos mundialmente conocidos y existen versiones en varios idiomas, hemos intentado incluir ritmos de otras latitudes. Al comenzar la oración procuramos tocar alguna melodía para calmar los ánimos y aquietar las aguas. Hemos tocado música de Taizé, Pink Floyd, Cesareo Gabarain, Simon&Garfunkel, Julio Numhauser, Víctor Jara, Jorge Drexler, Cristóbal Fones, Fito Paez, Johann Sebastian Bach, The Secret Garden, Martín Valverde, Violeta Parra, y varios otros, combinando melodías explícitamente religiosas con otras que pertenecen a la música popular.

Esta experiencia me ha permitido valorar el poder de la música como constructora de identidades colectivas. El hecho de cantar juntos de algún modo produce o realiza a la comunidad que se congrega. Y, ciertamente, ha sido posible notar cómo al pasar las semanas los delegados han podido cantar juntos.

Francisco José de Roux, jesuita colombiano participante de la CG, y que ha colaborado por años en los diálogos de paz entre los grupos en conflicto en Colombia, habla de este grupo de congregados como una parábola del proceso de diálogo, unificación, reconciliación, encuentro, etc. que Dios quiere conducir en el mundo, entre grupos diversos, de distintas razas, lenguas y experiencias. Este hecho, según él, es lo más significativo de la realización de la Congregación General.

Fuente: otraciudadquenoseacaba.blogspot.

Espiritualidad de la Misericordia en el Contexto Cristiano-Católico

Una reflexión sobre la necesidad de una espiritualidad cristiana católica que verdaderamente acepte y refleje los dones de las mujeres.

Por la Hermana Mary Aquin O’Neill, RSM

Se habla mucho de espiritualidad en un mundo donde muchos insisten que son “espirituales” pero no son “religiosos”. Sin embargo lo que se entiende por espiritualidad no es siempre claro. La mayoría de los que escriben sobre ella indican que la espiritualidad implica un esfuerzo por integrar la vida propia y entrar en relación con una realidad que transciende el yo. En todas las formas de espiritualidad, este esfuerzo incluye prácticas que disponen a la persona a la transformación y a una comunión íntima con esa realidad.

Para los cristianos católicos, la transformación más importante que se puede desear es la que resulta al llegar a ser una creatura nueva en Cristo. La práctica esencial, en este caso, es la participación en la liturgia eucarística, que lleva al creyente bautizado a una unión cada vez más profunda con Dios, con la humanidad y con toda la creación en el Cuerpo de Cristo. Todas las otras prácticas de oración fluyen y regresan a esta práctica comunitaria: la meditación, el rezar la Liturgia de las Horas en alguna de sus formas, la lectura espiritual, el estudio de las Sagradas Escrituras, la recitación del Rosario, novenas, retiros, danza sagrada, etc. Las últimas palabras de la liturgia eucarística indican que la oración no termina con el culto, sino que se extiende a las obras de misericordia que llevan los frutos de la liturgia a la vida: “Vayan a amar y servir”. La espiritualidad de los cristianos católicos es, por lo tanto, transformadora a través de la participación como un solo cuerpo que se ofrece a sí mismo a Dios por Cristo y recibe la gracia necesaria para continuar siendo el medio de transformación para los demás a través de un servicio como Cristo lo hizo.

Sin embargo, los grandes escritores espirituales a través de los siglos nos han advertido que las prácticas espirituales cristianas no son disciplinas que se asumen a fin de lograr una meta que podría obtenerse por nosotros mismos. En última instancia, la espiritualidad cristiana consiste en aceptar dejar a Dios que, si nosotros cooperamos, actúe en nosotros, aceptando nuestra propia pobreza con humildad, confiando que Dios efectuará los cambios necesarios para liberarnos de los obstáculos a la unión.

Como cristianas católicas dedicadas al servicio de los pobres, de los enfermos y de los que no tienen estudios, las Hermanas de la Misericordia tenemos una espiritualidad que está moldeada particularmente por la interacción con las personas a quienes dedicamos la vida y con quienes vivimos. La transformación que buscamos pone de relieve el desarrollo de un corazón misericordioso o compasivo. Un corazón compasivo siente con el otro, se apropia la miseria del otro, como lo hace la lástima. Pero la misericordia, distinta de la lástima, no es simplemente una experiencia pasiva; es una virtud activa. Por esta razón, las Hermanas de la Misericordia se comprometen a aliviar la miseria, a abordar sus causas y a apoyar a todas las personas que luchan por su dignidad plena.

Como mujeres en la Iglesia católica, tenemos muchas de las dificultades que otras mujeres tienen con las formas oficiales de la oración católica. El lenguaje exclusivo de la liturgia hace que la participación de muchas sea penosa, puesto que parece que estamos excluidas de las imágenes centrales en el culto. Las reformas litúrgicas del Concilio Vaticano II eliminaron muchas de las fiestas marianas, y los cambios en el leccionario resultaron en la exclusión de un número de lecturas que mencionaban a mujeres en una función importante. Esto ha hecho que la oración litúrgica sea más centrada en lo masculino, privando a las mujeres de las imágenes de fuerza y santidad femenina. El número decreciente de sacerdotes hace que el acceso a la liturgia eucarística sea un reto algunas veces y presenta interrogaciones sobre cómo las personas a quienes conocemos y servimos—y nosotras mismas—seremos sustentadas espiritualmente en el futuro.

Sin embargo, otras generaciones de cristianos han enfrentado dificultades en cuanto al sostenimiento de su vida espiritual en tiempos de conflicto. Quizás nosotras, también, responderemos a los retos presentados por nuestro tiempo, llevando el espíritu audaz y humilde de la Magnificat de María a la lucha por una espiritualidad cristiana católica que verdaderamente acepte y refleje los dones de las mujeres.

Fuente: sistersofmercy.org

Reflexión del Evangelio, Domingo 6 de Junio

Evangelio según San Lucas 20, 27-38

Se acercaron a Jesús algunos saduceos que niegan la resurrección y le dijeron: “Maestro, Moisés nos ha ordenado: Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia se case con la viuda. Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos. El segundo se casó con la viuda y luego, el tercero. Y así murieron los siete sin dejar descendencia. Finalmente, también murió la mujer. Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa ya que los siete la tuvieron por mujer?”. Jesús les respondió: “En este mundo, los hombres y las mujeres se casan, pero los que sean juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección, no se casan. Ya no pueden morir porque son semejantes a los ángeles y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección. Que los muertos van a resucitar, Moisés lo ha dado a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, ‘el Dios de Isaac y el Dios de Jacob’. Porque él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para él”.

Finalmente ¿de cuál de ellos será mujer en la resurrección?”

Reflexión del Evangelio – Por Julio Villavicencio SJ

La resurrección pareciera que tiene dos cosas, una continuidad y una discontinuidad. La continuidad se da en la identidad de cada uno de nosotros, con todo lo que nos da esa identidad. No es solo alma, es todo lo que nos da identidad y en eso también entra el cuerpo, la mente, el alma. Pero también parece haber una discontinuidad, pues no será lo mismo que hemos experimentado en esta experiencia vital que todos compartimos sobre esta hermosa tierra. Y esto lo podemos ver en el Resucitado. Cuando Jesús resucitado se presenta ante sus discípulos, pareciera que en un primer momento cuesta reconocerlo. Esto nos habla de un cambio en Jesús, una nueva realidad. Ya no era el mismo que ellos habían conocido, pero en cuanto Jesús les hablaba, ahí podían reconocerlo. Quiere decir que había algo en Él que seguía siendo el mismo y permitía a sus amigos reconocerlo ¿Qué decir de esto? Jesús era el mismo y no era el mismo. Esto es como nuestra propia vida, si vemos una fotografía nuestra de cuando éramos niños podemos ver que ya no somos el mismo, pero al mismo tiempo ese niño, realmente somos nosotros. No podríamos negarlo. En tal sentido somos el mismo, pero al mismo tiempo, no somos el mismo de la fotografía. Hemos podido crecer, aprender, seguir viviendo experiencias de alegría, de placer, de amor, de tristeza y desolación. La vida ha podido vivirse como una fiesta o como una tragedia. O tal vez las dos cosas, como toda vida.

 “No es un Dios de muertos, sino de vivos”.

 Esta afirmación creo que es la puede guiarnos en todo el camino de la resurrección. Como entender la resurrección, como Vida. La Vida por excelencia. Es un absoluto de la vida, el culmen. Y este horizonte es lo que nos da esperanza. Trabajando en Colombia con refugiados y víctimas del conflicto armado, muchas veces ellos han experimentado demasiado dolor en sus vidas. Demasiado llanto y tristeza. Poder pensar que la vida no termina, sino que es como un río que un día comenzó y que su caudal crece y crece puede sostenernos en momentos de dolor, de desesperanza. Y puede en algún momento, sino darnos cuenta, volver a levantarnos de entre los muertos. Mostrarnos que la vida tiene sentido, más allá de las cosas que le pueden pasar a un ser humano. Ellos me han mostrado como se puede resucitar más allá de la barbaridad de las heridas en la vida. Y esa resurrección se manifiesta en transformaciones en sus vidas, en sus liberaciones y sanaciones.

 Incluso cuando vamos perdiendo nuestras fuerzas, estas las vamos reemplazando por la fuerza de Dios. “Ya no voy a ayudarte, pero rezaré por ti”, palabra que alguna vez me compartió un compañero jesuita ya anciano en su habitación de enfermería. Ahí su vida estaba cada vez más en las manos de Dios. Esa es nuestra Resurrección, ponernos en las manos de Dios cada vez más. Y en este sentido podemos seguir resucitando cuantas veces nos animemos a ponernos en las manos de Dios. Volver a levantarnos de nuestras tumbas de dolor y volver a creer en la vida. En una vida que no termina, sino que crece y crece, hasta que un buen día, es tanta vida que este mundo no la puede contener. Animarse a creer al estilo de Jesús, no como los saduceos. Estos estaban atrapados en la ley y en la tradición y no podían entender que Dios es el Dios de la vida. Abrirse a la Resurrección es también abrirse a la novedad del Evangelio para nuestras vidas. En Jesús resucitamos todos los seres humanos, esta es la gran novedad, la Buena Noticia de que la vida ha vencido a la muerte, siempre.

Fuente: Red Juvenil Ignaciana Santa Fe

Reflexión del Evangelio, Domingo 30 de Octubre

 Evangelio según san Lucas (19,1-10)

 Jesús entró en Jericó e iba atravesando la ciudad. Vivía en ella un hombre rico llamado Zaqueo, jefe de los que cobraban impuestos para Roma. Quería conocer a Jesús, pero no conseguía verle, porque había mucha gente y Zaqueo era de baja estatura. Así que, echando a correr, se adelantó, y para alcanzar a verle se subió a un árbol junto al cual tenía que pasar Jesús.

Al llegar allí, Jesús miró hacia arriba y le dijo: «Zaqueo, baja en seguida porque hoy he de quedarme en tu casa.»

Zaqueo bajó aprisa, y con alegría recibió a Jesús. Al ver esto comenzaron todos a criticar a Jesús, diciendo que había ido a quedarse en casa de un pecador.

Pero Zaqueo, levantándose entonces, dijo al Señor: «Mira, Señor, voy a dar a los pobres la mitad de mis bienes; y si he robado algo a alguien, le devolveré cuatro veces más.» Jesús le dijo: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque este hombre también es descendiente de Abraham. Pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que se había perdido.»

 Palabra del Señor

Reflexión del Evangelio

Entramos en las últimas cuatro semanas del año litúrgico, es decir, del Año Santo de la Misericordia. Y lo hacemos contemplando el encuentro de Jesús con Zaqueo, un digno pórtico que nos deslumbra por el cambio que la misericordia produce en un hombre que acepta que Jesús entre en su vida. Zaqueo era muy rico, no por ser ahorrativo, sino, seguramente por haber estrujado a sus compatriotas, en nombre de y con la ayuda del poder romano.

Su interés por Jesús no llegaba a fe… tal vez era “fe del tamaño de un grano de mostaza”, como le escuchábamos a Jesús hace cuatro semanas, pero esa curiosidad fue la puerta por la que la salvación llegó a su casa. Y Zaqueo entrega la mitad de sus bienes a los pobres, además de devolver lo que hubiera ganado injustamente, pagando la multa que la Ley imponía para esos casos.

Contemplamos esta escena después de haber recordado, gracias a las palabras del Sabio, la enorme disparidad entre nuestra pequeñez y la inmensidad de Dios y de su amor por todas sus criaturas. Las palabras de Pablo a los tesalonicenses, al mismo tiempo que refuerzan nuestra deseable apertura a la acción misericordiosa de Dios, nos hacen mirar con confianza y esperanza el fin de los tiempos, sin dejarnos alarmar por falsas profecías (que no faltan en el presente).

Fuente: Jesuitas Chile

Las “Otras” Obras de Misericordia

Para poder practicar la misericordia, primero necesitamos hacer experiencia de ella en nuestra vida. Para poder ponerla en nuestra relación con los demás, necesitamos también aplicarla a nosotros mismos.

Por Margarita Saldaña

La misericordia bien entendida empieza por uno mismo. Esto se dice generalmente de la caridad pero, como la misericordia es otro nombre del amor, yo creo que el refrán puede aplicársele sin problema y que además resulta muy beneficioso en las relaciones cotidianas.

Según el Catecismo de la Iglesia Católica, «las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales» (2447). Este principio, sin duda muy importante para la vida cristiana, puede convertirnos en personas difíciles de soportar si nos lo tomamos a pecho y sin un discernimiento fino. Seguramente, todos conocemos a alguien que nos cansa terriblemente por su celo inagotable de enseñar, dar buen consejo, corregir, consolar, etc. Una tentación que puede llamar a nuestra puerta en cualquier momento, siempre «bajo apariencia de bien», llevándonos a relacionarnos como héroes de una película donde son los demás quienes necesitan ser salvados. En fin, el que esté libre de pecado… que tire la primera piedra.

De las obras de misericordia llamadas “corporales” hemos hablado en otro lugar. Si hubiera que reescribir el “catálogo” de las obras de misericordia “espirituales”, yo pondría un encabezamiento: «aceptar que la misericordia bien entendida empieza por uno mismo», es decir, reconocer la necesidad de ser amados en todo momento y con toda nuestra fragilidad. Esta constatación cambia totalmente la perspectiva situándonos en nuestro justo lugar: no el de quien tiene todas las respuestas y todo el saber, sino el de quien camina a tientas con los otros, dejándose ayudar… y ayudando cuando conviene. A partir de este principio, podríamos formular “otras” obras de misericordia, o, más bien, declinar las mismas de manera diferente, de manera que nuestras relaciones cotidianas ganen en humanidad y en profundidad.

Entrar en procesos de aprendizaje compartido vs «enseñar al que no sabe». Cuántas veces nos creemos dueños de la verdad y del saber, y vamos por el mundo intentando dar lecciones a los demás. Las relaciones, ya sean personales o institucionales, se hacen más humanas cuando salen de los esquemas de poder y crecen en simetría, que en este caso significa descubrir al otro como portador de saber y embarcarse juntos en lo que la vida quiera enseñarnos.

Generar discernimientos comunitarios vs «dar buen consejo a quien lo necesita». Aceptamos difícilmente que nadie nos diga lo que tenemos que hacer, pero cuánto nos gusta indicar a los otros lo que les conviene… Y, sin embargo, los procesos más sólidos no se sostienen sobre la visión iluminada de unos pocos, capaces de aconsejar al resto, sino sobre las búsquedas conjuntas donde cada cual aporta su pequeña luz.

Moderar las propias expectativas vs «corregir al que yerra». Pensamos a menudo que los demás se equivocan porque sus puntos de vista no se ajustan a lo que nosotros hemos determinado que las cosas deben ser. So capa de “corrección fraterna” se esconde a veces una intransigencia áspera que cierra las puertas al diálogo y la comprensión mutua. Antes de corregir al que supuestamente se equivoca, más vale revisar nuestra visión de las cosas, no sea que estemos haciendo un absoluto de que lo que es bien relativo.

Reconciliarse con la propia historia vs «perdonar al que nos ofende». Esas ofensas que nos llegan tan al alma, ¿qué son la mayoría de las veces más que pequeñas gotas de alcohol que caen dentro de nuestras heridas mal cerradas? Casi siempre, mucho más sano, y también más eficaz, que esforzarnos en perdonar al otro es recorrer en nuestro propio interior el trayecto de lo que nos duele y descubrir en su origen otros daños que quizá no hayamos digerido. Sólo cuando empezamos a reconciliarnos con nuestra propia historia de personas vulnerables y vulneradas, podemos comenzar a comprender la vulnerabilidad ajena… y a perdonar realmente.

Integrar la soledad vs «consolar al triste». El día que estamos tristes y encima vienen a consolarnos con argumentos fáciles (“no pasa nada”, “otros están peor”, “ya verás como se te pasa”, etc.), a la tristeza se le suma el abismo de una soledad inmensa. Dan ganas de responder: “qué sabrás tú lo que estoy pasando”… Mejor regalar una presencia compasiva, respetuosa del dolor ajeno, desde la conciencia de la propia soledad y de la imposibilidad de comprender a fondo, mucho menos de resolver, la tristeza del prójimo.

Aceptar los propios límites vs «sufrir con paciencia los defectos del prójimo». Que el prójimo tiene defectos, para mí es una constatación empírica. Y… me temo que a la inversa. Si cada uno nos dedicamos a asumir y trabajar nuestros propios límites, seguramente seremos más capaces de sufrirnos con mucha más paciencia unos a otros.

Abandonarse en manos de Dios vs «rogar por los vivos y por los difuntos». Rezar por los demás… en la confianza absoluta de que Dios los tiene en su corazón, igualito que a mí.

A juzgar por la inmensidad del amor, las “obras de misericordia espirituales” deben de ser no siete, sino infinitas… Aquí quedan estas pocas claves, por si nos ayudan a afrontar con un espíritu más ligero las relaciones cotidianas, lo cual sería una verdadera «acción caritativa» y una forma excelente de ayudar al prójimo.

Fuente: Entre Paréntesis

 

El Proyecto Espiritual del Bien Común

Dentro de la invitación a la ‘construcción del Reino’ hay una idea de ‘Bien Común’ que implica trabajar por procurar mejores condiciones de vida para todos. Sin embargo, esta relación no ha sido muy difundida por los cristianos, ni dentro de la Iglesia misma durante mucho tiempo.

Por José Manuel Aparicio Malo

En tiempos marcados por las repercusiones de una crisis económica que enmascaraba otras de mayor calado como la política y la institucional, la ética y su visibilización en el criterio del bien común adquieren volumen y resonancias en los discursos actuales.

Incluso se convierte en bandera de la llamada «nueva política» reclamando una regeneración de la vida pública que debería ser exigencia aparejada a la condición de ciudadano y, de forma ejemplar, para quienes ejercen tareas de responsabilidad pública.

El proyecto es de gran calado y exige esfuerzos que superan el aprendizaje cognitivo de una clave ética. El Papa Francisco señala su relevancia y trascendencia señalando que el «antropocentrismo desviado» podría ser título apropiado para la sociología actual. La persona habría sido desplazada como criterio de interpretación para las decisiones políticas, sociales y económicas en favor de otras búsquedas como la del máximo rendimiento económico o la de la tecnología como nuevo «becerro de oro».

El evangelio muestra un horizonte para su consecución cuya profundidad no siempre ha sido mostrada en la espiritualidad cristiana. El evangelio de Mateo sintetiza el proyecto del Reino en un famoso adagio: el mandamiento principal consiste en amar a los demás como a uno mismo y a Dios sobre todas las cosas.

Simbólicamente, podríamos imaginar un trípode, mínima estructura capaz de sostener una plataforma con suficiente estabilidad; cuyos vértices son el sujeto, el otro y la trascendencia. Un programa educativo sugerente ahora que nuestros pequeños retoman sus tareas cotidianas.

La cultura actual ha primado el vértice del amor a uno mismo ofreciéndonos muchos matices que eran necesarios en relación a culturas heredadas. Autoestima, diálogo con las emociones, autodesarrollo, primacía de la persona… son eufemismos de lo que en la filosofía personalista fue descrito como «mismidad». Basta con escuchar el lenguaje de los padres contemporáneos para valorar la relevancia otorgada a este polo.

Sin embargo, requiere un equilibrio en el «trípode» sugerido por Jesús de Nazaret. Aislado, el amor a uno mismo desorienta la perspectiva de la realidad, otorga una excesiva relevancia a cuestiones que se distorsionan sin referencias relacionales y que acaban por desgastar el alma. Nada más cansado que un corazón encerrado en sus propias circunstancias que, es probable, nunca se resuelvan de manera completa.

Pero no desestimemos sus capacidades especialmente en una cultura como la española a la que se acusó, no sin razón, como servil, obediente y condicionada por el cumplimiento de parámetros externos. El amor a los demás, a la ciudadanía, a los valores establecidos, a las directrices sugeridas por la autoridad eran principios inexorables reforzados, muchas veces, por la espiritualidad.

El amor a los demás, sin otras connotaciones, nos hace serviles, nos esclaviza al reconocimiento externo, nos hace dependientes de causas que salvar y expansiona, de manera paternalista, el cuidado sobre los otros bajo excusa de una presunta preocupación que, en el fondo, puede ser reflejo de la falta del complejo equilibrio. Al mismo tiempo, el amor nos otorga un nombre, nos saca del anonimato al ocupar un lugar imborrable en el recuerdo agradecido del otro.

La estabilidad entre el amor a uno mismo y el amor a los otros no debe ser tarea sencilla. Es posible que ni siquiera alcanzable para la persona con sus propias capacidades volitivas. La psicología de las últimas décadas nos ha planteado un sugerente itinerario a través de las inteligencias múltiples y de las emocionales para conducirnos hasta la llamada inteligencia espiritual (Zohar-Marshall 2000).

Con ella se sugiere una discusión acerca del origen, cultural o antropológico, de experiencias tan relevantes como la identificación con grupos sociales, con proyectos políticos y las expresiones religiosas. El amor a Dios, sugerido por el Maestro, escapa, así, de la convicción racional o del esfuerzo de la voluntad para describir el núcleo de un corazón humano que requiere de lo trascendente para su desarrollo.

El amor a Dios sitúa al sujeto en los parámetros de fragilidad y debilidad de los que vamos tomando conciencia con el transcurso vital. Permite la integración de lo experimentado por vía de misericordia y de la gratitud por la convicción de la providencia. El amor a Dios sustenta un amor hacia los otros sembrado de desilusiones, de deseos frustrados y de proyecciones incumplidas; y mantiene en los compromisos adquiridos por encima de las razones para la desesperanza.

En términos filosóficos, la trascendencia otorga razones a las exigencias planteadas por toda ética y del bien común.

Así, el trípode se torna circular. No hay orden jerárquico entre sus vértices sino retroalimentación. Profundizar en el amor a uno mismo, en el amor por el otro y el bien común y en el amor a Dios conducen al reconocimiento de la mutua necesidad entre las tres en una búsqueda siempre inacabada de la verdad, que denominamos religión.

Fuente: Entre Paréntesis