Reflexión del Evangelio, Domingo 23 de Octubre

Evangelio según San Lucas 18, 9-14

Refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, Jesús dijo esta parábola: Dos hombres subieron al Templo para orar; uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, de pie, oraba así: “Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas”. En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!”. Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se eleva será humillado, y el que se humilla será elevado.

Por Matías Yunes SJ

¿Quién puede sentirse justificado delante de Dios?

Esta pregunta no parece ser poca cosa para un fariseo de la época de Jesús. Hoy en el Evangelio encontramos un fariseo enumerando una lista de sus grandes virtudes, sintiendo que ellas son el ticket de acceso a una oración más profunda y una relación con Dios más íntima. Por otro lado, vemos a un publicano desconcertante, un caso raro para un público que estaba acostumbrado a asociarlos con cobro de impuestos, robos y aprovechamientos. 

Antes de entrar a reflexionar sobre el texto de hoy necesitamos quitarnos algunos preconceptos que la tradición nos ha hecho suponer respecto a estos personajes. Para los oyentes de Jesús, la historia que él les cuenta no tiene nada de extraño. Un fariseo era alguien respetable dentro de la sociedad judía. Su cumplimiento de la ley era un modelo a seguir para muchos. Es más, la alusión a la cantidad de ayuno que el fariseo realiza haría pensar a cualquiera que se trata de alguien digno de respeto. Por otro lado, el publicano “merecía” estar en el lugar en que Jesús lo ubicó: lejos del centro, de rodillas, golpeándose el pecho. ¡Si para el común de la gente no era más que un simple ladrón!. Alguien realmente despreciable por sus actos de injusticia, por quitarle el dinero a los pobres. Sin duda, cuando Jesús dijo “- Les digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no”, no pocos habrán quedado muy desconcertados, e incluso decepcionados.

 La Buena Noticia de hoy es que nosotros no nos ponemos la medida de nuestra justificación. Si esto fuera así, viviríamos siempre detrás de un ideal inalcanzable y, por lo tanto, continuamente frustrados. Sólo Dios puede regalarnos su gracia y hacernos libres, plenos, justos. Y la palabra clave está en boca del publicano: “¡Ten compasión de mí!”. Hoy recordamos que la súplica por la misericordia la hacemos desde nuestro abismo, desde nuestro sinsentido e incoherencias. Justamente cuando no podemos gloriarnos de nada, sino que nos sabemos enteramente pobres, gritamos a Dios con una súplica sincera: “¡Compasión, Señor!, ¡Ten misericordia de mí!”. Y ante nosotros se abre el abismo de la espera…espera del rescate, de que nos levante. Y junto a ella, la certeza de que Dios tiende la mano para todos nosotros en Cristo.

 Sin duda que la historia que hoy Jesús cuenta invita a una sincera conversión. Salir de nuestros esquemas legalistas supone esfuerzo de nuestra parte. Comprender que los medios en la fe son eso, sólo medios y no fines, nos desafía a estar siempre levantando la mirada y examinándonos en función de la gracia y no de nuestro pecado. Pidamos hoy la gracia de saber que nuestra única riqueza ante Dios es nuestra pobreza. Animémonos a tener la actitud arriesgada del publicano: suplicar a Dios cuando no tenía nada aparentemente digno que presentarle a cambio. Hoy el Evangelio nos invita a la confianza, sigámosle la pista en nuestra propia vida.

Fuente: Red Juvenil Ignaciana Santa Fe 

No Sólo Santos en los Altares

Hace unos días celebrábamos la canonización de 7 nuevos santos para toda la Iglesia entre los que estaba el argentino José Gabriel del Rosario Brochero. Eventos como estos pueden invitarnos también a reflexionar sobre el significado de la santidad hoy.

Por Javier Rojas SJ

Hay momentos en que Dios nos permite comprender el amor que nos tiene, descubriendo cómo es capaz de amar un hombre o una mujer, como vos o como yo. Tal vez me dirás, ¡esos son los santos! Sí, los santos son tales por su capacidad de amar y servir a Dios y al prójimo; pero no me refiero a los santos canonizados, sino a esas personas de carne y hueso como las que encontramos caminando por las calles, sentados en un banco en la plaza, compartiendo su tiempo con amigos, ayudando y sirviendo a los que necesitan de apoyo y consuelo, y que embellecen nuestro mundo.

¿Qué los hace especiales entonces? Precisamente que no tienen “nada” de especial. Su amor no es especial, es simplemente amor. Al igual que el amor de Dios, es simple y generoso a la vez. En ocasiones ni siquiera ellas son conscientes del amor que son capaces de dar. No se sienten distintas ni diferentes al resto. Sólo son ellas mismas. Su capacidad de amar (perdonar, compadecerse, sacrificarse, etc.), pasa inadvertida para ellas, pero no para quienes sabemos que esa calidad de amor proviene de la Fuente del Amor: Dios.

Hace poco conocí una persona así. No quiero dar su nombre por respeto, pero me gustaría decir que me cautivó su historia. Cuando la escuché hablar me sorprendió. Estaba algo nerviosa y hasta podría decir que sentía vergüenza, no lo sé con exactitud, pero en su voz fui percibiendo mayor serenidad a medida que relataba y ahondaba en su historia, no sin hondas pausas producidas por las lágrimas. Era una historia de dolor y de amor. Historia de pecado y de perdón. Historia de desconciertos y de confianza. Historia de pérdidas dolorosas y de reencuentros. En pocas palabras, alguien que aprendió lo que es amar.

Las personas que desarrollan y potencian su capacidad de amar tienen en común que han atravesado por momentos muy difíciles en sus vidas. A veces incluso, trágicas. Pero, en lugar de hundirse en el dolor, el lamento o la depresión, han sacado sabias experiencias de esos momentos. Es como si el dolor las hubiera fortalecido en la bondad y el amor. Las dificultades no les amedrentan ni los fracasos les impiden continuar. ¿Qué hay en estas personas que parecen invencibles? Se han conectado con la Fuente de Amor. El amor que tienen hacia los demás y las ganas de vivir traspasan los límites del bienestar meramente personal. No se mueven por la sensiblería empalagosa de los anuncios televisivos que invitan a colaborar en alguna colecta por los “más pobres”, sino que amar y servir se ha convertido en un estilo de vida para ellos.

Cuando conectamos con Dios y comprendemos que su amor hacia nosotros es más grande que cualquier dificultad, cuando nuestra confianza en Jesús es más fuerte que la muerte y comprendemos que nada nos separará de Él, encontramos que en cada tropiezo hay una mano firme y fuerte que se tiende para levantarnos. Ese es Dios, el Padre bondadoso y misericordioso que nos ama como ningún otro. Amor que no se entiende hasta que lo compruebas o vislumbras latiendo en el corazón de personas con capacidad para amar. Tu corazón, ¿es capaz de amar y servir?

Fuente: Click to Pray

La Compasión de Jesús

Jesús ama compasivamente, su modo de tratar a los demás, de perdonar y de acercarse a las personas viene de su profunda comunión con Dios.

Por Rafael Luciani

Una de las acciones que más impactó a los seguidores de Jesús fue percatarse de cómo él aprendió a cargar con el rostro del que sufre, acogiendo con acciones concretas a pecadores y enfermos. Su clave fue la «compasión», esa actitud que hemos olvidado en la vida sociopolítica y en la religión. Jesús miraba a los otros sintiendo «compasión por ellos» (Mc 6,34), denunciando así que el verdadero pecado estaba en la falta de compasión de quien está deshumanizado hasta el extremo de hacer de la impiedad una práctica más, sin importarle el futuro y el bien de las personas.

Pero «vivir compasivamente» tiene consecuencias. Jesús no pide primero el arrepentimiento del pecador para luego decirle que Dios lo ama; él se le acercaba corriendo el riesgo de que otros hablaran mal de él (Mc 2,16) y lo considerasen impuro por no seguir las prácticas religiosas convencionales (Mt 9,11-13). Estaba con ellos sin avergonzarse (Lc 5,30). No los purificaba, porque no era sacerdote, y tampoco les exigía prácticas penitenciales porque no era escriba ni fariseo (Lc 7,48). Simplemente les perdonaba (Jn 8,1-11) con la autoridad de quien ama compasivamente (Lc 7,47) porque para él perdonar no consistía en ponerse como juez delante de ellos hasta que confesaran sus culpas.

Este acto de gracia solidaria devolvía la alegría de vivir y la posibilidad de confiar en las potencialidades que otros les habían negado al haberlos excluido de oficios sociopolíticos y prácticas religiosas. En Jesús encontraban a alguien que compartía sus dolencias y sufrimientos, sus esperanzas y anhelos; uno que disfrutaba de su compañía y nunca les insultaba.

A diferencia de muchos políticos y religiosos que suelen hacer del maltrato una práctica normal, Jesús vivió «llevando nuestras enfermedades y cargando con nuestros dolores» (Is 53,4). Eso significa que entregó su vida a los más vulnerables de la sociedad, la política y la religión, y se ocupó de devolverles la dignidad que le habían negado los que creían interpretar la voluntad divina (Mt 9,12-13; Mc 2,17; Lc 20,45-47). Incluso, llegó a decir que los publicanos, que eran los colaboracionistas del poder romano, y las prostitutas, que habían sido excluidas de los ritos religiosos, «creyeron» (Mt 21,32), mientras que los líderes políticos y religiosos, así como algunos de sus seguidores, «no tenían fe». Aún más: reconoció que sujetos considerados «ateos», como el centurión, tenían una «fe más grande que todos» (Lc 7,6-10), ellos son los que «llegarán antes al Reino de Dios» (Mt 21,31) y no «muchos que se tienen por justos y desprecian a los demás» (Lc 18,9).

Para Jesús la fe no nace en el culto, sino en la compasión, cuyo modelo es Dios (Lc 6,36). Por ello, se da en cualquier persona, incluso entre ateos o pecadores, porque la misma trasciende a toda religión e ideología. ¿No es esta una buena noticia? Cómo nos hace falta regresar a la praxis de Jesús de Nazaret.

Fuente: Teología Hoy

San Alonso Rodríguez

45 años será jesuita y en este tiempo se puede decir que encuentra su lugar en el mundo, es capaz de convertir lo normal en extraordinario, su vida interior será su gran empresa, lo que supondrá que sea envidiado y admirado. Su interioridad le posibilitará iluminar desde una sencilla portería la misión de la Compañía universal.

Es el Patrono de los Hermanos de la Compañía de Jesús. Es un místico y un maestro. Modelo de humildad.

Alonso nace en Segovia, España, el 25 de julio de 1531.

En 1557, a los 26 años, Alonso contrae matrimonio. De dicha unión nacen 3 niños: Gaspar, Alonso y una niña. Y aunque las cosas no marchen bien económicamente, Alonso parece ser un hombre feliz y da gracias a Dios por su familia.

Sin embargo, la niña muere pronto. También uno de los hijos. Poco después, en 1561, muere también la esposa. Tal vez, por tanta pena. Así, a los 30 años, Alonso queda viudo y con un hijo pequeño a quien cuidar.

Al año muere también el hijito de tres años. La pena de Alonso es inmensa.

En la vida de Alonso Rodríguez Gómez aquí acaba todo. Y sin embargo, aquí también empieza de nuevo a vivir. El dolor puede llevarlo a la desesperación.

¿Qué quiere el Señor? ¿Cuáles son sus caminos? ¿Qué desea El hacer con su vida?.

Ahí Alonso comienza un camino de discernimiento en el que descubrirá el deseo de consagrarse a Dios a través de la Compañía de Jesús. Sin embargo, su admisión a la congregación tampoco fue empresa fácil.

A pesar de los múltiples condicionamientos el Provincial lo admite en 1571 con una sorprendente frase: “Recibámoslo para santo”.

La admisión inunda el corazón de Alonso. Es la primera alegría profunda en tantos años. Prepara todo con mucha prisa. Cada día que pasa le parece un año. El 31 de enero de 1571 empieza su nueva vida de Hermano coadjutor. Se traslada a vivir al Colegio de San Pablo y da comienzo al noviciado.

Como jesuita, su principal tarea fue la de ser portero. Abrir y cerrar la puerta, dar recados a los de casa y encargos a los de fuera. Con absoluta uniformidad, día tras día. La comunidad estaba formada por más de veinte religiosos y los alumnos era legión. Su oficio duró 46 años. De los 40 a los 86.

Se esforzó por vivir en la presencia de Dios constantemente. Cada vez que alguien llamaba a la puerta del colegio, cuando suena la campana decía: “Ya voy, Señor”.

En 1605 llega a Palma de Mallorca Pedro Claver Cerveró, de veinticinco años de edad, que acababa de terminar sus estudios en filosofía. Entablan una gran amistad. Para Pedro, Alonso fue inspiración para emprender su misión a Cartagena de Indias en Colombia y allí convertirse en el ‘esclavo de los esclavos’.

Alonso falleció el 31 de Octubre de 1617, padeciendo grandes dolores físicos y demostrando una enorme fortaleza espiritual y confianza en Dios que le valieron el reconocimiento y admiración de todos sus compañeros en España.

San Alonso Rodríguez fue canonizado el 15 de enero de 1888, en compañía de su discípulo San Pedro Claver y el joven jesuita San Juan Berchmans. La Compañía de Jesús lo reconoce como uno de sus maestros espirituales y como el Patrono de los Hermanos Coadjutores. La isla de Mallorca lo venera como a su Patrono principal.

Fuente: CPAL SJ 

Foto: Vocaciones Jesuitas España

Reflexión del Evangelio-Domingo 16 de Octubre

Evangelio según San Lucas 18, 1-8

Jesús enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse: “En una ciudad había un juez que no temía a Dios ni le importaban los hombres; y en la misma ciudad vivía una viuda que recurría a él, diciéndole: ‘Te ruego que me hagas justicia contra mi adversario’. Durante mucho tiempo el juez se negó, pero después dijo: ‘Yo no temo a Dios ni me importan los hombres, pero como esta viuda me molesta, le haré justicia para que no venga continuamente a fastidiarme’”. Y el Señor dijo: “Oigan lo que dijo este juez injusto. Y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche, aunque los haga esperar? Les aseguro que en un abrir y cerrar de ojos les hará justicia. Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?”.

Reflexión del Evangelio – Por Gustavo Monzón SJ

Para el cristiano la espera se transforma en esperanza. El vivir de la promesa del Señor nos invita a tener una experiencia de fe de que Dios actúa en la historia, dándole un horizonte y un fin y esta fe encuentra en la oración el alimento para seguir caminando. En ese sentido, las palabras de Jesús “¿cuándo venga el “Hijo del hombre” encontrará fe sobre la tierra?” son un aliento a cultivar la oración para ver a Dios actuando en todas las cosas.

 De la actitud de oración, como acto insistente y humilde, de escucha y acogida de la palabra de Dios, nos hablan las lecturas que la liturgia de la Iglesia nos invita a meditar.

 Lucas nos presenta a Jesús invitándonos a orar a Dios insistentemente. A no aflojar en la actitud de súplica y confianza en Dios. Para esto, nos pone como modelo de insistencia a una viuda. Ella, víctima de una injusticia, con su insistencia logra lo que merece. Con este modelo de fe, el evangelista nos exhorta a seguir perseverando en la oración y no desanimarnos cuando se presentan las dificultades y no todo sale tal como pensábamos, deseábamos y creíamos.

 Por otra parte, la oración se entiende en el contexto de la Alianza permanente y definitiva entre Dios y la humanidad. De esta realidad, nos habla la primera lectura. En ella vemos a Moisés, como enviado de Dios, actuando con fe. Esta fe, simbolizada con las “manos en alza” en el combate, muestra la confianza en la Alianza siendo fiel a esta promesa.

 Esta promesa, y el mantenimiento de la fe en ella, no la hacemos solos. Tenemos una comunidad y una Tradición que nos sostiene. De esto nos hablan las palabras de Pablo a Timoteo. En el contexto de tensiones y dificultades de la comunidad, el Apóstol exhorta a la insistencia, la confianza y la fidelidad en la memoria del don recibido.

 En el día de hoy, la Iglesia argentina está de fiesta. Hoy nuestro hermano José Gabriel del Rosario Brochero es canonizado en Roma. Que él, quien fue en su vida fiel a la promesa del Padre, interceda por nosotros en nuestro camino de mantenernos firmes en la espera del Hijo del hombre para poder responder SÍ a la pregunta si existe fe en la Tierra.

Fuente: Red Juvenil Ignaciana Santa Fe

Carlos de Foucauld, en Camino de Misericordia

La hermana Lucile cuenta la experiencia de misericordia de Charles de Foucauld, quien tras abandonar la fe vuelve a sentir el abrazo del padre que lo recibe.

Por Lucile Gautron. Hermanita del Sagrado Corazón

Carlos de Foucauld, después de abandonar la fe, atraviesa un período de malestar y disipación, sintiéndose como «enloquecido». En ese momento, vive una experiencia personal muy fuerte de misericordia a través de sus seres queridos. «Yo vivía como puede vivirse cuando se ha apagado la última chispa de la fe… ¿A través de qué milagro la misericordia infinita de Dios me ha hecho regresar desde tan lejos? No puedo atribuirlo más que a una cosa, la bondad infinita de Aquel que ha dicho de Sí mismo “su misericordia es eterna”» (a Henri de Castries).

En 1897, Carlos de Foucauld hace un retiro en Nazaret; al recorrer su vida, canta un himno a la misericordia de Dios hacia él: «¡Hay tanta misericordia, Dios mío! Misericordia de ayer, de hoy, de todos los instantes de mi vida, desde antes de mi nacimiento y desde antes de todos los tiempos. En esta misericordia estoy sumergido, ella me inunda, me cubre y me abraza por todas partes».

Carlos de Foucauld se descubre envuelto por la misericordia de Dios a través de la actitud y la bondad de las personas cercanas a él, que no le juzgan, que le acogen sin reticencias. La misericordia de Dios será para él una luz a lo largo de su camino de encuentro con cada ser humano.

Después de su conversión, ya enraizado en el amor de Dios, Carlos de Foucauld aspira a ser testigo, un testigo silencioso de la bondad de Dios. Quiere predicar el «Evangelio de la bondad» a través de su vida, de su propio ser. Para él, ser misericordioso consiste en recibir él mismo la misericordia de Dios y, simultáneamente, convertirse en reflejo de esta misericordia que se derrama «sobre buenos y malos».

«Felices los misericordiosos porque recibirán misericordia. Ser misericordioso es lo contrario de ser duro e implacable. Es tener la bondad de un corazón que no guarda sombra alguna de resentimiento contra quienes le hacen mal, sino que, al contrario, devuelve bien por mal, que es indulgente hacia la falta de los demás porque conoce el barro del que somos formados. Es inclinar el corazón, tierna y caritativamente, hacia las miserias de los demás: hacia los tristes para consolar; hacia los ignorantes para aportar luz; hacia los necesitados para dar y curar… Acompañemos y consolemos a quienes nadie acompaña ni consuela».

Sin embargo, aunque Carlos de Foucauld se compromete enteramente en este camino, la misericordia no es en él algo innato: se muestra intolerante hacia Mardoqueo, que no responde a sus exigencias durante su exploración de Marruecos; es duro e impaciente con el hermano Michel, a quien esperaba como compañero pero que no colma todas sus expectativas. El hermano Carlos necesita tiempo y fracasos para llegar a ser misericordioso.

La misericordia, a sus ojos, no significa debilidad. Por el contrario, será intransigente y severo ante toda forma de injusticia, falta de honestidad, explotación, esclavitud, pereza; intransigente también hacia los militares franceses, tuaregs, árabes… «Todos somos hermanos, hermanos amados por Dios», es el mensaje que no dejará de repetir y de vivir. Porque creía en el amor de Dios hacia cada ser humano, pretendía que cada uno fuese digno de su humanidad y responsable de la fraternidad entre todos. El hermano Carlos esperaba en cada uno, como Dios había esperado en él cuando él mismo se creía «perdido».

«Felices los misericordiosos (Mt 5,7). Debemos amar a todos los hombres como a nosotros mismos, pero debemos inclinarnos con preferencia hacia los miserables, hacia todos aquellos que el mundo olvida, desdeña, rechaza… hacia los pobres, los pequeños, los que sufren, los ignorantes… porque son ellos quienes tienen más necesidades y menos ayuda».

Así escribía Carlos de Foucauld en junio de 1916, unos meses antes de su muerte: «Que cada día de nuestra vida sea un paso más en sabiduría y en gracia. Que nuestros retrocesos nos hagan más humildes, más vigilantes, más indulgentes, más llenos de bondad hacia los demás, más respetuosos, más fraternos con nuestro prójimo, conscientes de nuestra miseria pero llenos de confianza en Dios, seguros de su amor, amándole con un amor tierno y agradecido ya que Él nos ama a pesar de nuestras miserias… y diciéndole cada día, como San Pedro: “Señor, tú sabes que te amo”».

Cómo no ser misericordioso… como Jesús… cuando él mismo tenía una tal conciencia de haber estado siempre bajo la misericordia de su Bien Amado…

Fuente y Fotografía: Entre Paréntesis

 

Vidas con Contenido

Pocas veces nos regalamos tiempo para reflexionar sobre el sentido último de nuestras vidas, lo que queremos de ellas, con quiénes queremos compartirla… Este texto nos propone hacer una alto para ir hacia el interior a buscar la respuesta a estas preguntas.

Por Javier Rojas SJ

Tal vez ya te has tomado un tiempo para reflexionar estas preguntas: ¿Para qué vivo?; ¿Cuál es mi destino?; ¿Qué me está sucediendo?; ¿Qué es lo que quiero?; ¿Con quién o quiénes quiero compartir mi vida? Y si lo hiciste con seriedad te habrás dado cuenta que no son fáciles de responder, o al menos, no se pueden responder sin pensarlas con detenimiento. Darse un tiempo para uno mismo, pero no para enredarse en pensamientos añejos y llenos de nostalgia, es una verdadera inversión de vida. Pocas veces nos “regalamos” tiempo para calibrar el corazón, limpiar el alma y purificar el espíritu. Quizás la falta de tiempo para estar con uno mismo y profundizar en temas tan importantes como la propia vida, el principio y fundamento de la propia existencia, sea una de las mayores pobrezas que sacude a la humanidad. ¿Puedo pretender que otra persona me dedique un poco de su tiempo, si yo no destino un momento a estar conmigo mismo?

Cuando podemos destinar-nos tiempo para atender a cuestiones que hacen al mundo interior, como es aprender a conocer y distinguir nuestros pensamientos y sentimientos, adquirir la destreza del discernimiento espiritual, ganamos mucho en capacidad para elegir lo que realmente me hace sentir pleno. La asertividad depende mucho del conocimiento que hemos adquirido de nosotros mismos, y de la manera que tenemos de relacionarnos con el entorno en el que vivimos. Desarrollar sinceridad con nosotros mismos, buscar la verdad, sentir que la propia vida tiene sentido y valor, nos llena de energía y creatividad.

Ahora bien, ¿Por qué cuesta tanto invertir tiempo en uno mismo? Seguramente hay muchas respuestas para dar, pero una de las causas de la falta de disposición para trabajar en la propia vida interior se debe a que se está viviendo uno de los peores dramas del alma: el hastío. ¿Qué es el hastío? Encontrarás mejores definiciones en diccionarios o libros especializados sobre el tema, pero en pocas palabras es la amargura del alma, producida por el vacío o la sobreabundancia. En definitiva, el hastío es lo que padecen las personas que carecen de contenido en sus vidas. ¡Cuántas personas sufren este flagelo “globalizado”, y van por la vida arrastrando la existencia, sin profundidad, y con el alma encallada en la superficialidad! ¿Cómo podrían sentir la plenitud en sus vidas si nunca han zarpado hacia la profundidad del propio ser, para descubrir el Tesoro escondido en su corazón? Tienen sus sueños amarrados en el puerto de la nostalgia, esperando que alguien los libere.

La plenitud es lo que experimente el espíritu que ha buceado en la profundidad del ser y ha descubierto la diferencia entre lo esencial y lo superfluo. Para disfrutar verdaderamente de la vida, se necesita de éste espíritu. Se requiere de hondura de alma, es decir, capacidad para poner freno al ansia de tener y de poder, que con tanta facilidad pulveriza la existencia. Se necesita de un espíritu entrenado para discernir qué es lo mejor para mí. Para ello es fundamental dedicar tiempo para meditar y descubrir las respuestas en nuestro interior.

Fuente: Click to Pray

Fuente Imagen: Click to Pray

Reflexión del Evangelio, Domingo 2 de Octubre

Evangelio según San Lucas 17, 3b-10

Dijo el Señor a sus discípulos: “Si tu hermano peca, repréndelo, y si se arrepiente, perdónalo. Y si peca siete veces al día contra ti, y otras tantas vuelve a ti, diciendo: ‘Me arrepiento’, perdónalo”. Los Apóstoles dijeron al Señor: “Auméntanos la fe”. Él respondió: “Si ustedes tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, y dijeran a esa morera que está ahí: ‘Arráncate de raíz y plántate en el mar’, ella les obedecería. Supongamos que uno de ustedes tiene un servidor para arar o cuidar el ganado. Cuando éste regresa del campo, ¿acaso le dirá: ‘Ven pronto y siéntate a la mesa’? ¿No le dirá más bien: ‘Prepárame la cena y recógete la túnica para servirme hasta que yo haya comido y bebido, y tú comerás y beberás después’? ¿Deberá mostrarse agradecido con el servidor porque hizo lo que se le mandó? Así también ustedes, cuando hayan hecho todo lo que se les mande, digan: ‘Somos simples servidores, no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber’”.

Reflexión del Evangelio – Por Alfredo Acevedo SJ

Después de haber leído las lecturas, podemos ver que la liturgia de este domingo nos presenta un texto que comienza con un pedido: “Señor, auméntanos la fe”. La pregunta que hay que hacerse es por qué los apóstoles piden eso a su Maestro. Si miramos un poco más arriba en el texto lucano, podremos ver que Jesús les estaba hablando del perdón y de la advertencia de no cometer escándalos, sobre todo, referido a los más pequeños.

 Podríamos pensar que frente a esos temas, la única opción posible es pedir al Señor el don de la fe, porque, de otra manera, no sería posible vivir este estilo que Jesús propone.

 Por tanto, aquí vemos el marco de aquel pedido que le hacen al Señor. No perder esto de vista es importante.

 Si echamos un vistazo a la primera lectura, podremos ver que el profeta Habacuc también lanza una pregunta fuerte a Dios: “¿Hasta cuándo clamaré, Señor, sin que me escuches? ¿Te gritaré: «Violencia», sin que me salves? ¿Por qué me haces ver desgracias, me muestras trabajos, violencias y catástrofes, surgen luchas, se alzan contiendas?”

 El profeta, al igual que nosotros, lanza estas preguntas a Dios. Preguntas que, más que simples cuestiones cotidianas a resolver tienen un tinte de reclamo por aquello que Dios “tendría” que hacer y no hace. Son preguntas muy actuales que todos hacemos alguna vez.

 También nosotros vivimos muchas veces nuestra relación con Dios de este modo. Lanzamos preguntas, cuasi blasfemas, para que Dios las resuelva. “¿Hasta cuándo tendré que soportar tal situación? ¿Por qué esto tiene que pasarme justo a mí? ¿Por qué no me socorres? ¿Por qué tanta violencia en el mundo, en nuestro país? ¿Por qué falta la paz en nuestra tierra?” Y preguntar, o aún peor, suponer, que Dios no escucha es más o menos lo mismo que dudar de su existencia. “¿Por qué no existes y resuelves estos problemas?”, decimos muchas veces sin querer queriendo.

 Pero Dios es claro. Su respuesta “He aquí que sucumbe quien no tiene el alma recta, más el justo por su fidelidad vivirá” o “el justo vivirá de la fe en mí”, dicen otras traducciones, es el mensaje claro de Dios al profeta.

 La cuestión –podríamos decir- no está en Dios, sino en nosotros, es decir, en el creyente, en cómo vivimos aquello que decimos creer.

Lo mismo hace Jesús. Frente al pedido de los apóstoles, responde “Si tuvieran fe como un granito de mostaza, dirían a esa morera: “Arráncate de raíz y plántate en el mar”. Y les obedecería”. Pero al parecer, la fe de aquellos, al igual que la nuestra, no llega ni siquiera al tamaño de un grano de mostaza. ¡Pero claro! Pretendemos que Dios nos resuelva todos los problemas, que nos “aleje los males”… prácticamente, que viva la vida, la nuestra, por nosotros. Y en el peor de los casos, pretendemos que juegue el papel de mago o titiritero.

 Pidamos, tal y como nos lo recuerda la segunda lectura, reavivar el don de Dios que hemos recibido, porque Dios no nos ha dado un espíritu cobarde, sino un espíritu de energía, de amor y de buen juicio. Porque Dios no nos dio la vida para que la escondamos, sino para que la pongamos en juego. La paz no vendrá sólo porque algunos se pongan de acuerdo. Vendrá porque la construiremos nosotros, día a día, con nuestra propia vida. Esto supone animarse a crecer, animarse a ser adultos y tomar la propia vida entre las manos para entregarla toda, sin reservas.

 Es cierto que muchas veces quisiéramos una vida fácil o un dios que nos resuelva los problemas. Eso no existe, ni lo uno ni lo otro, aunque en nuestra mente y en nuestro corazón creamos, o quisiéramos creer, que sí.

 Dios nos quiere adultos, capaces de entregar aquello que Él mismo nos dio y que, por tanto, no nos pertenece del todo. El adulto es aquel que es tan libre que es capaz de entregar todo lo que tiene.

 Cuando descubramos que vamos en esa dirección, tal vez entonces es que podamos darnos cuenta que la fe que pedimos ya la hemos recibido y aunque sea tímidamente también ya la estamos poniendo en juego.

Fuente: Red Juvenil Ignaciana Santa Fe

Reflexión del Evangelio, Domingo 25 de Septiembre

Evangelio según San Lucas 16, 19-31

Jesús dijo a los fariseos: Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino finísimo y cada día hacía espléndidos banquetes. A su puerta, cubierto de llagas, yacía un pobre llamado Lázaro, que ansiaba saciarse con lo que caía de la mesa del rico; y hasta los perros iban a lamer sus llagas. El pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. El rico también murió y fue sepultado. En la morada de los muertos, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro junto a él. Entonces exclamó: “Padre Abraham, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en el agua y refresque mi lengua, porque estas llamas me atormentan”. “Hijo mío, respondió Abraham, recuerda que has recibido tus bienes en vida y Lázaro, en cambio, recibió males; ahora él encuentra aquí su consuelo, y tú, el tormento. Además, entre ustedes y nosotros se abre un gran abismo. De manera que los que quieren pasar de aquí hasta allí no pueden hacerlo, y tampoco se puede pasar de allí hasta aquí”. El rico contestó: “Te ruego entonces, padre, que envíes a Lázaro a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos: que él los prevenga, no sea que ellos también caigan en este lugar de tormento”. Abraham respondió: “Tienen a Moisés y a los Profetas; que los escuchen”. “No, padre Abraham, insistió el rico. Pero si alguno de los muertos va a verlos, se arrepentirán”. Pero Abraham respondió: “Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán”.

Reflexión del Evangelio – Por Maximiliano Koch

Al escuchar la lectura que la liturgia propone para este domingo, podemos caer en la tentación de fijar la mirada en el rico y examinar nuestras vidas en torno a él: la ropa que uso, ¿puede asemejarse al púrpura y lino finísimo que usaba? Mis comidas, ¿son como aquellos banquetes que celebraba, mientras hay gente en la calle que busca en la basura algo para saciar su estómago? ¿Seré juzgado y –por estas actitudes- condenado cuando llegue el final de mis días en este mundo.

La tentación de identificarnos con el rico tiene sentido: al igual que él, deseamos tener éxito en nuestras vidas, ser reconocidos, admirados. Deseamos que nuestro dinero pueda comprar todo aquello que se nos ofrezca. Y estamos tan enfocados en estos objetivos que olvidamos a los demás o sentimos que su suerte poco tiene con la nuestra.

Por el contrario, resulta casi imposible identificarnos con Lázaro. Ese “pobre” representa todo aquello que tememos: ser fracasados, rechazados, dependientes, olvidados, sin acceso al mundo material. Él es aquello que nosotros no queremos ser. Por ello, no podemos y no queremos –aunque de ello dependa la salvación eterna- ser Lázaros que habitan en este mundo.

El juicio de Abrahám parece inflexible y cuestiona nuestro estilo de vida. No sólo pone en jaque lo que tenemos y lo que hacemos, sino también nuestro modo de juzgar a los demás. El Evangelio parece ponernos en una encrucijada: ¿cuál salvación prefiero? ¿La de aquí, que puedo tocar y gustar y que me pone en sintonía con el modo de vivir de la sociedad? ¿O aquélla, que no sé bien en qué consiste, que se trata solo de una promesa y que, además, implica romper con los cánones sociales?

Pero no se trata de escoger entre dos “salvaciones”, la de este mundo o la del otro. Se trata de escoger si deseo vivir desde el temor o desde el amor.

Vivir desde el temor a ser Lázaros nos lleva a centrarnos en nosotros mismos procurando escapar de la debilidad, a la que asociamos con el sufrimiento. Esto nos lleva a imponernos sobre otros, mostrarnos fuertes e impermeables ante las necesidades de los demás. Pero en esta necesidad de ser fuertes, no sólo lastimamos a otros, sino que rechazamos una parte importante de nosotros mismos.

El Dios que Jesús ha revelado nos invita a una vida distinta, donde sea el amor lo que conduzca nuestros pasos para adoptar las opciones más profundas. Este Dios no quiere que le temamos, sino que acojamos su amor. Se muestra como un Padre que nos espera, acompaña, acoge, sostiene. Un Dios que es todo amor y espera que nuestra respuesta sea también de amor, jamás de temor. Y nos invita a que nos relacionemos con otros hombres bajo los mismos principios y códigos.

Tendremos que aceptar y asumir nuestra condición de debilidad, la misma que Jesús asumió cuando se encarnó. Tendremos que aceptar que no podemos ser dioses y no podemos escapar de la muerte, la soledad, la enfermedad, los sufrimientos y, aún, de profundos dolores que otros hombres pueden causarnos. Porque, en definitiva, la vida a la que Jesús nos invita implica poner nuestras vidas en las pobres manos de otros –tal como hizo Lázaro- sin olvidarnos de acoger, con nuestras pobres manos, otras vidas –tal como debió hacer el rico, que no tiene nombre en el Evangelio-. Pero no desde el temor, sino porque se nos ha mostrado que en esto consiste ser profundamente humanos.

El Círculo de la Contemplación y la Sencillez de Vida

Contemplar con profundidad la Creación como regalo nos ayudará, no sólo a cuidarla y respetarla, sino también a hacer nuestra vida más sencilla y ‘disfrutable’.

Por Xavier Pifarré

Un verbo que se repite hasta la saciedad en la Laudato Si del papa Francisco es “contemplar”. Capacidad de contemplación, en este caso, de la Creación, como regalo infinito que Dios pone en nuestras manos. Mirar, escuchar, oler, tocar, gustar…… Todos nuestros sentidos absorbiendo el don de la naturaleza, de sus criaturas, de sus paisajes…… Una contemplación que nos acaba enamorando, que nos admira, que nos fascina.

Más allá del gozo que esto produce en nosotros, para Francisco representa un paso esencial en la conversión hacia estilos de vida más sencillos y respetuosos con la Creación. Algo así como que “es más fácil respetar y cuidar aquello que se conoce, se valora y se admira”. Estos nuevos estilos de vida que nos propone la encíclica pasan por cambios de hábitos en aspectos muy variados de nuestras vidas, como la alimentación, el consumo, el gasto energético o la movilidad. Un principio general que rige todos estos cambios es la reducción de necesidades y del consumo en general.

Seguramente hemos oído hablar de la huella ecológica como el “rastro” que nuestra vida deja en nuestra Casa Común, la Tierra. Ella es, con el Sol, la fuente última de nuestro sustento. Si medimos la superficie de planeta necesaria para mantener (de forma sostenible y renovable) nuestro actual estilo de vida, habremos calculado nuestra huella ecológica. Y en nuestro Primer Mundo (Mundo Civilizado, Mundo Desarrollado, Mundo Deseado por tantos y tantas……) nuestra huella es tan grande que, de extenderla a todos nuestros hermanos/as, habitantes de la Tierra, harían necesarios tres planetas como el nuestro para evitar el agotamiento de los recursos y el colapso final. En otras palabras, nuestro actual ritmo de consumo y de generación de residuos no es sostenible. Por lo tanto, una vida sencilla, sin necesidades superfluas, evitará daños innecesarios a la Creación, reduciendo la explotación de sus recursos, disminuyendo los residuos y evitando emisiones de esos gases “invernadero” que tanto nos preocupan…

Volviendo al plano personal, basta una mirada rápida a nuestra cocina, a nuestro comedor, a nuestro garaje… Para descubrir decenas de aparatos mecánicos e instrumentos tecnológicos, cada vez más complejos, cuya finalidad, nos dicen en los anuncios, es mejorar nuestra calidad de vida y “ganar tiempo para nosotros/as mismos/as”.

¿De veras disfrutamos mejor de nuestro tiempo ahora de lo que lo hacían nuestros abuelos, en sus pueblos, en los años 50, 60 ó 70? Personalmente, intuyo que algunos de estos bienes de consumo, que vienen a cubrir necesidades de nuestro día a día, acaban generándonos nuevas obligaciones y exigencias que al final consumen, con creces, ese tiempo que supuestamente venían a ahorrarnos.

Reducir es, por lo tanto, un camino para recuperar espacios y tiempos perdidos en nuestras vidas; espacios para leer, para dialogar, para rezar, para contemplar… La vida sencilla, con poco equipaje, es más relajada, menos estresante. Una de sus ventajas es que nos facilita el acercamiento a la naturaleza, a sus paisajes y a sus criaturas. Nos proporciona capacidad de contemplación, de admiración.

De este modo cerramos el círculo Contemplación-Vida Sencilla-Contemplación. La primera nos tiene que motivar a experimentar la segunda; la segunda nos facilitará recuperar la primera. Podemos entrar en el círculo por donde nos resulte más sencillo; incluso podemos hacerlo por dos sitios a la vez.

Fuente: Entre Paréntesis