El miedo del Mundo Hiperconectado

En el silencio y la soledad estamos obligados a estar con nosotros mismos.

Por Javier Rojas SJ

En un mundo aturdido e hiperconectado como el que vivimos existen dos experiencias muy temidas: el silencio y la soledad. Nada despierta más terror que sentirse solo y desconectado de los demás. ¿Por qué nos atemoriza? Uno de los motivos es que en el silencio y la soledad, donde no existe nada ni nadie que nos distraiga, estamos obligados a estar con nosotros mismos. Es común que nos sintamos perdidos, solos y desconectados cuando no existe alguien o algo a que referenciarnos. Nos hemos acostumbrado tanto a vivir en referencia a los demás y a las cosas que quedamos desorientados cuando no los tenemos cerca.

Existen muchas personas que para sentirse vivos necesitan del halago y reconocimiento de los demás, y que para sentirse importantes necesitan afirmarse en lo que tienen o poseen.

El silencio y la soledad atemorizan a quienes no han descubierto su verdadera identidad y creen ser lo que tienen. La meditación es un camino de pobreza y despojo y puede resultar asfixiante para quienes viven en la superficialidad. Admiro a las personas que no necesitan del reconocimiento de los demás para vivir y no ponen su seguridad en lo que tienen sino que se dejan guiar por esa Voz interior que oyen en el silencio y la soledad de la meditación. Quienes han encontrado su valía en Dios no buscan el halago de los demás, aun cuando los tengan bien merecidos, y se liberan de los estereotipos con los que se los califica. Ellos han encontrado su propio valor en su interioridad y viven desde esa profundidad sin dejarse encandilar por nada ni por nadie. Saben quiénes son y cuál es su destino.

Siento admiración por quienes luchan día a día por recortar poder a su ego y viven desde la Sabiduría interior que los guía y aconseja. Es maravilloso vivir según la naturaleza de lo que somos y dejar de alimentar el personaje que montamos muchas veces para vivir. Seguir la Voz que habla en nuestra conciencia es una de las acciones más bellas y loables. Debemos aprender a vivir como nos enseña la naturaleza: de adentro hacia afuera y aceptar que, para crecer y progresar, debemos hundir las raíces en la tierra de la humildad y la aceptación de los propios límites.

En la meditación aprendemos a desapegarnos de las etiquetas con las que nos identificamos o disfrazamos. Sentarse a meditar en silencio y soledad es disponerse interiormente a estar con lo que somos, a ser en Él, a estar con quien es el principio y fundamento de nuestra existencia. Ser en Él o estar ante Él convierte la oración no en algo que se hace sino en algo que se es. Al ser ante Dios estamos en oración. Este es el anhelo más profundo de todo ser humano: ser. Por eso no nos parecerá extraño escuchar el reclamo de muchas personas diciendo: «¡déjame ser!». El problema de creer que nuestra identidad está en lo que dicen los demás o en lo que hacemos es confundir nuestra esencia con los “accidentes”. Es equivocado creer que somos lo que hacemos o tenemos, o lo que los demás dicen de nosotros. Si creemos esa mentira viviremos de manera vertiginosa y con una avidez tal por conseguir u obtener lo que imaginamos nos hará importantes, que nos alejaremos cada vez más de nuestro verdadero ser. Necesitamos volver a nuestro eje, a ese centro vital que da razón de nuestra existencia; en definitiva, a Dios.

La meditación es el camino hacia el encuentro personal con Dios al que debemos recurrir sin pretensiones ni expectativas. Vamos a la meditación a estar con Él, a ser en Él, a nutrirnos de la fuente de vida que nos regaló el ser. Dios no viene a nuestro encuentro cuando “hacemos” oración, sino que estamos conscientes de Él cuando permanecemos en oración.

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