El misterio de la Navidad

Así pues, la Navidad es un regalo para el que tenemos que permanecer abiertos, aunque, tal vez, nuestra vida esté destinada a ser un largo «adviento», una continua espera, una pregunta cuya respuesta tarda en llegar. Pero esperar no quiere decir permanecer pasivos. El Enmanuel, el Dios que viene en medio de nosotros para sanar los conflictos que nos dividen, para devolvernos el sentido de la fraternidad y de la filiación, nos pide de todos modos que ya desde ahora pongamos manos a su obra. La Navidad nos llama a hacer una tentativa siempre nueva de renovarnos, de sentirnos solidarios y partícipes, más allá de la devoción convencional.

La Navidad se convierte así para el creyente en una vocación: nos llama cada vez a buscar, entre mil dificultades, el camino que nos conduce al otro, al hermano. Si Jesús se hace uno de nosotros, naciendo pobre y solo, haciéndose nuestro hermano y nuestro prójimo, también nosotros debemos hacernos prójimos de los otros y ser hermanos suyos. Si la vida cristiana es un camino y una asimilación progresiva de la vida del Señor Jesús, ¿qué indica a nuestra conciencia la experiencia de pobreza y de soledad que signa la entrada de Cristo en la historia? ¿Cómo nos interroga acerca de todo aquello que tiene que ver con la acogida del otro, con la solidaridad con el hermano, con la sencillez y la esencialidad en nuestra vida?

Angelus Silesius, místico alemán del siglo XVII, escribe: «Aunque Cristo hubiera nacido mil veces en Belén, pero no en ti, estarías perdido para siempre» (El peregrino querúbico, libro I, n. 61, Madrid, 2005, p. 70).

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