Francisco Bettinelli sj sobre la despedida a los jesuitas Javier Campos y Joaquín Mora

Testimonio de Francisco Bettinelli SJ (ARU) sobre lo vivido en la misa de despedida de los compañeros jesuitas Javier Campos SJ y Joaquín Mora SJ, asesinados el pasado 20 de junio en Cerocahui, Tarahumara, México.

“Tomen y coman todos de él, porque éste es mi cuerpo…”

Pocas veces las palabras de la consagración me hicieron tanto sentido como en la misa de despedida de nuestros compañeros Javier Campos SJ y Joaquín Mora SJ en Cerocahui, México. “Sangre de la Nueva Alianza que será derramada por ustedes…” No era solo un rito, estábamos parados en el mismo presbiterio donde ambos fueron asesinados y su sangre derramada. Diría Santo Tomás, el signum indicó la res. En medio de todos los concelebrantes, dos velas encendidas recordaban el lugar donde perdieron su vida. Frente al altar, los rostros de tantas personas recordaban por quiénes dieron su vida. 50 y 23 años al servicio del pueblo rarahumarí y mestizo de la sierra Tarahumara que ahora los despedía entre lágrimas, cantos y bailes.

Las vueltas de la Providencia me llevaron a ser testigo de ese momento tan sagrado. No fue solo un funeral. Fue una semana entera de angustias, dolores, consuelo y esperanza. Cuentan que los días siguientes al asesinato no se movió un alma en Cerocahui. Todos encerrados en sus casas. Con miedo. Sin entender. Lejos, en Creel, una señora decía por la calle “el pueblo está triste”. Y era verdad. La sensación de que se cruzó una línea. Y si habían asesinado a los padres, ¿qué podía pasar con los demás que están menos protegidos?.

Los cuerpos recuperados a los tres días marcaron un quiebre. La misa en Chihuahua el sábado siguiente fue un ir y venir constante de la gente. Y comenzó la procesión por las sierras. De pueblo en pueblo, por el desierto, los montes, los bosques y las quebradas, los cuerpos fueron remontando las siete horas que separan a Cerocahui de la capital del estado. Y en cada pueblo o paraje la gente esperaba con guirnaldas y banderas blancas marcaban el signo de su paso.. 

“Vamos a buscar a los que están vivos” dijo uno de los sacerdotes cuando el cortejo fúnebre llegó a la ciudad de donde salieron escondidos en alguna camioneta. Y estaban vivos. Vivos en la gente que después de días se animó a salir. A salir para acompañar en su último trayecto a quienes recorrieron tantos caminos entre pueblo y pueblo, paraje y paraje por los senderos encumbrados de la sierra.

¿A quiénes lloraban? Lloraban a quienes bautizaron a sus hijos, pero en mi opinión lloraban mucho más. Lloraban la realidad que se vive. La injusticia a la que se ven expuestos. La impunidad. El riesgo constante de saber que la vida se vuelve moneda de cambio. Lloraban a sus propios desaparecidos. Hermanos, padres, vecinos, hijas… Todos tienen alguien a quien llorar. Pero no todos tienen el privilegio de encontrarlos. 100 mil desaparecidos lleva México en los últimos decenios. En los cuerpos encontrados se podía llorar a los cuerpos que todavía no se encontraron. Que andan perdidos. Que siguen errantes siendo buscados.

Por eso la velación pareció corta. Toda la noche de música y danza. Cada pueblo se fue turnando. Pasando uno por uno. Haciendo los bailes ancestrales rarahumarís. Llenando de color y de luz la sombra. “Hay que bailar hasta que amanezca un nuevo día”. Y vaya si amaneció. Un sol radiante que alumbraba la esperanza de que estas muertes no quedarán sólo allí. La certeza de que no pueden quedar solo allí. Que no pueden ser en vano. Que no pueden rendirse a la banalidad del mal. Que hay resistencia posible. Que existen otras opciones. Que la paz y la justicia no es solo un anhelo, sino un deber. Y que ese deber comienza honrando a quienes se vuelven luz y faro para su búsqueda.

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