Pentecostés: el Espíritu Santo nos guía hacia a una nueva “normalidad”

Durante tantos años pensábamos ser autosuficientes. Nos sentíamos capaces de tantas cosas y la tecnología nos parecía ofrecer la cura a todo tipo de dolencias. Internet hacía que todo ocurriera a una velocidad increíble. Nuestras vidas se hicieron más y más rápidas. Cuando alguien envíaba un correo electrónico, se esperaba que respondiéramos en el día o, a más tardar al día siguiente. Las camisetas afirmaban: “Sin límites”. Las canciones pop decían: “Vuela más alto”.

Ahora el Covid-19 ha cambiado todo eso. Nos ha hecho tomar conciencia que, en realidad, no podemos hacerlo todo; que no somos autosuficientes; que la humanidad es apenas una brizna. El salmista dice: “Danos a conocer la brevedad de la vida para que podamos obtener la sabiduría del corazón”. Ésa ha sido una gracia – una gracia difícil – del confinamiento del Covid. Vemos que los seres humanos somos finitos, frágiles pero hermosos, que estamos aquí para amar y servir a los demás, para ser cada vez más verdaderamente nosotros mismos creciendo a imagen y semejanza de Dios. Hay un “mapa de ruta” para ese crecimiento y lleva por nombre Jesús. Él envía su Espíritu para guiarnos por el camino recto, para despertar nuestros deseos profundos, para alejarnos de la superficialidad, para que nuestros pies no tropiecen.

Necesitamos esa guía y esa inspiración. Hay tantas cosas que no sabemos hacer “como deberíamos” o como nos gustaría. San Pablo dice, “Cuando no podemos orar como deberíamos, el Espíritu viene en auxilio a nuestra flaqueza”. En esta época de Covid nos damos cuenta de nuestras debilidades y limitaciones. Necesitamos que la delicada voz del Espíritu, respetándonos, nos guíe con suavidad. Nos hace falta escucharla en este tiempo de Pentecostés. Necesitamos esas lenguas de fuego para quemar el cinismo y reavivar el entusiasmo en un mundo cansado.

Este peculiar Pentecostés del Covid es uno en el que debemos clamar al Espíritu pidiendo ayuda. Suplicamos que Él inspire y energice a líderes y políticos, a los cabeza de familia y a nosotros mismos. Pedimos que el Espíritu trabaje poderosamente en nuestros corazones y mentes y almas, atrayendo a la conversión – ayudándonos a ver que nuestro mundo tiene que cambiar: que volver a “lo de siempre” ya no servirá. Solicitamos su ayuda para ver que la “nueva normalidad” tiene que ser diferente de la “antigua normalidad”, para creer que puede ser una normalidad del Reino, una “normalidad” en la que los pobres son elevados y los corruptos echados fuera. Necesitamos ese Espíritu si el mundo ha de cambiar, si nuestros corazones han de enternecerse, si hemos de dar un paso más hacia un mundo diferente, renovado, transformado.

Fuente: jesuits.global

Reflexión del Evangelio – Domingo de Pentecostés

Evangelio según San Juan 20,19-23

Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes!».
Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor.
Jesús les dijo de nuevo: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes».
Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: «Reciban el Espíritu Santo.
Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan».
Reflexión por P. Hermann Rodríguez Osorio, SJ

Fray Timothy Radcliffe, antiguo Maestro General de la Orden de Predicadores, comentaba hace algún tiempo el texto bíblico que nos propone la liturgia del domingo de Pentecostés. En su libro, El oso y la monja (Salamanca, San Esteban, 2000, 89-92), llamaba la atención sobre el abismo que existe entre la paz que buscamos nosotros, y la paz que el Señor nos regala. Cuando los once discípulos estaban encerrados en una casa por miedo a los que habían matado al Profeta de Galilea, el Resucitado vino hasta ellos y les dijo: “¡La paz sea con ustedes!” y ellos “se alegraron de ver al Señor”. Pero la paz que les traía los iba a sacar de la paz del encierro y la soledad… En seguida les dijo: “Como el Padre me envió, también yo los envío”. El Resucitado los desinstala, los saca de su escondite, de su búsqueda egoísta de seguridad. La paz que el Señor nos trae, no siempre se parece a la nuestra…

Casi siempre buscamos la paz encerrándonos en nosotros mismos y evitando todos los riesgos de la construcción colectiva de nuestras comunidades y de nuestra sociedad. En esto nos parecemos a los discípulos. Tenemos miedo a ser heridos y salir lastimados… Hay que reconocer que este miedo no es puro invento. Efectivamente, tenemos experiencia de haber sido heridos muchas veces en nuestras relaciones con los demás y procuramos evitar el dolor y el sufrimiento que produce este choque. Pero también sabemos que cuando nos encerramos y nos aislamos de los demás y del mundo, gozamos apenas de una paz a medias; es una paz frágil que en cualquier momento se desvanece en nuestras manos.

Nos encerramos en una paz frágil porque tenemos miedo al cambio, miedo a los demás, miedo a ser sacados de nuestro nido. El miedo nos paraliza, nos bloquea, nos confunde. Hemos desarrollado una serie de tácticas para cerrar nuestras vidas a ese Dios que quiere sacarnos de nuestro encierro. Echamos llave, literalmente, a nuestros conventos, a nuestras casas, a nuestra habitación, de modo que nadie pueda acercarse a perturbar nuestras vidas con sus insistencias, con sus invitaciones, con sus interpelaciones. Podemos encerrarnos también en el exceso de trabajo… Paradójicamente, llegamos incluso a utilizar la oración para mantener a Dios fuera. Podemos dedicar horas y horas a la oración, recitando palabras y repitiendo frases, sin ofrecer a Dios un momento de silencio porque cabe la posibilidad de que nos diga algo que altere nuestra aparente paz y nuestra tranquilidad acomodada.

Pero el Señor se las arregla para irrumpir en nuestro interior con el soplo de su Espíritu y, aún teniendo las puertas cerradas, como los discípulos en el cenáculo, viene a inquietarnos y a salvarnos de nuestra aparente paz. Esa es la Buena nueva de hoy. Que el Señor no se cansa de entrar en nuestras vidas para ofrecernos SU paz. Una paz que nos abre a los demás con el riesgo de ser heridos. Las heridas de las manos y el costado es lo primero que les enseña el Resucitado a los discípulos cuando les anuncia su paz… Se trata, entonces, de una paz conflictiva, ‘agónica’, como diría don Miguel de Unamuno… Es una paz que abre desde fuera nuestros sepulcros para que no sigamos viviendo como muertos, sino para que vivamos una vida plena y auténtica, es decir, llena de preguntas y de problemas, pero iluminada por Dios que es el que nos ofrece la auténtica vida en abundancia.

Fuente: jesuitas.lat