San Alonso Rodríguez

45 años será jesuita y en este tiempo se puede decir que encuentra su lugar en el mundo, es capaz de convertir lo normal en extraordinario, su vida interior será su gran empresa, lo que supondrá que sea envidiado y admirado. Su interioridad le posibilitará iluminar desde una sencilla portería la misión de la Compañía universal.

Es el Patrono de los Hermanos de la Compañía de Jesús. Es un místico y un maestro. Modelo de humildad.

Alonso nace en Segovia, España, el 25 de julio de 1531.

En 1557, a los 26 años, Alonso contrae matrimonio. De dicha unión nacen 3 niños: Gaspar, Alonso y una niña. Y aunque las cosas no marchen bien económicamente, Alonso parece ser un hombre feliz y da gracias a Dios por su familia.

Sin embargo, la niña muere pronto. También uno de los hijos. Poco después, en 1561, muere también la esposa. Tal vez, por tanta pena. Así, a los 30 años, Alonso queda viudo y con un hijo pequeño a quien cuidar.

Al año muere también el hijito de tres años. La pena de Alonso es inmensa.

En la vida de Alonso Rodríguez Gómez aquí acaba todo. Y sin embargo, aquí también empieza de nuevo a vivir. El dolor puede llevarlo a la desesperación.

¿Qué quiere el Señor? ¿Cuáles son sus caminos? ¿Qué desea El hacer con su vida?.

Ahí Alonso comienza un camino de discernimiento en el que descubrirá el deseo de consagrarse a Dios a través de la Compañía de Jesús. Sin embargo, su admisión a la congregación tampoco fue empresa fácil.

A pesar de los múltiples condicionamientos el Provincial lo admite en 1571 con una sorprendente frase: “Recibámoslo para santo”.

La admisión inunda el corazón de Alonso. Es la primera alegría profunda en tantos años. Prepara todo con mucha prisa. Cada día que pasa le parece un año. El 31 de enero de 1571 empieza su nueva vida de Hermano coadjutor. Se traslada a vivir al Colegio de San Pablo y da comienzo al noviciado.

Como jesuita, su principal tarea fue la de ser portero. Abrir y cerrar la puerta, dar recados a los de casa y encargos a los de fuera. Con absoluta uniformidad, día tras día. La comunidad estaba formada por más de veinte religiosos y los alumnos era legión. Su oficio duró 46 años. De los 40 a los 86.

Se esforzó por vivir en la presencia de Dios constantemente. Cada vez que alguien llamaba a la puerta del colegio, cuando suena la campana decía: “Ya voy, Señor”.

En 1605 llega a Palma de Mallorca Pedro Claver Cerveró, de veinticinco años de edad, que acababa de terminar sus estudios en filosofía. Entablan una gran amistad. Para Pedro, Alonso fue inspiración para emprender su misión a Cartagena de Indias en Colombia y allí convertirse en el ‘esclavo de los esclavos’.

Alonso falleció el 31 de Octubre de 1617, padeciendo grandes dolores físicos y demostrando una enorme fortaleza espiritual y confianza en Dios que le valieron el reconocimiento y admiración de todos sus compañeros en España.

San Alonso Rodríguez fue canonizado el 15 de enero de 1888, en compañía de su discípulo San Pedro Claver y el joven jesuita San Juan Berchmans. La Compañía de Jesús lo reconoce como uno de sus maestros espirituales y como el Patrono de los Hermanos Coadjutores. La isla de Mallorca lo venera como a su Patrono principal.

Fuente: CPAL SJ 

Foto: Vocaciones Jesuitas España

Reflexión del Evangelio-Domingo 16 de Octubre

Evangelio según San Lucas 18, 1-8

Jesús enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse: “En una ciudad había un juez que no temía a Dios ni le importaban los hombres; y en la misma ciudad vivía una viuda que recurría a él, diciéndole: ‘Te ruego que me hagas justicia contra mi adversario’. Durante mucho tiempo el juez se negó, pero después dijo: ‘Yo no temo a Dios ni me importan los hombres, pero como esta viuda me molesta, le haré justicia para que no venga continuamente a fastidiarme’”. Y el Señor dijo: “Oigan lo que dijo este juez injusto. Y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche, aunque los haga esperar? Les aseguro que en un abrir y cerrar de ojos les hará justicia. Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?”.

Reflexión del Evangelio – Por Gustavo Monzón SJ

Para el cristiano la espera se transforma en esperanza. El vivir de la promesa del Señor nos invita a tener una experiencia de fe de que Dios actúa en la historia, dándole un horizonte y un fin y esta fe encuentra en la oración el alimento para seguir caminando. En ese sentido, las palabras de Jesús “¿cuándo venga el “Hijo del hombre” encontrará fe sobre la tierra?” son un aliento a cultivar la oración para ver a Dios actuando en todas las cosas.

 De la actitud de oración, como acto insistente y humilde, de escucha y acogida de la palabra de Dios, nos hablan las lecturas que la liturgia de la Iglesia nos invita a meditar.

 Lucas nos presenta a Jesús invitándonos a orar a Dios insistentemente. A no aflojar en la actitud de súplica y confianza en Dios. Para esto, nos pone como modelo de insistencia a una viuda. Ella, víctima de una injusticia, con su insistencia logra lo que merece. Con este modelo de fe, el evangelista nos exhorta a seguir perseverando en la oración y no desanimarnos cuando se presentan las dificultades y no todo sale tal como pensábamos, deseábamos y creíamos.

 Por otra parte, la oración se entiende en el contexto de la Alianza permanente y definitiva entre Dios y la humanidad. De esta realidad, nos habla la primera lectura. En ella vemos a Moisés, como enviado de Dios, actuando con fe. Esta fe, simbolizada con las “manos en alza” en el combate, muestra la confianza en la Alianza siendo fiel a esta promesa.

 Esta promesa, y el mantenimiento de la fe en ella, no la hacemos solos. Tenemos una comunidad y una Tradición que nos sostiene. De esto nos hablan las palabras de Pablo a Timoteo. En el contexto de tensiones y dificultades de la comunidad, el Apóstol exhorta a la insistencia, la confianza y la fidelidad en la memoria del don recibido.

 En el día de hoy, la Iglesia argentina está de fiesta. Hoy nuestro hermano José Gabriel del Rosario Brochero es canonizado en Roma. Que él, quien fue en su vida fiel a la promesa del Padre, interceda por nosotros en nuestro camino de mantenernos firmes en la espera del Hijo del hombre para poder responder SÍ a la pregunta si existe fe en la Tierra.

Fuente: Red Juvenil Ignaciana Santa Fe

Carlos de Foucauld, en Camino de Misericordia

La hermana Lucile cuenta la experiencia de misericordia de Charles de Foucauld, quien tras abandonar la fe vuelve a sentir el abrazo del padre que lo recibe.

Por Lucile Gautron. Hermanita del Sagrado Corazón

Carlos de Foucauld, después de abandonar la fe, atraviesa un período de malestar y disipación, sintiéndose como «enloquecido». En ese momento, vive una experiencia personal muy fuerte de misericordia a través de sus seres queridos. «Yo vivía como puede vivirse cuando se ha apagado la última chispa de la fe… ¿A través de qué milagro la misericordia infinita de Dios me ha hecho regresar desde tan lejos? No puedo atribuirlo más que a una cosa, la bondad infinita de Aquel que ha dicho de Sí mismo “su misericordia es eterna”» (a Henri de Castries).

En 1897, Carlos de Foucauld hace un retiro en Nazaret; al recorrer su vida, canta un himno a la misericordia de Dios hacia él: «¡Hay tanta misericordia, Dios mío! Misericordia de ayer, de hoy, de todos los instantes de mi vida, desde antes de mi nacimiento y desde antes de todos los tiempos. En esta misericordia estoy sumergido, ella me inunda, me cubre y me abraza por todas partes».

Carlos de Foucauld se descubre envuelto por la misericordia de Dios a través de la actitud y la bondad de las personas cercanas a él, que no le juzgan, que le acogen sin reticencias. La misericordia de Dios será para él una luz a lo largo de su camino de encuentro con cada ser humano.

Después de su conversión, ya enraizado en el amor de Dios, Carlos de Foucauld aspira a ser testigo, un testigo silencioso de la bondad de Dios. Quiere predicar el «Evangelio de la bondad» a través de su vida, de su propio ser. Para él, ser misericordioso consiste en recibir él mismo la misericordia de Dios y, simultáneamente, convertirse en reflejo de esta misericordia que se derrama «sobre buenos y malos».

«Felices los misericordiosos porque recibirán misericordia. Ser misericordioso es lo contrario de ser duro e implacable. Es tener la bondad de un corazón que no guarda sombra alguna de resentimiento contra quienes le hacen mal, sino que, al contrario, devuelve bien por mal, que es indulgente hacia la falta de los demás porque conoce el barro del que somos formados. Es inclinar el corazón, tierna y caritativamente, hacia las miserias de los demás: hacia los tristes para consolar; hacia los ignorantes para aportar luz; hacia los necesitados para dar y curar… Acompañemos y consolemos a quienes nadie acompaña ni consuela».

Sin embargo, aunque Carlos de Foucauld se compromete enteramente en este camino, la misericordia no es en él algo innato: se muestra intolerante hacia Mardoqueo, que no responde a sus exigencias durante su exploración de Marruecos; es duro e impaciente con el hermano Michel, a quien esperaba como compañero pero que no colma todas sus expectativas. El hermano Carlos necesita tiempo y fracasos para llegar a ser misericordioso.

La misericordia, a sus ojos, no significa debilidad. Por el contrario, será intransigente y severo ante toda forma de injusticia, falta de honestidad, explotación, esclavitud, pereza; intransigente también hacia los militares franceses, tuaregs, árabes… «Todos somos hermanos, hermanos amados por Dios», es el mensaje que no dejará de repetir y de vivir. Porque creía en el amor de Dios hacia cada ser humano, pretendía que cada uno fuese digno de su humanidad y responsable de la fraternidad entre todos. El hermano Carlos esperaba en cada uno, como Dios había esperado en él cuando él mismo se creía «perdido».

«Felices los misericordiosos (Mt 5,7). Debemos amar a todos los hombres como a nosotros mismos, pero debemos inclinarnos con preferencia hacia los miserables, hacia todos aquellos que el mundo olvida, desdeña, rechaza… hacia los pobres, los pequeños, los que sufren, los ignorantes… porque son ellos quienes tienen más necesidades y menos ayuda».

Así escribía Carlos de Foucauld en junio de 1916, unos meses antes de su muerte: «Que cada día de nuestra vida sea un paso más en sabiduría y en gracia. Que nuestros retrocesos nos hagan más humildes, más vigilantes, más indulgentes, más llenos de bondad hacia los demás, más respetuosos, más fraternos con nuestro prójimo, conscientes de nuestra miseria pero llenos de confianza en Dios, seguros de su amor, amándole con un amor tierno y agradecido ya que Él nos ama a pesar de nuestras miserias… y diciéndole cada día, como San Pedro: “Señor, tú sabes que te amo”».

Cómo no ser misericordioso… como Jesús… cuando él mismo tenía una tal conciencia de haber estado siempre bajo la misericordia de su Bien Amado…

Fuente y Fotografía: Entre Paréntesis

 

Vidas con Contenido

Pocas veces nos regalamos tiempo para reflexionar sobre el sentido último de nuestras vidas, lo que queremos de ellas, con quiénes queremos compartirla… Este texto nos propone hacer una alto para ir hacia el interior a buscar la respuesta a estas preguntas.

Por Javier Rojas SJ

Tal vez ya te has tomado un tiempo para reflexionar estas preguntas: ¿Para qué vivo?; ¿Cuál es mi destino?; ¿Qué me está sucediendo?; ¿Qué es lo que quiero?; ¿Con quién o quiénes quiero compartir mi vida? Y si lo hiciste con seriedad te habrás dado cuenta que no son fáciles de responder, o al menos, no se pueden responder sin pensarlas con detenimiento. Darse un tiempo para uno mismo, pero no para enredarse en pensamientos añejos y llenos de nostalgia, es una verdadera inversión de vida. Pocas veces nos “regalamos” tiempo para calibrar el corazón, limpiar el alma y purificar el espíritu. Quizás la falta de tiempo para estar con uno mismo y profundizar en temas tan importantes como la propia vida, el principio y fundamento de la propia existencia, sea una de las mayores pobrezas que sacude a la humanidad. ¿Puedo pretender que otra persona me dedique un poco de su tiempo, si yo no destino un momento a estar conmigo mismo?

Cuando podemos destinar-nos tiempo para atender a cuestiones que hacen al mundo interior, como es aprender a conocer y distinguir nuestros pensamientos y sentimientos, adquirir la destreza del discernimiento espiritual, ganamos mucho en capacidad para elegir lo que realmente me hace sentir pleno. La asertividad depende mucho del conocimiento que hemos adquirido de nosotros mismos, y de la manera que tenemos de relacionarnos con el entorno en el que vivimos. Desarrollar sinceridad con nosotros mismos, buscar la verdad, sentir que la propia vida tiene sentido y valor, nos llena de energía y creatividad.

Ahora bien, ¿Por qué cuesta tanto invertir tiempo en uno mismo? Seguramente hay muchas respuestas para dar, pero una de las causas de la falta de disposición para trabajar en la propia vida interior se debe a que se está viviendo uno de los peores dramas del alma: el hastío. ¿Qué es el hastío? Encontrarás mejores definiciones en diccionarios o libros especializados sobre el tema, pero en pocas palabras es la amargura del alma, producida por el vacío o la sobreabundancia. En definitiva, el hastío es lo que padecen las personas que carecen de contenido en sus vidas. ¡Cuántas personas sufren este flagelo “globalizado”, y van por la vida arrastrando la existencia, sin profundidad, y con el alma encallada en la superficialidad! ¿Cómo podrían sentir la plenitud en sus vidas si nunca han zarpado hacia la profundidad del propio ser, para descubrir el Tesoro escondido en su corazón? Tienen sus sueños amarrados en el puerto de la nostalgia, esperando que alguien los libere.

La plenitud es lo que experimente el espíritu que ha buceado en la profundidad del ser y ha descubierto la diferencia entre lo esencial y lo superfluo. Para disfrutar verdaderamente de la vida, se necesita de éste espíritu. Se requiere de hondura de alma, es decir, capacidad para poner freno al ansia de tener y de poder, que con tanta facilidad pulveriza la existencia. Se necesita de un espíritu entrenado para discernir qué es lo mejor para mí. Para ello es fundamental dedicar tiempo para meditar y descubrir las respuestas en nuestro interior.

Fuente: Click to Pray

Fuente Imagen: Click to Pray

Reflexión del Evangelio, Domingo 2 de Octubre

Evangelio según San Lucas 17, 3b-10

Dijo el Señor a sus discípulos: “Si tu hermano peca, repréndelo, y si se arrepiente, perdónalo. Y si peca siete veces al día contra ti, y otras tantas vuelve a ti, diciendo: ‘Me arrepiento’, perdónalo”. Los Apóstoles dijeron al Señor: “Auméntanos la fe”. Él respondió: “Si ustedes tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, y dijeran a esa morera que está ahí: ‘Arráncate de raíz y plántate en el mar’, ella les obedecería. Supongamos que uno de ustedes tiene un servidor para arar o cuidar el ganado. Cuando éste regresa del campo, ¿acaso le dirá: ‘Ven pronto y siéntate a la mesa’? ¿No le dirá más bien: ‘Prepárame la cena y recógete la túnica para servirme hasta que yo haya comido y bebido, y tú comerás y beberás después’? ¿Deberá mostrarse agradecido con el servidor porque hizo lo que se le mandó? Así también ustedes, cuando hayan hecho todo lo que se les mande, digan: ‘Somos simples servidores, no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber’”.

Reflexión del Evangelio – Por Alfredo Acevedo SJ

Después de haber leído las lecturas, podemos ver que la liturgia de este domingo nos presenta un texto que comienza con un pedido: “Señor, auméntanos la fe”. La pregunta que hay que hacerse es por qué los apóstoles piden eso a su Maestro. Si miramos un poco más arriba en el texto lucano, podremos ver que Jesús les estaba hablando del perdón y de la advertencia de no cometer escándalos, sobre todo, referido a los más pequeños.

 Podríamos pensar que frente a esos temas, la única opción posible es pedir al Señor el don de la fe, porque, de otra manera, no sería posible vivir este estilo que Jesús propone.

 Por tanto, aquí vemos el marco de aquel pedido que le hacen al Señor. No perder esto de vista es importante.

 Si echamos un vistazo a la primera lectura, podremos ver que el profeta Habacuc también lanza una pregunta fuerte a Dios: “¿Hasta cuándo clamaré, Señor, sin que me escuches? ¿Te gritaré: «Violencia», sin que me salves? ¿Por qué me haces ver desgracias, me muestras trabajos, violencias y catástrofes, surgen luchas, se alzan contiendas?”

 El profeta, al igual que nosotros, lanza estas preguntas a Dios. Preguntas que, más que simples cuestiones cotidianas a resolver tienen un tinte de reclamo por aquello que Dios “tendría” que hacer y no hace. Son preguntas muy actuales que todos hacemos alguna vez.

 También nosotros vivimos muchas veces nuestra relación con Dios de este modo. Lanzamos preguntas, cuasi blasfemas, para que Dios las resuelva. “¿Hasta cuándo tendré que soportar tal situación? ¿Por qué esto tiene que pasarme justo a mí? ¿Por qué no me socorres? ¿Por qué tanta violencia en el mundo, en nuestro país? ¿Por qué falta la paz en nuestra tierra?” Y preguntar, o aún peor, suponer, que Dios no escucha es más o menos lo mismo que dudar de su existencia. “¿Por qué no existes y resuelves estos problemas?”, decimos muchas veces sin querer queriendo.

 Pero Dios es claro. Su respuesta “He aquí que sucumbe quien no tiene el alma recta, más el justo por su fidelidad vivirá” o “el justo vivirá de la fe en mí”, dicen otras traducciones, es el mensaje claro de Dios al profeta.

 La cuestión –podríamos decir- no está en Dios, sino en nosotros, es decir, en el creyente, en cómo vivimos aquello que decimos creer.

Lo mismo hace Jesús. Frente al pedido de los apóstoles, responde “Si tuvieran fe como un granito de mostaza, dirían a esa morera: “Arráncate de raíz y plántate en el mar”. Y les obedecería”. Pero al parecer, la fe de aquellos, al igual que la nuestra, no llega ni siquiera al tamaño de un grano de mostaza. ¡Pero claro! Pretendemos que Dios nos resuelva todos los problemas, que nos “aleje los males”… prácticamente, que viva la vida, la nuestra, por nosotros. Y en el peor de los casos, pretendemos que juegue el papel de mago o titiritero.

 Pidamos, tal y como nos lo recuerda la segunda lectura, reavivar el don de Dios que hemos recibido, porque Dios no nos ha dado un espíritu cobarde, sino un espíritu de energía, de amor y de buen juicio. Porque Dios no nos dio la vida para que la escondamos, sino para que la pongamos en juego. La paz no vendrá sólo porque algunos se pongan de acuerdo. Vendrá porque la construiremos nosotros, día a día, con nuestra propia vida. Esto supone animarse a crecer, animarse a ser adultos y tomar la propia vida entre las manos para entregarla toda, sin reservas.

 Es cierto que muchas veces quisiéramos una vida fácil o un dios que nos resuelva los problemas. Eso no existe, ni lo uno ni lo otro, aunque en nuestra mente y en nuestro corazón creamos, o quisiéramos creer, que sí.

 Dios nos quiere adultos, capaces de entregar aquello que Él mismo nos dio y que, por tanto, no nos pertenece del todo. El adulto es aquel que es tan libre que es capaz de entregar todo lo que tiene.

 Cuando descubramos que vamos en esa dirección, tal vez entonces es que podamos darnos cuenta que la fe que pedimos ya la hemos recibido y aunque sea tímidamente también ya la estamos poniendo en juego.

Fuente: Red Juvenil Ignaciana Santa Fe

Reflexión del Evangelio, Domingo 25 de Septiembre

Evangelio según San Lucas 16, 19-31

Jesús dijo a los fariseos: Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino finísimo y cada día hacía espléndidos banquetes. A su puerta, cubierto de llagas, yacía un pobre llamado Lázaro, que ansiaba saciarse con lo que caía de la mesa del rico; y hasta los perros iban a lamer sus llagas. El pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. El rico también murió y fue sepultado. En la morada de los muertos, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro junto a él. Entonces exclamó: “Padre Abraham, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en el agua y refresque mi lengua, porque estas llamas me atormentan”. “Hijo mío, respondió Abraham, recuerda que has recibido tus bienes en vida y Lázaro, en cambio, recibió males; ahora él encuentra aquí su consuelo, y tú, el tormento. Además, entre ustedes y nosotros se abre un gran abismo. De manera que los que quieren pasar de aquí hasta allí no pueden hacerlo, y tampoco se puede pasar de allí hasta aquí”. El rico contestó: “Te ruego entonces, padre, que envíes a Lázaro a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos: que él los prevenga, no sea que ellos también caigan en este lugar de tormento”. Abraham respondió: “Tienen a Moisés y a los Profetas; que los escuchen”. “No, padre Abraham, insistió el rico. Pero si alguno de los muertos va a verlos, se arrepentirán”. Pero Abraham respondió: “Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán”.

Reflexión del Evangelio – Por Maximiliano Koch

Al escuchar la lectura que la liturgia propone para este domingo, podemos caer en la tentación de fijar la mirada en el rico y examinar nuestras vidas en torno a él: la ropa que uso, ¿puede asemejarse al púrpura y lino finísimo que usaba? Mis comidas, ¿son como aquellos banquetes que celebraba, mientras hay gente en la calle que busca en la basura algo para saciar su estómago? ¿Seré juzgado y –por estas actitudes- condenado cuando llegue el final de mis días en este mundo.

La tentación de identificarnos con el rico tiene sentido: al igual que él, deseamos tener éxito en nuestras vidas, ser reconocidos, admirados. Deseamos que nuestro dinero pueda comprar todo aquello que se nos ofrezca. Y estamos tan enfocados en estos objetivos que olvidamos a los demás o sentimos que su suerte poco tiene con la nuestra.

Por el contrario, resulta casi imposible identificarnos con Lázaro. Ese “pobre” representa todo aquello que tememos: ser fracasados, rechazados, dependientes, olvidados, sin acceso al mundo material. Él es aquello que nosotros no queremos ser. Por ello, no podemos y no queremos –aunque de ello dependa la salvación eterna- ser Lázaros que habitan en este mundo.

El juicio de Abrahám parece inflexible y cuestiona nuestro estilo de vida. No sólo pone en jaque lo que tenemos y lo que hacemos, sino también nuestro modo de juzgar a los demás. El Evangelio parece ponernos en una encrucijada: ¿cuál salvación prefiero? ¿La de aquí, que puedo tocar y gustar y que me pone en sintonía con el modo de vivir de la sociedad? ¿O aquélla, que no sé bien en qué consiste, que se trata solo de una promesa y que, además, implica romper con los cánones sociales?

Pero no se trata de escoger entre dos “salvaciones”, la de este mundo o la del otro. Se trata de escoger si deseo vivir desde el temor o desde el amor.

Vivir desde el temor a ser Lázaros nos lleva a centrarnos en nosotros mismos procurando escapar de la debilidad, a la que asociamos con el sufrimiento. Esto nos lleva a imponernos sobre otros, mostrarnos fuertes e impermeables ante las necesidades de los demás. Pero en esta necesidad de ser fuertes, no sólo lastimamos a otros, sino que rechazamos una parte importante de nosotros mismos.

El Dios que Jesús ha revelado nos invita a una vida distinta, donde sea el amor lo que conduzca nuestros pasos para adoptar las opciones más profundas. Este Dios no quiere que le temamos, sino que acojamos su amor. Se muestra como un Padre que nos espera, acompaña, acoge, sostiene. Un Dios que es todo amor y espera que nuestra respuesta sea también de amor, jamás de temor. Y nos invita a que nos relacionemos con otros hombres bajo los mismos principios y códigos.

Tendremos que aceptar y asumir nuestra condición de debilidad, la misma que Jesús asumió cuando se encarnó. Tendremos que aceptar que no podemos ser dioses y no podemos escapar de la muerte, la soledad, la enfermedad, los sufrimientos y, aún, de profundos dolores que otros hombres pueden causarnos. Porque, en definitiva, la vida a la que Jesús nos invita implica poner nuestras vidas en las pobres manos de otros –tal como hizo Lázaro- sin olvidarnos de acoger, con nuestras pobres manos, otras vidas –tal como debió hacer el rico, que no tiene nombre en el Evangelio-. Pero no desde el temor, sino porque se nos ha mostrado que en esto consiste ser profundamente humanos.

El Círculo de la Contemplación y la Sencillez de Vida

Contemplar con profundidad la Creación como regalo nos ayudará, no sólo a cuidarla y respetarla, sino también a hacer nuestra vida más sencilla y ‘disfrutable’.

Por Xavier Pifarré

Un verbo que se repite hasta la saciedad en la Laudato Si del papa Francisco es “contemplar”. Capacidad de contemplación, en este caso, de la Creación, como regalo infinito que Dios pone en nuestras manos. Mirar, escuchar, oler, tocar, gustar…… Todos nuestros sentidos absorbiendo el don de la naturaleza, de sus criaturas, de sus paisajes…… Una contemplación que nos acaba enamorando, que nos admira, que nos fascina.

Más allá del gozo que esto produce en nosotros, para Francisco representa un paso esencial en la conversión hacia estilos de vida más sencillos y respetuosos con la Creación. Algo así como que “es más fácil respetar y cuidar aquello que se conoce, se valora y se admira”. Estos nuevos estilos de vida que nos propone la encíclica pasan por cambios de hábitos en aspectos muy variados de nuestras vidas, como la alimentación, el consumo, el gasto energético o la movilidad. Un principio general que rige todos estos cambios es la reducción de necesidades y del consumo en general.

Seguramente hemos oído hablar de la huella ecológica como el “rastro” que nuestra vida deja en nuestra Casa Común, la Tierra. Ella es, con el Sol, la fuente última de nuestro sustento. Si medimos la superficie de planeta necesaria para mantener (de forma sostenible y renovable) nuestro actual estilo de vida, habremos calculado nuestra huella ecológica. Y en nuestro Primer Mundo (Mundo Civilizado, Mundo Desarrollado, Mundo Deseado por tantos y tantas……) nuestra huella es tan grande que, de extenderla a todos nuestros hermanos/as, habitantes de la Tierra, harían necesarios tres planetas como el nuestro para evitar el agotamiento de los recursos y el colapso final. En otras palabras, nuestro actual ritmo de consumo y de generación de residuos no es sostenible. Por lo tanto, una vida sencilla, sin necesidades superfluas, evitará daños innecesarios a la Creación, reduciendo la explotación de sus recursos, disminuyendo los residuos y evitando emisiones de esos gases “invernadero” que tanto nos preocupan…

Volviendo al plano personal, basta una mirada rápida a nuestra cocina, a nuestro comedor, a nuestro garaje… Para descubrir decenas de aparatos mecánicos e instrumentos tecnológicos, cada vez más complejos, cuya finalidad, nos dicen en los anuncios, es mejorar nuestra calidad de vida y “ganar tiempo para nosotros/as mismos/as”.

¿De veras disfrutamos mejor de nuestro tiempo ahora de lo que lo hacían nuestros abuelos, en sus pueblos, en los años 50, 60 ó 70? Personalmente, intuyo que algunos de estos bienes de consumo, que vienen a cubrir necesidades de nuestro día a día, acaban generándonos nuevas obligaciones y exigencias que al final consumen, con creces, ese tiempo que supuestamente venían a ahorrarnos.

Reducir es, por lo tanto, un camino para recuperar espacios y tiempos perdidos en nuestras vidas; espacios para leer, para dialogar, para rezar, para contemplar… La vida sencilla, con poco equipaje, es más relajada, menos estresante. Una de sus ventajas es que nos facilita el acercamiento a la naturaleza, a sus paisajes y a sus criaturas. Nos proporciona capacidad de contemplación, de admiración.

De este modo cerramos el círculo Contemplación-Vida Sencilla-Contemplación. La primera nos tiene que motivar a experimentar la segunda; la segunda nos facilitará recuperar la primera. Podemos entrar en el círculo por donde nos resulte más sencillo; incluso podemos hacerlo por dos sitios a la vez.

Fuente: Entre Paréntesis

 

Reflexión del Evangelio, Domingo 18 de Septiembre

Evangelio según San Lucas 16, 1-13

Jesús decía a los discípulos: Había un hombre rico que tenía un administrador, al cual acusaron de malgastar sus bienes. Lo llamó y le dijo: “¿Qué es lo que me han contado de ti? Dame cuenta de tu administración, porque ya no ocuparás más ese puesto”. El administrador pensó entonces: “¿Qué voy a hacer ahora que mi señor me quita el cargo? ¿Cavar? No tengo fuerzas. ¿Pedir limosna? Me da vergüenza. ¡Ya sé lo que voy a hacer para que, al dejar el puesto, haya quienes me reciban en su casa!”.

 Llamó uno por uno a los deudores de su señor y preguntó al primero: “¿Cuánto debes a mi señor?”. “Veinte barriles de aceite”, le respondió. El administrador le dijo: “Toma tu recibo, siéntate en seguida, y anota diez”. Después preguntó a otro: “Y tú, ¿cuánto debes?”. “Cuatrocientos quintales de trigo”, le respondió. El administrador le dijo: “Toma tu recibo y anota trescientos”. Y el señor alabó a este administrador deshonesto, por haber obrado tan hábilmente. Porque los hijos de este mundo son más astutos en su trato con los demás que los hijos de la luz. Pero yo les digo: Gánense amigos con el dinero de la injusticia, para que el día en que éste les falte, ellos los reciban en las moradas eternas. El que es fiel en lo poco, también es fiel en lo mucho, y el que es deshonesto en lo poco, también es deshonesto en lo mucho. Si ustedes no son fieles en el uso del dinero injusto, ¿quién les con fiará el verdadero bien? Y si no son fieles con lo ajeno, ¿quién les confiará lo que les pertenece a ustedes? Ningún servidor puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se interesará por el primero y menospreciará al segundo. No se puede servir a Dios y al Dinero.

Por Julio Villavicencio SJ

 El evangelio de este domingo es muy interesante. Aquí vemos algo que nos llama la atención. En la parábola, el señor elogia la astucia de alguien que no está siendo honesto. Esto me hace acordar a cuando yo trabajaba en uno de nuestros colegios y estaba encargado de acompañar a los muchachos en la pastoral. Entre muchas de estas actividades, había una que me encantaba, se llamaba “Aprendizaje en servicio”. Se trataba de que los alumnos fueran a lugares con necesidad y a través del servicio que ellos pudieran prestar, tuvieran experiencias capaces de enseñarles dimensiones humanas que en el colegio sería muy difícil que descubrieran.

 El hecho es que en varias reuniones que tenía con otros profesores, los mismos alumnos que en el servicio demostraban gran interés, mucho liderazgo y gran capacidad de empatía con las personas que servían, eran en las clases, de lo más indisciplinados y muchas veces, tenían malas calificaciones. Una vez charlando con uno de ellos a raíz de un incidente recuerdo haberle dicho “¿te das cuenta hermano, que si vos usaras tus habilidades para cosas buenas, harías tanto bien, en vez de estar metiendo la pata cada dos por tres?”. Esto es para mí el evangelio de hoy.

 El señor elogia a su administrador no por lo que está haciendo, sino por la astucia que tiene en el manejo de los asuntos:

 “Y el amo felicitó al administrador injusto, por la astucia con que había procedido”.

 Es así como a veces usamos las gracias que Dios nos da, no para hacer el bien, no para construir Reino, para aportar a un mundo más justo, más humano, más divino. Sino que las usamos para pequeños intereses personales que, a la larga, nos van destruyendo. No es que no queramos la felicidad, pero la buscamos en el lugar equivocado, haciendo cosas equivocadas, con personas equivocadas.

 Y sin embargo, cuando nos animamos a compartir lo que tenemos con los que no tienen, lo poco que podemos brindar, con aquellos que lo necesitan, descubrimos algo en nosotros que no sabíamos que teníamos. Es más, descubrimos quienes somos realmente cuando nos brindamos a los otros. Y no me refiero a grandes empresas que a veces nos son imposibles de realizar. Me refiero al trato con el que tengo al lado, con los miembros de mi familia, con mis amigos y enemigos. Con el enfermo que sé que necesita una visita, y yo tengo mi agenda muy ocupada como para pasar diez minutos por su casa. Me refiero a regalarle una sonrisa a un niño o un buen momento a alguien que lo está pasando mal. Se trata de convertir esta vida cada vez más en propiedad de Dios con los dones que Él mismo nos da. Hacer Reino.

Finalmente descubrimos, que cuando nos ponemos a servir a los demás, ya no podemos encerrarnos en nosotros mismos. Nos duele el dolor del otro, nos interpela. Y el otro me salva de mi egoísmo, de encerrarme en mi indiferencia. Cuando descubrimos al Señor en los otros, ya no podemos dejar de seguirlo. No podemos tener otro Señor una vez que nos encontramos amados por Jesús en el servicio a los otros.

Fuente: Red Juvenil Ignaciana Santa Fe

Una Espiritualidad Solidaria que Brota del Misterio de la Trinidad

Recuperando la encíclica Laudato Si’, podemos reflexionar sobre cuánto nos habla sobre el misterio de la Santísima Trinidad, la estructura de muchas de las cosas que nos rodean.

José Eizaguirre SJ

Es sabido que una de las fuentes de la que bebe la encíclica Laudato si’ es la reflexión que sobre la ecología viene haciendo desde hace años el teólogo Leonardo Boff. En algunos puntos es incluso posible seguir la pista literalmente, como cuando el papa Francisco señala que “hoy no podemos dejar de reconocer que un verdadero planteo ecológico se convierte siempre en un planteo social, que debe integrar la justicia en las discusiones sobre el ambiente, para escuchar tanto el clamor de la tierra como el clamor de los pobres” (LS 49), en clara alusión al título del libro de Leonardo Boff, Ecología. Grito de la Tierra, grito de los pobres, publicado en 1996.

Hay otras resonancias más o menos explícitas entre el papa Francisco y Leonardo Boff. Me permito poner en paralelo dos citas. Hace veinte años Boff escribía:

“Si todo en el Universo constituye una trama de relaciones, si todo está en comunión con todo, si, por consiguiente, las imágenes de Dios se presentan estructuradas en la forma de una comunión, entonces eso es indicio de que ese supremo Prototipo es fundamental y esencialmente comunión, vida en relación, energía en expansión y amor supremo. Pues bien, esta reflexión se ve atestiguada por las intuiciones místicas y por las tradiciones espirituales de la humanidad. La esencia de la experiencia judeo-cristiana, por ejemplo, se organiza sobre ese eje de un Dios en comunión con su creación, en alianza con todos los seres, especialmente con los seres humanos, de un Dios cósmico, social, personal, de la profundidad humana, de una vida que se manifiesta en tres vivientes, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Es la Trinidad cristiana, el modo cristiano de nombrar a Dios.” (Op. Cit., Trotta, Madrid 1996. Pág. 185)

Y en 2015, el papa Francisco:

“Las Personas divinas son relaciones subsistentes, y el mundo, creado según el modelo divino, es una trama de relaciones. Las criaturas tienden hacia Dios, y a su vez es propio de todo ser viviente tender hacia otra cosa, de tal modo que en el seno del universo podemos encontrar un sinnúmero de constantes relaciones que se entrelazan secretamente.

Esto no sólo nos invita a admirar las múltiples conexiones que existen entre las criaturas, sino que nos lleva a descubrir una clave de nuestra propia realización. Porque la persona humana más crece, más madura y más se santifica a medida que entra en relación, cuando sale de sí misma para vivir en comunión con Dios, con los demás y con todas las criaturas. Así asume en su propia existencia ese dinamismo trinitario que Dios ha impreso en ella desde su creación. Todo está conectado, y eso nos invita a madurar una espiritualidad de la solidaridad global que brota del misterio de la Trinidad.” (Papa Francisco. Laudato si’, 240)

 Hay que añadir que Leonardo Boff no fue el primero en formular esta preciosa intuición. El papa Francisco recuerda que san Buenaventura en el siglo XIII ya acertó a expresar que “toda criatura lleva en sí una estructura propiamente trinitaria” (LS 239). Lo que nos interesa no es indagar la “propiedad intelectual” de esta comprensión sino descubrir lo que hoy nos está aportando.

Y hoy lo que estamos descubriendo de forma cada vez más incontrovertible es que todo está relacionado, todo está conectado, todo es una trama de relaciones, algo que venían constatando tanto las intuiciones místicas como las tradiciones espirituales, entre otras, la cristiana. Los cristianos podemos confesar que el Universo es una asombrosa trama de relaciones porque el Creador es una amorosa trama de relaciones. Y esto no son teologías abstractas, a modo de incomprensibles rompecabezas intelectuales como se ha considerado a veces el misterio de la Trinidad, sino que tiene profundas resonancias e implicaciones tanto en la espiritualidad como en el comportamiento. Si realmente nos sentimos conectados con todo y con todos, si nos experimentamos como parte de una maravillosa Creación entrelazada, entonces nada nos resulta ajeno, pues lo que sucede a otras criaturas hermanas nos afecta como si nos sucediera a nosotros mismos. No es una cuestión de razonamiento –aunque éste pueda ayudar– sino de experiencia vital.

Los cristianos tenemos aquí una invitación a “madurar una espiritualidad de la solidaridad global que brota del misterio de la Trinidad”, y a ofrecer al mundo esta maravillosa comprensión de nuestra identidad humana entrelazada con toda la Creación.

Entre Paréntesis

Hay Cruces que No son Cristianas

Sin duda, hay cosas que se enseñan y difunden sobre Dios y la religión que más que acercarnos a él, nos alejan. Esta lejanía no se ve sólo reflejada en la relación personal con Él, sino también en que se aceptan como verdaderas imágenes de Dios que no coinciden con lo que Jesús nos ha querido enseñar sobre Él.

Por José María Segura SJ

NO. Hay cruces que NO son cristianas.

SÍ. Hay imágenes de Dios que son perversas.

Con perdón y con permiso. Pero como dice Javier Vitoria, al hacer teología a veces hay que “dejar pelos en la gatera”.

El título condensa el contenido de este post: Hay imágenes de “Dios” que NO concuerdan con el Dios Amor que predicó Jesús con “obras y palabras”.

Hay adjetivos que NO son predicables del Dios Padre/Madre que heredamos de la tradición judía, que NO casan con el Dios compasivo que camina con su pueblo, que NO se pueden afirmar del Dios Entregado que por Amor “padece o quiere padecer en su humanidad” (San Ignacio). Y es que a veces se nos cuela el “dios de los amigos de Job”. Un dios que castiga, que impone cargas, que si nos descuidamos ¡hasta nos maldice!… además, estas cargas las vestimos de cruz cristiana. Quizás, por esa religiosidad dolorista que permea nuestra cultura occidental…

Frente a estos “dioses”, conviene recordar el axioma de Hans Urs von Balthasar: “Si Dios es Amor, solo el Amor es digno de fe y nada debe ser creído más que el Amor”. Un dios que me exige que sufra una relación –que pudo en su día haber sido bendecida por el sacramento del matrimonio– en la que mi pareja me humilla, me abusa o me maltrata física o psicológicamente, NO es de Dios. No del Dios que en y por Jesús libera a la mujer encorvada, detiene el flujo de la hemorroísa, devuelve la vista a Bartimeo, llama a Mateo o sana a diez leprosos. Parafraseando a Lucía Ramón en su libro “Queremos el Pan y las Rosas“, quien acaba con la sacramentalidad del matrimonio es quien lo convierte en un infierno por la violencia que mata el amor, y con ello su ser signo de la Alianza de Dios con su Pueblo.

Una enfermedad, sobrevenida o congénita, un accidente de tráfico, una relación que se degenera hasta hacerse asfixiante, mobbing en el trabajo, bullying en el colegio… Pueden llegar a ser situaciones que pongan a prueba nuestra resiliencia interna, nuestra Verdad más íntima, nuestras imágenes de Dios, nuestro modo de rezar y de creer… Es siempre tentador caer en la invitación de “los amigos de Job” y racionalizar lo que nos pasa: “será que algo malo hemos hecho y ‘dios’ nos castiga” y así, sin querer, nos deslizamos hacia la culpabilidad y un sentimiento de “indignidad” que nos genera más dolor y más sufrimiento y nos aparta de un ‘dios’ a quien ni podemos adorar, ni querer, ni hablar. Todo lo más, le podríamos temer, pero eso no es propio de los hijos e hijas, como nos recuerda San Pablo.

No existen recetas fáciles ni respuestas inmediatas para el sufrimiento y el dolor en un mundo creado por un Dios bueno que es Padre y Madre de sus criaturas. Quizás (con teólogos como González Faus, von Balthasar, Jon Sobrino, Elizabeth Johnson, Gesché…) podemos esbozar una respuesta: Dios, papá/mamá Dios, NO quiere el dolor y el sufrimiento de sus niños/as ni de su creación. Por Amor, Dios ha creado; por Amor, Dios nos ha hecho libres para que podamos decidir crecer y amar libremente, para que “lleguemos a ser en plenitud lo que ya somos” (Ireneo de Lyon): “Hijos e hijas en el Hijo” (San Pablo).

Dios NO quiere nuestro sufrimiento, como no quiso el de Jesús. No puede evitarlo, como no pudo evitarlo en Getsemaní pese a las peticiones de Jesús, porque por Amor ha aceptado que seamos criaturas libres que podamos apartarnos de Él. Por Amor, Dios sufre nuestro alejamiento y comparte nuestro dolor. Y por Amor resucitará todo lo que hayamos querido y amado y enjugará todas las lágrimas en la Pascua Eterna donde ya no haya llanto ni dolor, en el nuevo Sabbat de la creación donde “nadie estará triste y nadie tendrá que llorar”.

Algunas cruces SÍ pueden (¡hay que discernir!) ser cruces cristianas. Las asumidas por y desde el Amor, las libremente abrazadas, las acogidas en el Misterio del Dios que por Amor se despojó de Sí mismo en una cruz. ¿Y las situaciones sobrevenidas? Hay que discernirlas. Tratar de vivir la enfermedad sumergidos/as en el Misterio del Amor de Dios, pidiendo que nos acompañe y nos mantenga firmes en la fe y la esperanza (¡qué difícil!) pero por Amor de Dios sin culpabilizarnos.

Y las cargas impuestas, esas ‘falsas cruces’ tenemos que combatirlas. Porque lo que niega la dignidad de los/as niños/as de Dios NO es querido por Dios y tenemos el divino derecho que nos otorga Sophia Dios (Elisabeth Schüssler Fiorenza) para resistirlo y combatirlo.

NO. Hay cruces que NO son cristianas.

SÍ. Hay imágenes de Dios que son perversas

Fuente: Red Juvenil Ignaciana Santa Fe