Reflexión del Evangelio, Domingo de Ramos

Por Gabriel Jaime Pérez Montoya, S.J.

En aquel tiempo, Jesús echó a andar delante, subiendo hacia Jerusalén. Al acercarse a Betfagé y Betania, junto al monte llamado de los Olivos, mandó a dos discípulos, diciéndoles: «Vayan a la aldea de enfrente; al entrar, encontrarán un borrico atado, que nadie ha montado todavía. Desátenlo y tráiganlo. Y si alguien les pregunta: «¿Por qué lo desatan?», contéstenle: «El Señor lo necesita»». Ellos fueron y lo encontraron como les había dicho. Mientras desataban el borrico, los dueños les preguntaron: «¿Por qué desatan el borrico?» Ellos contestaron: «El Señor lo necesita». Se lo llevaron a Jesús, lo aparejaron con sus mantos y le ayudaron a montar.

Según iba avanzando, la gente alfombraba el camino con los mantos. Y, cuando se acercaba ya la bajada del monte, toda la multitud de sus discípulos, entusiasmados, se pusieron a alabar a Dios a gritos, por todos los milagros que habían visto, diciendo: «¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor! ¡Paz en el cielo y gloria en lo alto!» Algunos fariseos de entre la gente le dijeron: «Maestro, reprende a tus discípulos». Él replicó: «Les digo que, si éstos callan, gritarán las piedras».

(Lucas 19, 28-40)

La Semana Santa comienza con el Domingo de Ramos, llamado también de Pasión. En este año el texto para la bendición de los ramos es del Evangelio de Lucas (19, 28-40), y en la Misa se toma del mismo Evangelio el relato de la pasión y muerte de Jesús (Lucas 22, 14 – 23.56), antecedido por un texto de Isaías (50, 4-7), otro del Salmo 22 (21) y otro de la Carta de san Pablo a los Filipenses (2,6-11). Centremos nuestra reflexión en tres temas:

1. “¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor!”

Jesús entra a Jerusalén, no con arrogancia en un carro de guerra tirado por caballos, como lo hacían los vencedores en de batallas militares o los emperadores, sino manso y humilde, en son de paz y montando un asno, como lo había anunciado hacia el año 450 A.C. el profeta Zacarías (9,9): “Mira que tu rey vendrá a ti… pobre y sentado sobre un asno…”

Jesús inicialmente es recibido por “la multitud de sus discípulos” como el Mesías prometido, descendiente del rey David. Pero también la mayoría de ellos lo abandonará, hasta salirse finalmente con la suya los fariseos y los sacerdotes del Templo, que provocarán la condenación de Jesús a la muerte en la cruz. A la aclamación inicial “Bendito el Rey que viene…” – le sucederá poco después el grito “Crucifícalo” (Lc 23, 20). Pero hay un detalle: el mismo Evangelio que al narrar el nacimiento de Jesús se había referido a los ángeles que cantaban “Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra…” (Lc 2, 14), evoca ahora una exclamación similar de la gente que lo recibe cuando entra en Jerusalén antes de su pasión: “¡Paz en el cielo y gloria en lo alto!”

El Papa Francisco, de cuya elección y consagración se acaba de cumplir el tercer aniversario, dijo en su homilía del Domingo de Ramos de 2013, comentando este texto del Evangelio: “Gentío, fiesta, alabanza, bendición, paz. Se respira un clima de alegría. Jesús ha despertado en el corazón tantas esperanzas, sobre todo entre la gente humilde, simple, pobre, olvidada, esa que no cuenta a los ojos del mundo. Él ha sabido comprender las miserias humanas, ha mostrado el rostro de misericordia de Dios y se ha inclinado para curar el cuerpo y el alma. Este es Jesús. Este es su corazón atento a todos nosotros, que ve nuestras debilidades, nuestros pecados. El amor de Jesús es grande. Y, así, entra en Jerusalén con este amor, y nos mira a todos nosotros. Es una bella escena, llena de luz –la luz del amor de Jesús, de su corazón–”.

Estas palabras recobran un especial significado en este 2016, Año Santo de la Misericordia proclamado como tal por el mismo Papa Francisco: su convocatoria para la celebración de este Jubileo, bajo el título “El Rostro de la Misericordia”, comienza precisamente diciendo que “Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre.”

2. “Esto es mi cuerpo que se entrega por ustedes. Esta copa es la nueva alianza sellada con mi sangre, que se derrama por ustedes…” (Lc 22, 19-20)

El relato de la pasión según san Lucas comienza evocando, en la la cena pascual de Jesús con los doce apóstoles la víspera de su muerte, la institución del sacramento de la Eucaristía, “fuente y cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia”, como dice en su Constitución sobre la Sagrada Liturgia el Concilio Vaticano II, de cuya apertura se cumplieron 50 años el pasado 8 de diciembre.

La Iglesia dedica la tarde del Jueves Santo a conmemorar especialmente tal institución de la Eucaristía. Ella es, como decimos inmediatamente después de la consagración del pan y del vino que se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo, el sacramento de nuestra fe en el que anunciamos su muerte, proclamamos su resurrección y expresamos nuestra esperanza (ven, Señor Jesús). Como actualización de su sacrificio redentor, este mismo sacramento es el signo del amor de Dios que implica el mandamiento del amor: amor al prójimo, no sólo como a nosotros mismos, sino como Él nos ha mostrado que nos ama: hasta el extremo, hasta la entrega de la propia vida.

3. “Realmente, este hombre era justo”

Esta expresión la encontramos inmediatamente después de la exclamación final de Jesús –“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”-. Reconocer a Jesús como el hombre justo por excelencia es reconocerlo como el Hijo de Dios, porque la verdadera justicia consiste en realizar la voluntad de Dios que nos invita a ser solidarios con quienes que padecen la injusticia. Cuando nos identificamos como seguidores de Cristo con la señal de la cruz -y cuando el Viernes Santo la veneramos y lo adoramos a Él crucificado-, estamos expresando que nos comprometemos a realizar lo que este signo representa.

Quienes creemos en Jesucristo como Hijo de Dios, reconocemos que en su pasión y muerte se cumplen las profecías de los cuatro poemas del “Servidor de Yahvé” escritos hace unos 2.550 años y que encontramos en el libro de Isaías. En el tercer poema -primera lectura del Domingo de Ramos- el Servidor de Yahvé dice: “Yahvé me ha instruido para que consuele a los cansados con palabras de aliento” (Isaías 50, 4). Y en la segunda lectura del mismo Domingo de Ramos (Filipenses 2, 6-11), el apóstol San Pablo dice que el mismo Jesús que se despojó de la gloria de su divinidad para humillarse hasta la muerte de cruz, fue exaltado con el nombre de Señor del universo. Todo lo contrario del pecado original y sus consecuencias, cuando el ser humano desconoce su condición de criatura y se deja dominar por la sed de poder.

Celebremos esta Semana Santa identificándonos con Jesús que se solidariza plenamente con el sufrimiento humano. Aclamémoslo no sólo como el Rey que viene en el nombre del Señor, sino también como el que tiene este mismo título por haber entregado su vida para salvarnos y hacer de nosotros hijos de Dios a su imagen y semejanza. Y renovemos nuestro compromiso de vivir como tales, cumpliendo su voluntad, es decir, practicando la justicia de acuerdo con su mandamiento del amor significado en la santa cruz, único camino para lograr la reconciliación y la paz en nuestra vida personal y social-.

 

Reflexión del Evangelio, Domingo V de Cuaresma

Gabriel Jaime Pérez Montoya, S.J.

Jesús se dirigió al Monte de los Olivos. Y por la mañana temprano fue otra vez al templo, y todo el pueblo se reunió junto a Él. Él se sentó y se puso a enseñarles. Entonces los escribas y los fariseos le llevaron una mujer que habían sorprendido cometiendo adulterio, la colocaron en medio y le dijeron a Jesús: “Maestro, a esta mujer la sorprendimos en el momento mismo de cometer adulterio. En la Ley nos mandó Moisés que a esas personas hay que darles muerte apedreándolas. ¿Tú qué dices?”

Esto lo decían para ponerle dificultades y tener de qué acusarlo. Pero Jesús se inclinó y empezó a escribir con el dedo en el suelo.Como ellos siguieron insistiendo con la pregunta, Él se levantó y les dijo: “¡El que no tenga pecado, que le tire la primera piedra!”. Y se volvió a inclinar y siguió escribiendo en el suelo. Ellos, al oír esto, se fueron retirando uno por uno, comenzando por los más viejos; y quedó solo Jesús, con la mujer, que seguía allí delante. Entonces se incorporó y le preguntó: “Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te condenó?” Ella contestó: “Nadie, Señor”. Jesús le dijo: “Pues tampoco yo te condeno. Vete, y de ahora en adelante no peques más”

(Juan 8,1-11).

Durante su estadía en Jerusalén, Jesús solía ir con sus discípulos al Monte de los Olivos. Allí, cerca de la ciudad que puede contemplarse desde el huerto de Getsemaní, descansaba y oraba para recibir la energía espiritual que le hacía posible afrontar la oposición cada vez más intensa de los escribas o doctores de la ley, que en su mayoría pertenecían a la secta de los fariseos, los “incontaminados”, cumplidores fanáticos de las prescripciones de una legislación rigorista que hacían derivar de Moisés, pero que en realidad era el resultado de una concepción religiosa muy alejada del Dios misericordioso y liberador que se le había revelado al mismo Moisés doce siglos atrás.

Y después de rehacer sus fuerzas con el descanso y la oración, Jesús bajaba con sus discípulos nuevamente a Jerusalén para enseñarles de palabra y con su ejemplo a las gentes que acudían a oírlo cada día en mayor cantidad, hasta el punto de llegar a decir el evangelista que “todo el pueblo se reunió junto a Él”. Y lo que les enseñaba era justamente que Dios es un Padre compasivo, siempre dispuesto a perdonar a quien se acoja sinceramente a su misericordia.

1. “En la Ley nos mandó Moisés que a esas personas -las mujeres adúlteras- hay que darles muerte apedreándolas. ¿Tú qué dices?”

Además de corresponder el planteamiento a una posición machista según la cual es criminalizada la infidelidad conyugal de las mujeres y no la de los hombres, esta pregunta llevaba una intención malévola. Sí Jesús respondía que no estaba de acuerdo con matar a piedra a aquella mujer, se pronunciaría contra lo que mandaba supuestamente la “Ley de Moisés”; y si decía que estaba de acuerdo, se manifestaría en contra del gobierno imperial de Roma, que se reservaba el poder de condenar a muerte.

La respuesta de Jesús implica un rechazo frontal a la pena de muerte, venga de donde venga, y contrasta con la actitud de los escribas y fariseos que habían tergiversado la Ley de Dios con unas prescripciones contrarias a lo que Él había dicho varios siglos antes a través de sus profetas “Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva” (Ezequiel 33, 11). ¿Sería esto lo que Jesús escribía en el suelo antes de contestarles?…

2. “¡El que no tenga pecado, que le tire la primera piedra!”

¡Cuántas veces se condena a las personas a la destrucción de sus posibilidades de redención, convirtiendo injustamente su existencia en un infierno sin salida! Nadie tiene derecho a destruir la vida de otros sobre la base de haber éstos cometido determinados delitos, por graves que sean. Quienes los hayan cometido, en la medida en que han afectado a otras personas, deben reconocer y reparar en lo posible los daños que ha causado su comportamiento, pero su derecho a la vida sigue vigente a pesar de las posiciones propias de aquella supuesta justicia basada en el imperio de la venganza que, al destruir la vida humana, en lugar de resolver los problemas, los agrava más y más.

Hay un detalle significativo: “se fueron retirando uno por uno, comenzando por los más viejos”. El Evangelio parece querer decirnos que, cuanto más se vive, más se debe vencer la tendencia a juzgar y condenar a los demás, reconociendo cada cual su propia condición de pecador y disponiéndose a reformar su propia vida en lugar de querer acabar con la de los demás.

3. “Pues tampoco yo te condeno. Vete, y de ahora en adelante no peques más”

Se suele confundir a la adúltera de este relato del Evangelio según san Juan, con otra mujer cuyo nombre tampoco se menciona y que en los demás Evangelios unge con perfume los pies de Jesús y los enjuga con sus cabellos, antes de su llegada a Jerusalén (Marcos 14, 3-8, Mateo 26, 6-13, Lucas 7, 36-50), y que en el pasaje de Lucas es caracterizada como una “mujer de mala vida” arrepentida. A ambas se las suele también identificar con María Magdalena, otra mujer distinta de las anteriores, que acompañó a Jesús y sus discípulos en Galilea, que había sido curada por Jesús (Lucas 8, 2), que luego estaría presente en su crucifixión y sería la primera testigo de su resurrección.

Pero, mas allá de estas distinciones, el mensaje central es el mismo: el Dios que se nos ha revelado personalmente en Jesús de Nazaret no es un juez condenador, sino un Padre siempre dispuesto a perdonar y a ofrecerle un porvenir nuevo a quien reconoce su necesidad de salvación. Este mensaje implica una invitación a mirar el futuro con esperanza: “No se queden recordando lo antiguo… ya que voy a hacer algo nuevo” (primera lectura: Isaías 43, 16-21) … “Quedaré a paz y salvo con Dios no por mis propios méritos y basado en la ley, sino que Dios mismo será quien, en virtud de la fe, me ponga a paz y salvo consigo … olvidando lo pasado y lanzado hacia delante” (segunda lectura: Filipenses 3, 8-14).

Aprovechemos pues este tiempo de Cuaresma que ya está para terminar, disponiéndonos a perdonar como Jesús nos mostró con su ejemplo que Dios perdona, y en lugar de juzgar y condenar a los demás empecemos por reconocer nuestra propia condición de necesitados de la misericordia divina.

 

Miserando atque… espiritualidad en la adversidad.

Mucho se escribe sobre espiritualidad que nos ilumina en un contexto que se manifiesta adverso a las formas de servicio y compromiso que la misericordia reclama. El camino que ofrece el mundo y sus ofertas de ‘espiritualidades’, parece por momentos a contramano de las formas más claras y simples de salir de sí, compadecerse y obrar en consecuencia.

Una vida ofrecida, en diálogo con la realidad y sus desafíos; y una oración que se retroalimenta en la comunidad de la que brota, no pueden sino desembocar en concreciones: obras de misericordia ofrecidas. Como las intervenciones alternadas de un diálogo enriquecedor, estas tres –vida, realidad y obra-, al armonizarse, son la expresión más acabada de una espiritualidad o ‘modo de proceder’ en el Espíritu.

Este botón bastará para muestra: en la celebración de la eucaristía dominical, se convoca la asamblea y ésta, ofrenda sus ‘alegrías y tristezas’ –su vida compartida-, para que sea iluminada y transfigurada su realidad. Como un cuerpo nuevo, renovada en la unidad, la misma comunidad es enviada a transformar el mundo, por la gracia de Dios y la obra de sus propias manos.

Y esto, no como fruto de una decisión sino advertidos de que “la espiritualidad cristiana consiste en aceptar dejar a Dios que, si nosotros cooperamos, actúe en nosotros, aceptando nuestra propia pobreza con humildad, confiando que Dios efectuará los cambios necesarios para liberarnos de los obstáculos a la unión” (M. O’neill RSM).

Esta afirmación tendrá una implicancia clara en quien quiera vivir radicalmente una vida ofrecida: será indispensable dejarse moldear por la realidad de aquellos a los que se quiera servir. No podrá ofrecerse una auténtica transformación sino brota de la misma compasión que movilizó al Samaritano. A la que todos estamos llamados.

Llamados a responder activamente a esta auténtica moción del Buen Espíritu. Que no es mero sentimiento o emoción, que por más inspiradores que resulten, no son uno con la energía y determinación de salir de sí. La moción, al registrarla, integra y condensa el impacto de la realidad en nosotros mismos y la inclinación de transformarla.

En otras palabras: una moción que, al acogerse, se traduce y comunica en amor y servicio. Sólo así se verifica la autenticidad, no de la moción, que puede o no haberse manifestado: únicamente así se verifica la autenticidad de la acogida de esta moción… que es la parte que nos toca.

Dicho desde las claves de los Ejercicios Ignacianos, el camino de oración y discernimiento propuesto se presenta con contenidos específicos para que el ejercitante ‘quite los afectos desordenados’ que le priven libertad ‘para amar y servir’. Dejándose configurar con Cristo, mediante Su gracia, se presenta un itinerario que va desde la perspectiva del ‘Principio y Fundamento’ hasta la ‘Contemplación para alcanzar amor’.

La metodología de los Ejercicios ayudará al ejercitante a disponerse, a dejarse conducir, en la dirección que las mociones del Buen Espíritu oriente. Con esto, un aprendizaje sobre las facetas en las que vencerse a sí mismo, hasta las propias raíces, superando desórdenes, vicios y pecados por la fuerza de la misericordia. Y un aprendizaje sobre el lenguaje del Espíritu y de los engaños del ‘mal’, en la práctica del discernimiento.

Impulsados por un ‘Magis’ como impulso permanente del itinerario propuesto y emprendido “para más amarlo y servirlo’, confirmado en las llamadas progresivas y oradas en el trascurso de las meditaciones del Rey Eternal, Dos Banderas y Tres Grados de Humildad.

En las próximas entregas, haremos mención a estas Meditaciones –llamadas ‘estructurales’ del Mes Ignaciano-, a propósito de las distintas expresiones que puede adoptar la misericordia encarnada en opciones de vida y espiritualidades concretas dentro de la Iglesia.

Discurrir por unas partes y por otras

Por Raúl Alberto González S.J.

Llegó el momento de partir, muchos de ustedes quedaron perplejos ante la noticia de mi traslado, otros confundidos, algunos tristes y varios casi sin palabras.

Casi todos me han preguntado ¿Por qué?

A casi todos le he dado la misma respuesta, así es la vida del Jesuita, para discurrir por unas partes y por otras. Hoy quisiera explicarles un poco más esta expresión.

Para nosotros, los jesuitas, la originalidad de la Compañía de Jesús, fue plasmada por San Ignacio en las constituciones de las mismas.

Ignacio de Loyola, cuando presenta la Compañía de Jesús a los candidatos que se plantean ingresar a la orden, les aclara que debemos estar «preparados conforme a nuestra profesión y modo de proceder, para discurrir por unas partes y por otras del mundo, todas las veces que… nos fuere mandado» (Const. [92] 35).

Este discurrir que platea San Ignacio a todo aquel que quiera compartir nuestra misión, no es un ir de un lado para otros sin sentido o más aún, en búsqueda de lugares exóticos o emociones fuertes, sino que su finalidad es esperar el mayor servicio de Dios y ayuda de las almas. 

La vida del Jesuita tiene que ver con la misión que se le encomienda; y así nuestra vida se va configurando cada día más a esta idea de «discurrir por unas partes y por otras» a imagen de Ignacio de Loyola, el peregrino, pero no ya solamente la del peregrino que busca a Dios para encontrarlo sino también del peregrino que habiéndolo encontrado quiere hacer el mayor bien y el mayor servicio.

Ignacio no quería que fuésemos eternos, ni imprescindibles, ni más aún inamovibles, sino que fuésemos hombres capaces de llevar adelante la misión.

Porque la misión nos define, nuestra obediencia es para la misión, nuestro hacernos indiferentes es para la misión, nuestra capacidad de movilidad es para la misión.

En mi vida de Jesuita, una vez más me toca experimentar los efectos de la obediencia para la misión.

Esta nueva misión me llevara a una nueva ciudad, me forzará a conocer nueva gentes y a establecer nuevos vínculos, pero sobre todo me exigirá soñar y pensar la misión en un nuevo contexto.

Ante la pregunta del por qué solo me queda una respuesta… porque somos para la misión

 

Reflexión del Evangelio, Domingo IV de Cuaresma

Por Gabriel Jaime Pérez Montoya, S.J.

Se acercaban a Jesús los publicanos y pecadores para escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: «Ése acoge a los pecadores y come con ellos». Jesús les dijo esta parábola: «Un hombre tenía dos hijos; el menor dijo a su padre: «Padre, dame la parte que me toca de la herencia». El padre les repartió los bienes. Días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible y empezó él a pasar necesidad. Y tanto le insistió a un habitante de aquel país, que lo mandó a sus campos a cuidar cerdos. Sentía ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos, y nadie le daba de comer.

Recapacitando entonces, se dijo: «Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, ya no merezco llamarme hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros». Se puso en camino hacia donde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, lo recibió con abrazos y besos. Su hijo le dijo: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, ya no merezco llamarme hijo tuyo.» Pero el padre dijo a sus criados: «Saquen en seguida el mejor traje y vístanlo; pónganle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traigan el ternero cebado y mátenlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado». Y empezaron el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. Éste le contestó: «Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud». Él se indignó y se negaba a entrar, pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Y él replicó a su padre: «Mira: en tantos años como te sirvo sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando viene ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado». El padre le dijo: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado»»

(Lucas 15, 1-3.11-32).

Esta es la última de las tres llamadas parábolas de la misericordia contenidas en el capítulo 15 del Evangelio de Lucas. Es conocida como la del hijo pródigo o derrochador, pero tiene en realidad tres protagonistas. Por eso deberíamos llamarla mejor Parábola del padre compasivo, el hijo arrepentido y su hermano insensible, reconociendo como el protagonista principal al padre que perdona e invita a perdonar. El contexto lo marca la crítica de los escribas y fariseos contra Jesús porque acoge a publicanos y pecadores. Los publicanos o recaudadores de impuestos al servicio del imperio romano, caracterizados por su conducta deshonesta, y en general todos los “pecadores”, eran despreciados por quienes presumían de justos y procuraban estar lejos de ellos para no contaminarse. De hecho, fariseos significa separados. Jesús, en cambio, se acerca a los pecadores rechazados por quienes se creen puros, y les ofrece la posibilidad de rehacer sus vidas.

El Evangelio de hoy nos invita a sentir la misericordia infinita de Dios, reconociendo nuestra debilidad y nuestra necesidad de salvación. Asimismo, a tener los mismos sentimientos que Dios tiene con quienes reconocen sus culpas y sus errores y quieren reconciliarse con Él y con la comunidad.

1.- Me pondré en camino y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti

El hijo menor malgasta su herencia y llega a una situación que lo lleva a examinarse y recapacitar, disponiéndose a volver y a pedir perdón a su padre. Este examen de conciencia, el arrepentimiento y el propósito de cambiar, son los tres primeros pasos de un proceso efectivo de reconciliación. Los otros dos son la confesión y la voluntad de reparación. Este hijo arrepentido es para cada uno de nosotros una figura simbólica de lo que puede también acontecer en nuestras vidas cuando nos hemos alejado de Dios, si confiamos en su misericordia. Dios mismo nos ofrece la oportunidad de recapacitar y volver a Él

2.- Su padre lo vio, se conmovió, y echando a correr lo recibió con abrazos y besos

Dios es un Padre infinitamente misericordioso. Este es el mensaje central de toda la predicación de Jesús. Él espera que el pecador recapacite y se arrepienta, siempre está dispuesto a recibirlo y perdonarlo. Jesús, con su actitud de acercamiento a los pecadores, nos muestra cómo se comporta Dios con sus hijos. Por eso lo podemos reconocer como el revelador del Padre, como el rostro compasivo de Dios que se nos ha hecho visible en su humanidad. Con este reconocimiento comienza justamente la bula El Rostro de la Misericordia, con la que el Papa Francisco convocó al Jubileo o Año Santo de la Misericordia, inaugurado el pasado 8 de diciembre. Y el mismo Francisco recalca este reconocimiento en una entrevista recientemente publicada en un libro que lleva por título El nombre de Dios es Misericordia.

Desde el momento en que el hijo menor se propone volver a la casa de su padre y expresarle su arrepentimiento, es perdonado por él. Y lo que acontece cuando regresa es una fiesta en la que el padre quiere que participe toda la familia. Este es el sentido del sacramento de la reconciliación que instituyó nuestro Señor Jesucristo. Desde el momento en que reconocemos nuestro pecado, nos arrepentimos sinceramente y decidimos volver a Dios, Él nos perdona, pero es necesario que expresemos esta disposición en el ámbito de la familia que formamos todos como hijos e hijas de Dios, en el ámbito de la Iglesia. Por eso decimos: “Yo confieso, ante Dios todopoderoso y ante ustedes, hermanos, que he pecado…”. Y este es a su vez el sentido de la confesión ante el sacerdote, que representa tanto a Dios como a la comunidad eclesial en el sacramento de la reconciliación, al cual se refiere la segunda lectura de hoy (1ª Corintios 5, 17-21).

3.- Deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido

La parábola quedaría sin su sentido completo si suprimiéramos la última parte, en la que interviene el hermano mayor. Él representa la actitud insensible e intransigente de los escribas y fariseos que criticaban a Jesús por su acercamiento a los pecadores.

La lección es clara y corresponde a lo que el mismo Jesús quiso enfatizar cuando les enseñó a orar a sus primeros discípulos: perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos… En conclusión, la enseñanza definitiva de la parábola corresponde a una frase de Jesús que encontramos en el mismo Evangelio según san Lucas: “Sean ustedes misericordiosos, como su Padre es misericordioso”, (Lc 6, 36). De ahí precisamente el lema de este Año Jubilar de la Misericordia, proclamado por el Papa Francisco: “Misericordiosos como el Padre”.

Jesuitas Colombia

 

Miserando atque…

Durante este año 2016, dedicado al Jubileo de la Misericordia, ofreceremos una serie de publicaciones para reflexionar sobre el particular inspirados por el lema pontifical del Papa Francisco: ‘Miserando atque eligendo’… – “Con misericordia y eligiéndolo…”

El título de esta serie refiere al lema pontifical que evoca el pasaje de la Vocación de San Mateo (Mt 9,11-17), en un escrito antiguo de San Beda (Homilía 21, s. VII). Este monje benedictino inglés, -apodado ‘el Venerable’-, es reconocido por las Iglesias católica, anglicana, ortodoxa y luterana.

El lema y su contexto aportan tres notas que actualizan el significado de estos términos en un siglo XXI que nos desafía: a) la misericordia como nota esencial de Dios encarnado; b) el llamado a un publicano excluido del ámbito religioso neotestamentario para ser discípulo por el Señor; y, c) que el autor tenga un reconocimiento ecuménico.

Como cristianos, esto también nos motiva: -a abrir las entrañas y el espíritu ante toda miseria humana; -a vencer los formalismos normativos, ajenos de Espíritu y vida; -a renunciar a toda excusa que nos ahorre el instante fecundo y propicio para el servicio y el encuentro fraternos.

‘Con misericordia y…’ nos da la excusa semántica para incorporar contenidos desde ópticas diversas al espejar cómo se experimenta a Dios-Misericordia en distintas familias religiosas y su espiritualidad. Y hacerlo de primera mano, acercándonos al testimonio de lo que cada una de ellas dice de sí misma en relación a la misericordia, empezando por la propia: la ignaciana.

En la gramática latina, el uso de la conjunción ‘atque’ –en español, ‘y’- es preferido a otras formas (ac, et, -que) cuando se quiere destacar la estrecha vinculación entre dos términos. No se limita a una adición de factores sino que pone de relieve la mutua implicancia entre ambos, casi como si fueran uno. Se interpreta entonces que, dicho en relación a Dios, el ser-mirado-con-misericordia atque ser-elegido-con-predilección por Él, es -en Jesús, un único acto amoroso.

En términos ignacianos, nuestra respuesta a Su llamada –y a tanto bien recibido-, no puede ser otra que un ofrecimiento de todo nuestro ser, amado incondicionalmente y llamado a ser también uno con Cristo crucificado; bajo Su bandera, para que ‘siguiéndolo en la pena’ también lo sigamos en la gloria. Un darse, apasionado y ‘sin medida’, desde la medida de nuestras potencialidades: siempre más

El «más» ignaciano –‘MAGIS’- es expresión de la generosidad de quien ha reconocido ‘tanto bien recibido’ y que se sostiene en aumento –más y más-, cuanto más se ahonda en la conciencia de ser amado, en Dios y a Su modo. Así, el único horizonte de esta respuesta será el de la identificación con Cristo.

Sólo resta discernir esta respuesta personal –y radical- para dar todo de nosotros mismos. Para más imitar a Jesús, no podemos hacerlo sino desde nosotros mismos, que nos reconocemos en Dios. Sólo así, esta respuesta abarcará el MAGIS más auténtico, el real, el pleno: no el ‘in-discreto’, no discernido.

El MAGIS de mi libertad, condicionada y posible; el de mi memoria, incluido mis ‘olvidos’. El de mi inteligencia, con sus opacidades y contrastes; el MAGIS de mi voluntad, magra o encendida, según el caso. El del ofrecer generoso mi haber y poseer, que no es más que, de lo recibido, cuanto ‘quiero, deseo y es mi determinación’ ofrecer.

amDg

 

Reflexión del Evangelio, Domingo III de Cuaresma

Gabriel Jaime Pérez Montoya, S.J.

En cierta ocasión se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre derramó Pilatos con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús les contestó: «¿Piensan ustedes que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Les digo que no; y si ustedes no se convierten, todos perecerán lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿piensan ustedes que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Les digo que no; y si ustedes no se convierten, todos perecerán de la misma manera.» Y les dijo esta parábola: «Un hombre tenía una higuera plantada en su viña, fue a buscar fruto en ella y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: «Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?» Pero el viñador contestó: «Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas»»

(Lucas 13, 1-9).

Los textos bíblicos de este III Domingo de Cuaresma plantean tres temas importantes para nuestra reflexión: el de la primera lectura (Éxodo 3,1-8a. 13-15) y el salmo responsorial [Salmo 104 (103), 1-2.3-4.6-7.8 y 11]- se refieren al encuentro con Dios que nos libera; en el de la segunda lectura (1 Corintios 10, 1-6.10-12) el apóstol Pablo exhorta a la vigilancia; y en el del Evangelio Jesús nos invita a la conversión, para la cual nos ofrece el tiempo de vida que nos queda.

1.- Cuaresma: un tiempo propicio para el encuentro con Dios liberador

La primera lectura (Éxodo 3,1-8a. 13-15) nos presenta la escena en la cual el Señor se le revela a Moisés con el nombre de Yahvé, que en hebreo significa Yo soy, y cuya traducción más completa sería Yo soy el que actúa. Ser y hacer son verbos inseparables en el lenguaje bíblico, y por eso los ídolos no “son”, porque no hacen nada. Y la acción de Yahvé es la acción salvadora del Dios único, que se compadece del pueblo de Israel y decide librarlo de la esclavitud que sufre en Egipto. El nombre “Yahvé” afirma así la continuación de la actividad de Dios que cumple su promesa.

La rememoración de la historia del pueblo de Israel tiene un sentido especial para nosotros en este tiempo de Cuaresma: el de invitarnos a renovar, desde la fe, nuestra experiencia de la acción salvadora de Dios, que está siempre dispuesto a librarnos de la mayor esclavitud que puede padecer un ser humano: la esclavitud del pecado, que no es otra que la del egoísmo con todas sus consecuencias. Este mismo Dios liberador viene a nuestro encuentro personalmente en Jesús, cuyo nombre en hebreo -Yahosua- proviene a su vez del término Yahvé y significa Yo soy el que actúa salvando.

Aprovechemos este tiempo de Cuaresma para tener una experiencia profunda de Él, para sentir su presencia y su acción liberadora que nos anima y nos impulsa a salir de las situaciones de pecado que nos oprimen.

2.- Cuaresma: un tiempo propicio para reforzar nuestra vigilancia

“El que se cree seguro, ¡cuidado!, no caiga”, les dice el apóstol san Pablo en su primera carta a los cristianos de la ciudad griega de Corinto (1 Corintios 10, 1-6.10-12), a quienes él mismo había evangelizado en uno de sus viajes misioneros.

Esta exhortación a reforzar la vigilancia constante para no caer en la tentación, la hace el apóstol evocando la historia del pueblo de Israel después de haber sido liberado de la esclavitud en Egipto, en su camino por el desierto hacia la tierra prometida. Durante ese camino, fueron muchas las tentaciones que experimentaron los hebreos y muchos los que cayeron descuidándose y dejándose seducir por los apetitos desordenados. Pero también hubo un resto de personas que permanecieron fieles a Dios, poniendo toda su confianza en él y esforzándose para no apartarse del camino del bien.

También nosotros, en medio del desierto que tenemos que atravesar durante esta vida terrena, para llegar a la felicidad eterna que el Señor nos promete debemos reforzar constantemente nuestra vigilancia a fin de no dejarnos vencer por las tentaciones. ¿Cómo hacerlo? Pues acudiendo al poder liberador de Dios mediante la oración, poniendo cada cual de su parte mediante el autocuidado, y buscando también cada cual la ayuda de otra o de otras personas cuando esté en problemas.

3.- Cuaresma: un tiempo propicio para renovar nuestra actitud de conversión

La parábola de la higuera que nos presenta el Evangelio (Lucas 13, 1-9), viene precedida de dos referencias a hechos que habían sucedido poco antes de que Jesús los mencionara. Ambos habían sido hechos de muerte, uno por asesinato, proveniente del gobierno de los romanos, y otro por un accidente. Jesús los menciona para indicar que ninguna de estas muertes había ocurrido porque quienes las sufrieron eran pecadores, como si los hechos trágicos o las calamidades fueran consecuencia necesaria del pecado personal o colectivo, una creencia muy difundida en la antigüedad, y que todavía es muy común. Contra esta suposición, Jesús nos dice que la muerte, sea cual fuere su causa, es el destino de todos, y por lo mismo todos debemos estar listos para que no nos sorprenda estando nosotros desprevenidos.

Como a la higuera de la parábola, Dios nos concede el tiempo de vida terrena que nos queda para producir el fruto que Él espera de nosotros. Hagamos entonces en esta Cuaresma una revisión de nuestra vida, y dejémonos fertilizar por el Espíritu Santo. Como el labrador de la parábola, Jesús mismo, el Hijo de Dios, intercede por nosotros ante su Padre eterno, que es también Padre nuestro como Él mismo nos lo reveló, para que nos dé la oportunidad de vivir productivamente durante el tiempo que nos queda en este mundo.

Con un examen sincero de nuestra conciencia, podemos ver en qué debemos cambiar y qué debemos hacer para aprovechar esta oportunidad que el Señor nos ofrece. Una manera muy adecuada de hacerlo es acudir al sacramento de la Reconciliación para expresar nuestra intención sincera de conversión, como también para pedir orientación y consejo y recibir, junto con la absolución de nuestros pecados, la gracia de Dios propia de este sacramento. Este tiempo de Cuaresma es especialmente propicio para ello.

 

El dinero como Símbolo de la Interioridad

Emmanuel Sicre, SJ

¿Qué sucede cuando manejamos nuestra interioridad de manera mercantil?

¿Qué nos enseña el manejo del dinero de nosotros mismos?

¿Qué tal si pensamos en un modo de proceder con el dinero que brota del concepto que tenemos instalado de interés?

El dinero es interés. Y los intereses son hijos de la afectividad. Nadie paga por algo que no quiere, salvo que esté obligado por la circunstancia (necesidades, salud, los demás, impuestos…). Ni nadie ahorra con sacrificios si no es porque tiene interés de gastarlo en algo que le gusta. Tampoco es fácil prestar dinero, o pedirlo, o administrarlo, o donarlo, o invertirlo. Cada vez que el dinero se mueve en nuestro horizonte aparece la afectividad. Nos afecta ganarlo, nos afecta perderlo, nos afecta pedirlo, nos afecta gastarlo, nos afecta prestarlo. En fin, manejar dinero tanto cuando hay poco, como cuando hay mucho es una habilidad. Requiere constantemente un discernimiento. Una administración de recursos.

Se juegan conceptos no sólo ideológicos como los clásicos de propiedad privada, capitalismo, socialismo, comunitarismo, contractualismo… si no que se juegan también nociones muy vitales como la fluidez, el manejo de bienes, el ahorro, la acumulación, el deber, el despilfarro, la inversión, el amor (interés por)… Todos estos elementos se ponen a funcionar en nuestro interior a la hora de pensar y sentir qué hacer con el dinero.

Hay preguntas que me parecen cruciales. ¿Cómo aprender algo de nosotros mismos al manejar dinero? ¿Cuáles son nuestros intereses? ¿En qué tipo de cosas invertimos o evitamos hacerlo? ¿Cómo administro los recursos que llegan a mis manos? ¿Qué nos dicen esas cosas de nuestras limitaciones o virtudes interiores? ¿Cómo concibo el dinero? ¿Cuánto tiempo de mi vida paso pensando qué hacer con él? ¿Cuántas fantasías sobre la riqueza nos habitan interiormente?

¿Es acaso el dinero un impedimento para vivir feliz? ¿O se puede ser feliz con lo que se tiene en una sana tensión hacia el progreso que no nos quite el sueño ni la salud?

Y finalmente el otro…

El dinero es símbolo de la relación que establecemos con los demás. ¿Compramos cariño, afecto y dedicación? ¿Consumo personas como cosas? ¿Nos vendemos para que los demás nos recompensen con algo?

Hay un tipo de relación que nos hace mucho daño y se llama retribución: «te doy par que me des, o me das porque te di». Habrá quienes sean más delicados en sus expresiones de esto pero habrá otros que no, para el caso sutiles y groseros caemos siempre en relaciones cada vez más mercantilizadas. La sociedad de consumo nos está diseñando un tipo de sensibilidad basada en la insaciabilidad y la interminable demanda de más y más.

Gracias a esto nos convertimos en glotones afectivos o austeros miedosos del desborde. Y no es raro que esto se nos traslade a la relación con los demás.

No hablo aquí de los perversos, ricos y poderosos que poco arreglo tienen, hablo de la gente que caminamos por la calle y que podríamos ser cada vez más feliz si el dinero no se convierte en el señor de nuestra casa interior. En ídolo.

¡Qué hermoso sería que podamos liberarnos de comerciar afectos y ser más gratuitos y generosos con los que nos rodean!

¡Qué alivio traería al alma saber que no tengo que venderme ni comprar a nadie!

¡Qué paz nos daría al corazón si en vez de estar preocupados por acumular riquezas supiéramos que es más lo que hemos recibido en la vida que lo que vamos a poder dar!

¡Qué sano es ver personas que saben disfrutar de lo que tienen ganado con sus esfuerzos y no andan quejándose por lo que no tienen!

¡Qué distinto sería todo si administrar y discernir fueran actitudes espontáneas!

¡Qué bella utopía la de ser administradores sagaces y no ingenuos!

Reflexión del Evangelio, Domingo II de Cuaresma

Gabriel Jaime Pérez Montoya, S.J.

Jesús subió a un cerro a orar, acompañado de Pedro, Santiago y Juan. Mientras oraba, el aspecto de su cara cambió, y su ropa se volvió muy blanca y brillante; y aparecieron dos hombres conversando con él. Eran Moisés y Elías, que estaban rodeados de un resplandor glorioso y hablaban de la partida de Jesús de este mundo, que iba a tener lugar en Jerusalén. Aunque Pedro y sus compañeros tenían mucho sueño, permanecieron despiertos, y vieron la gloria de Jesús y a los dos hombres que estaban con él. Cuando aquellos hombres se separaban ya de Jesús, Pedro le dijo: —Maestro, ¡qué bien que estemos aquí! Vamos a hacer tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.

Pero Pedro no sabía lo que decía. Mientras hablaba, una nube se posó sobre ellos, y al verse dentro de la nube tuvieron miedo. Entonces de la nube salió una voz, que dijo: «Éste es mi Hijo, mi elegido: escúchenlo.» Cuando se escuchó esa voz, Jesús quedó solo. Pero ellos mantuvieron esto en secreto y en aquel tiempo a nadie dijeron nada de lo que habían visto.

(Lucas 9, 28-36).

1.- Subió con ellos a lo alto de la montaña para orar

El domingo pasado el Evangelio nos presentaba a Jesús solo, orando y venciendo las tentaciones en el desierto de Judea. Hoy lo encontramos con tres de sus discípulos, nuevamente en oración en otro lugar del que no se precisa el nombre, pero que presumiblemente es el monte Tabor, situado en la región de Galilea al norte de Israel, y cuya cima alcanza los 588 metros sobre el nivel del mar.

La oración, tanto en la soledad del retiro personal como cuando nos reunimos en comunidad, es necesaria para poder experimentar en nuestra vida la presencia transformadora de Dios. En medio de las situaciones difíciles que tenemos que afrontar, Jesús nos enseña con su ejemplo a buscar espacios de oración en los cuales vivamos el sentido trascendente de nuestra existencia y la acción renovadora de su Espíritu.

2.- Y mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban

Antes de este relato de la “Transfiguración”, Jesús les había dicho a sus discípulos que iba a ser condenado a muerte y al tercer día resucitaría (Lucas 9, 22). Así les había anunciado lo que iba a ser su sacrificio redentor, por el cual Él mismo, Dios hecho hombre, llevaría su mensaje de amor misericordioso hasta las últimas consecuencias, es decir, hasta la entrega de la propia vida para la salvación de toda la humanidad.

El anuncio de su pasión y la exhortación a tomar la cruz y estar dispuestos a dar la vida a imitación suya (Lucas 9, 23), habían causado en sus primeros discípulos un efecto de desaliento. Especialmente en Pedro, quien había manifestado su desacuerdo con aquel anuncio, y en Santiago y Juan, quienes querían ser los preferidos en el reino que su Maestro les había dicho que iba a establecer. Jesús entonces, después de reprender a Pedro -que primero lo había reconocido como el Mesías Hijo de Dios, pero luego había tratado de disuadirlo de su misión – y de amonestar a los otros dos invitándolos a imitarlo en la disposición servir, sube con ellos a la montaña.

Según la tradición bíblica, la gloria de Dios solía manifestarse en los lugares altos, como había sucedido en el monte Sinaí -también llamado Horeb-, primero al recibir Moisés la revelación del nombre mismo del Señor, luego la Ley de los diez mandamientos, y unos dos siglos después al ser enviado por Dios el profeta Elías para exhortar al pueblo de Israel a la conversión, dejando a un lado la idolatría y la injusticia. En esta ocasión, es también en un monte donde Jesús manifiesta su gloria para fortalecer la fe de sus discípulos, haciéndoles ver en forma luminosa lo que sería el acontecimiento pascual de su resurrección e indicándoles simbólicamente, mediante las figuras de Moisés y Elías, que en Él se cumplirán las promesas del anuncio del Mesías Salvador, contenidas en los textos bíblicos de la Ley y de los Profetas.

3.- “Éste es mi Hijo, el escogido, escúchenlo”

También nosotros necesitamos, cuando nos sentimos abrumados por el peso de la cruz que a cada cual le corresponde cargar, que el Señor se nos manifieste dándonos la fuerza que necesitamos para no desfallecer en el camino de la vida. Pero para que esto suceda, es preciso que nos dispongamos, mediante la oración, a atender la voz de Dios que nos dice: “Éste es mi Hijo, el escogido, escúchenlo” (Lucas 9, 36). Y lo escuchamos precisamente cuando leemos u oímos atentamente lo que Él nos dice en la sagrada escritura, especialmente en los Evangelios.

En la primera lectura, tomada del libro del Génesis (5, 12.17-18), se cuenta cómo “Abrán” -quien luego sería llamado “Abraham”, nombre que en hebreo significa “padre de multitudes”-, le creyó al Señor, y se le contó en su haber. Abraham, un hombre de fe que vivió en el siglo 19 antes de Cristo y cuyos descendientes han desarrollado a partir de él las religiones monoteístas, es decir, las que reconocen a un Dios único, sale de su patria en Ur de Caldea y emprende un camino hacia el futuro que el Señor le promete como un porvenir de bendición. Este porvenir es ofrecido no sólo a él y su descendencia, sino también a todos los seres humanos que crean en el único y verdadero Dios y obren de acuerdo con su voluntad, que es voluntad de amor, de justicia y de paz. La fe en la promesa de Dios lo impulsó a confiar en su futuro y en el de quienes vendrían después de él.

El Salmo responsorial [27 (26)], expresa la esperanza que brota de la fe en Dios: Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor. Y el apóstol Pablo, en la segunda lectura (Filipenses 3,20; 4,1), nos indica la razón de esta esperanza a la que nos invita la contemplación del misterio de la Transfiguración del Señor: Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo. Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso.

Todos somos llamados por Dios a ponernos en camino hacia un futuro de felicidad, y ese llamado se actualiza cuando escuchamos su palabra. Para responder positivamente, necesitamos disponernos a que el Señor nos conceda el don de la fe. Una fe que nos haga posible no sólo emprender sino seguir recorriendo con perseverancia y con esperanza el camino que Él mismo nos muestra, para que podamos alcanzar la meta prometida de la felicidad eterna al participar plenamente de la resurrección gloriosa de nuestro Señor Jesucristo.

Jesuitas Colombia

 

Reflexión del Evangelio, Domingo I de Cuaresma

Gabriel Jaime Pérez Montoya, S.J.

En aquel tiempo Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán y, durante cuarenta días, el Espíritu lo fue llevando por el desierto, mientras era tentado por el diablo. Todo aquel tiempo estuvo sin comer, y al final sintió hambre. Entonces el diablo le dijo: “Si eres Hijo de Dios, dile a esta piedra que se convierta en pan”. Jesús le contestó: «Está escrito: “No sólo de pan vive el hombre”».

Después, llevándole a lo alto, el diablo le mostró en un instante todos los reinos del mundo y le dijo: “Te daré el poder y la gloria de todo esto, porque a mí me lo han dado, y yo lo doy a quien quiero. Si tú te arrodillas delante de mí, todo será tuyo”. Jesús le contestó: – «Está escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás y a Él solo darás culto»».

Entonces lo llevó a Jerusalén y lo puso en el alero del templo y le dijo: «Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, porque está escrito: “Encargará a los ángeles que cuiden de ti”, y también: “Te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras”». Jesús le contestó: – «Está mandado: “No tentarás al Señor, tu Dios”». Completadas las tentaciones, el diablo se marchó hasta otra ocasión.

(Lucas 4, 1-13). 

Desde el miércoles pasado ha comenzado el tiempo de la Cuaresma, los cuarenta días de preparación para la Semana Santa. Junto con la señal de la cruz que nos identifica como seguidores de Jesús, marcada en nuestra frente con ceniza bendita, hemos recibido la invitación que Él mismo nos hace: “conviértete y cree en el Evangelio”. Convertirse es cambiar la mentalidad egoísta por una disposición al amor verdadero, reorientándose uno hacia Dios, que es Amor. Y creer en el Evangelio es acoger la Buena Noticia de Dios proclamada por el mismo Jesús, una noticia de liberación de todo cuanto encadena al ser humano impidiéndole ser verdaderamente feliz. Hoy, continuando como trasfondo esta misma invitación, los textos bíblicos nos exhortan a renovar nuestra fe en Dios, a vencer las tentaciones siguiendo el ejemplo de Jesús con la fuerza del Espíritu Santo, y a reafirmar nuestra confianza en su poder de salvación.

1.- El Espíritu lo fue llevando por el desierto, mientras era tentado por el diablo

Marcos, Mateo y Lucas, los tres evangelistas que narran el retiro de Jesús al desierto de Judea inmediatamente después de su bautismo, indican que lo hizo conducido por el Espíritu. Lucas lo llama Espíritu Santo para indicar más explícitamente que Jesús era movido por el aliento vital de Dios, al que reconocemos en el Credo como la “tercera persona” de la santísima Trinidad. Y es precisamente con el poder del Espíritu Santo como Jesús vence las tentaciones provenientes del “diablo” (en griego diábolos, traducción del hebreo satán o satanás), palabra que significa adversario y con la que es denominado en los textos bíblicos el poder del mal que se opone al Reino de Dios.

Los apetitos desordenados básicos de todo ser humano son el ansia de poseer, el ansia de dominar y el ansia de aparentar. En otras palabras, el hambre del dinero fácil, la ambición de poder sobre los demás para someterlos a los propios caprichos y la inclinación a la vanagloria. Esta es la triple tentación original, la de los inicios de la humanidad y la de siempre, que corresponde al deseo de “ser como Dios” (Génesis 3, 5), pero no en el sentido de identificarse con lo que Él es realmente (Dios es Amor -1 Juan 4, 8.16-), sino en el de una concepción distorsionada de la divinidad, según la cual ser “dios” es tenerlo todo, someter o esclavizar a los demás y hacerse adorar de ellos.

2. Entonces el diablo le dijo: “Si eres Hijo de Dios…”

Jesús quiso ser sometido a las tentaciones para enseñarnos a vencerlas con la fuerza del Espíritu Santo. Acababa de ser proclamado Hijo de Dios en su bautismo, y ahora lo vemos en un retiro de 40 días, al final de los cuales el tentador le hace tres propuestas, cada una con la frase inicial “si eres Hijo de Dios”.

El relato de las tentaciones a las que se sometió Jesús es interpretado por los estudiosos de los textos bíblicos como una contraposición entre lo que muchos esperaban que fuera el Mesías prometido -un superhéroe que resolvería los problemas humanos por artes de magia, en forma poderosa y espectacular, y la verdadera misión que Dios Padre le había dado a su Hijo Jesús: hacer presente el Reino de Dios por la acción de su Espíritu, que es Espíritu de Amor, llevando hasta las últimas consecuencias el amor auténtico al entregar su propia vida en la cruz por la salvación de toda la humanidad. Las tres respuestas de Jesús son, paradójicamente, expresiones de su condición de Hijo de Dios, cumplidor cabal de la voluntad de su Padre.

El evangelista san Lucas termina el relato diciendo que “el diablo se marchó hasta otra ocasión”. En efecto, Jesús no sólo fue tentado en el marco de aquellos 40 días. Las tentaciones continuaron en toda su vida pública, como por ejemplo cuando la gente quiso proclamarlo rey después de la multiplicación de los panes y peces; o cuando los doctores de la ley le exigían una señal espectacular para creer en Él; o cuando, después de anunciar su pasión, Simón Pedro -a quien le respondería “apártate de mí Satanás”– trató de disuadirlo para que no se sometiera a ella; o finalmente, cuando en el Calvario le gritaban que bajara de la cruz para demostrarles que era el “Hijo de Dios”.

3.- “Tú que habitas al amparo del Altísimo, di al Señor: confío en ti” (Salmo 91)

La primera lectura (Deuteronomio 26, 4-10) nos presenta la profesión de fe de los israelitas, que rememoran su pasado como una historia de salvación anunciada a los patriarcas (Abraham, Isaac, Jacob y sus 12 hijos, que darían origen a las 12 tribus de Israel), realizada en la liberación de la esclavitud de Egipto y que sigue sucediendo gracias al poder liberador de Dios. Este poder se canta en el Salmo 91 (90), propuesto para este domingo como salmo responsorial, no en la forma tergiversada en que lo cita el tentador, sino en el sentido de una confianza humilde en Dios que nos salva en medio de las tribulaciones o situaciones difíciles, porque, como dice la segunda lectura (1 Romanos 10, 8-13), “quien confía en Él no quedará defraudado”.

Por eso, en todo momento pero de modo especial durante el tiempo de la Cuaresma, Dios mismo nos invita a renovar nuestra confianza en su amor infinito manifestado en nuestro Salvador Jesucristo, disponiéndonos a una sincera conversión e invocando la fuerza del Espíritu Santo para luchar victoriosamente contra todos los poderes del mal, tal como nos enseñó Jesús a pedir en el Padre Nuestro: “no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal».